Por esta razón, lejos de entender la nueva «adquisición» de Francesco Monterga como una pieza capturada al enemigo, Pietro della Chiesa no conseguía explicarse por qué peregrino motivo su maestro le revelaba los más preciados secretos de su arte a quien había sido protegido de su acérrimo rival. Lo cierto es que, además del malicioso placer de exhibir el trofeo arrebatado, Francesco Monterga recibía de manos del padre de Hubert una paga más que generosa.
Al maestro florentino no le alcanzaban las palabras para abominar de los flamencos. Se desgañitaba condenando a los nuevos ricos de los Países Bajos, cuyo mecenazgo había rebajado la pintura a sus misérrimos criterios estéticos. Señalaba la pobreza del uso de la perspectiva, sustentada en un solo punto de fuga. Deploraba la tosquedad en el empleo de los escorzos, que en su opinión apenas si quedaba disimulada por un detallismo tan trabajoso como inútil, y que reemplazaba la espiritualidad propia de la pintura por la ostentación doméstica que caracterizaba a la burguesía. Sin embargo, decía, los nuevos mecenas retratados no podían disimular su origen: debajo de los lujosos ornamentos, los fastuosos ropajes y oropeles, podía verse el calzado del hombre común que debía desplazarse a pie y no a caballo o en litera como lo hacía la nobleza. Así lo testimoniaba la pintura de Van Eyck: el marido del matrimonio Arnolfini, aunque se hiciera pintar rodeado de boatos, sedas y pieles, aparecía posando con unos rústicos zapatos de madera.
Sin embargo, detrás de la iracundia verbal de Francesco Monterga se ocultaba un resentimiento construido con la cal de la envidia y la argamasa de la inconfesable admiración. Cierto era que los nuevos mecenas eran burgueses con pretensiones aristocráticas; pero no era menos cierto que su noble benefactor, el duque de Volterra, apenas si le daba unos míseros ducados para preservar las apariencias. Su «generosidad» no alcanzaba para impedir que el viejo maestro Monterga se viera obligado a trabajar, casi como un albañil, en las remodelaciones del Palacio Medici. Cierto era, también, que Francesco Monterga poseía un oficio inigualable en el uso de las perspectivas, y que sus técnicas de escorzo obedecían a secretas fórmulas matemáticas guardadas celosamente en la biblioteca. Por conocerlas, incluso el más talentoso de los pintores flamencos hubiese dado todo lo que tenía. Pero también era cierto que el mejor de sus temples se veía opaco frente a la luminosidad de la más torpe de las tablas pintadas por Dirk van Manden. Las veladuras de sus colegas de los Países Bajos dimanaban un realismo tal, que se diría que los retratos estaban animados por el soplo vital de los mortales.
Francesco Monterga no dejaba de preguntarse con qué secreto compuesto mezclaban los pigmentos para que sus pinturas tuvieran semejante brillo inalterable. Íntimamente se decía que estaba dispuesto a dar su mano derecha por conocer la fórmula. Pietro della Chiesa lo había escuchado musitando esa frase y no podía menos que sonreír amargamente cada vez que se la oía pronunciar: su maestro solía decirle con frecuencia que él era su mano derecha.
Fiel a su aprendizaje en Flandes, Hubert no tenía una noción demasiado sutil de las perspectivas y los escorzos. El aprendiz flamenco dibujaba sin orden o cálculo matemático alguno ni punto de fuga que pudiera inferirse en algún lugar de la tabla. Era dueño de un espíritu de fina observación, pero los resultados de su trabajo eran unos bocetos caóticos, plagados de líneas emborronadas con el canto del puño, cosa que enfurecía al maestro Monterga. Sin embargo, a la hora de aplicar el color, aquel esbozo enredado en sus propios trazos iba cobrando una gradual armonía que reposaba en la lógica de las tonalidades antes que en la de las formas. Al contrario que Pietro della Chiesa, a cuyas condiciones naturales para el dibujo se habían sumado el estudio sistemático y disciplinado de las ciencias y la lectura de los antiguos matemáticos griegos, Hubert van der Hans suplía su escaso talento para con el lápiz con su innata intuición del color y la indudable buena escuela de su maestro del norte. Algo que Pietro no podía más que envidiar.
Por su parte, Hubert van der Hans no mostraba la menor estima por su condiscípulo. Solía burlarse de su voz aflautada y su escasa estatura, y lo atormentaba llamándolo
la bambina
. Rojo de furia, con las venas del cuello a punto de estallar, al pequeño Pietro, considerando las dimensiones de su oponente, no le quedaba otra alternativa que esconderse a llorar.
El día anterior a la desaparición de Pietro della Chiesa, el maestro Francesco Monterga había sorprendido a sus dos discípulos discutiendo acaloradamente. Y pudo escuchar cómo Hubert, señalándolo con el índice, lo instaba a guardar cierto «secreto» o asumir las consecuencias. Cuando los interrogó, no consiguió sacarles una palabra y dio el asunto por concluido, en la convicción de que aquello no era más que una de las habituales peleas infantiles a las que ya estaba acostumbrado.
Los inquietos ojos del prior, que se mantenía en un discreto segundo plano, estaban ahora disimuladamente fijos sobre el tercer discípulo de Francesco Monterga. Giovanni Dinunzio había nacido en Borgo San Sepolcro, en las cercanías de Arezzo. Todo hacía prever que el pequeño Giovanni, al igual que su padre y que el padre de su padre, habría de ser talabartero, lo mismo que sus hermanos y que todos los Dinunzio de Arezzo durante generaciones. Sin embargo, el hijo menor del matrimonio, desde su más temprana infancia, había desarrollado una repulsión por los vahos del cuero que pronto habría de derivar en una rara dolencia. El contacto con las pieles curtidas le provocaba una variedad de reacciones que iban desde la aparición de eczemas y pruritos, que llegaban a presentar el aspecto de la sarna, hasta disneas y angustiosos ahogos que lo dejaban exhausto.
Sus primeros pasos en la pintura estuvieron guiados por los arbitrios de su frágil salud. Antonio Anghiari fue su médico antes que su maestro. Los conocimientos de anatomía del viejo pintor y escultor de Arezzo lo habían convertido, a falta de alguien mejor preparado, en el único médico del pueblo. A causa de sus frecuentes y prolongadas afecciones, el pequeño Giovanni pasaba la mayor parte del tiempo en casa del maestro Anghiari. El olor de las adormideras y el de los pigmentos de cinabrio, el perfume de las hojas maceradas y los aceites que reinaba en el taller de Antonio Anghiari parecía ejercer un efecto curativo inmediato sobre la delicada salud de Giovanni Dinunzio. De este modo, el tránsito de paciente a discípulo se produjo de un modo casi espontáneo. Giovanni Dinunzio estableció con la pintura una relación tan natural e imprescindible como la respiración, dicho esto en términos literales: había encontrado en el aceite de adormideras el antídoto para todos sus pesares. Sin que nadie pudiese percibirlo empezaba a germinar, en su cuerpo y en su ánimo, una incoercible necesidad de respirar las emanaciones del óleo que se extraía de la amapola.
Seis años permaneció Giovanni Dinunzio junto a su maestro. Viendo éste que el talento de su discípulo superaba en potencial a sus pobres recursos, Antonio Anghiari convenció al viejo talabartero de que enviara a su hijo a estudiar a la vecina Siena. Cuando Giovanni llegó finalmente a la ciudad, las tonalidades ocre le hicieron comprender el sentido más esencial del color siena. Una felicidad como nunca había experimentado le confirmó la sentencia escrita en la puerta Camolilla:
Cor magis tibi Senapandit. (Siena te abre aún más el corazón)
.
Sin embargo, la dicha habría de durarle poco. El maestro que le recomendara Antonio Anghiari, el célebre Sassetta, lo esperaba, horizontal, pálido y pétreo dentro de un cajón. Acababa de morir. Matteo di Giovanni, su alumno más destacado, se hizo cargo de la enseñanza del joven llegado de Arezzo. Pero apenas ocho meses pasó junto a él. Giovanni Dinunzio no pudo sustraerse a la tentación de la aventura florentina. Quiso el azar que diera, casi accidentalmente, con el maestro Monterga.
El joven provinciano le produjo a Francesco Monterga una suerte de fascinación inmediata. Sus ojos, tan azules como tímidos, su pelo negro y desordenado, la modesta candidez con la que le mostraba sus trabajos, casi avergonzado, consiguieron conmover al viejo maestro florentino. Después de considerar escrupulosamente sus dibujos y pinturas, Francesco Monterga llegó a la conclusión de que la tarea que tenía por delante era la de demoler primero para luego reconstruir.
El breve paso de Giovanni Dinunzio por las tierras de Lorenzo de Monaco había sido suficiente para que adquiriera todos los vicios de la escuela sienesa: las figuras, forzadamente alargadas y pretenciosamente espirituales, los escenarios cargados y los floreos amanerados al estilo francés, los paños describiendo pliegues y curvas imposibles, el exceso pedagógico que revelaban las escenas, con una obviedad narrativa irritante, y los fondos ingenuos y decorativos, constituían para el maestro Monterga el decálogo de lo que no debía ser la pintura.
Su nuevo discípulo era una verdadera prueba. Giovanni Dinunzio era el exacto opuesto a Pietro della Chiesa. Éste era como la arcilla fresca, maleable y dócil; el recién llegado, en cambio, tenía la tosca materialidad de la piedra. No porque careciera de talento, al contrario; si mantenía la misma disposición para desembarazarse de todos los vicios que había sabido asimilar en tan poco tiempo, aún quedaban esperanzas. Para Pietro della Chiesa, contrariamente a lo que podía esperarse, la llegada del nuevo condiscípulo de Arezzo significó un verdadero alivio. La timidez y la modestia de Giovanni contrastaban con el altivo cinismo de Hubert van der Hans. Giovanni Dinunzio aceptaba las observaciones críticas de Pietro della Chiesa y, aun siendo dos años mayor que él, accedía de buen grado a seguir sus indicaciones y sugerencias.
Pietro de la Chiesa y Giovanni Dinunzio llegaron a hacerse amigos en muy poco tiempo. Al más antiguo discípulo del maestro Monterga no parecía molestarle en absoluto la dedicada atención que éste le prestaba al nuevo alumno. El flamenco, por su parte, no podía evitar para con el recién llegado un trato rayano con el desprecio. Las costumbres provincianas, el atuendo despojado y el espíritu sencillo del hijo del talabartero, le provocaban poco menos que repulsión.
Una tarde de agosto, mientras Giovanni Dinunzio se cambiaba las ropas de trabajo, Pietro della Chiesa lo descubrió accidentalmente en el momento en que se estaba desnudando. Para su completo estupor, pudo ver que a su condiscípulo le colgaba entre las piernas un badajo de un tamaño que se le antojó semejante al de la campana de la catedral. Contemplaba aquella suerte de animal muerto, surcado por venas azules que se bifurcaban como ríos, y no podía comprender cómo sobrellevaba aquel fenómeno con semejante naturalidad. Desde aquel día, Pietro della Chiesa no podía evitar cierta lástima para con su propia persona cada vez que veía las exiguas dimensiones con que Dios lo había provisto o, más bien, desprovisto. Pero hubo todavía un segundo hallazgo que habría de espantarlo aún más.
Cierta noche, Pietro della Chiesa escuchó un ruido sospechoso que provenía de la biblioteca. Desconcertado, y temiendo que hubiesen entrado ladrones, decidió atisbar por el ojo de la cerradura. Entonces pudo ver cómo Francesco Monterga acababa de descubrir el oculto prodigio de su nuevo discípulo. Y, según pudo comprobar, tan asombrado estaba el maestro que, desconfiando del sentido de la vista, apelaba al del tacto y, por si este último también lo engañaba, recurría al del gusto. Tal era la angustiosa sorpresa del ahijado de Francesco Monterga, que perdió el equilibrio. Y lo hizo con tan poca fortuna que trastabilló y se desplomó contra la puerta, abriéndola de par en par. Los tres se miraron horrorizados.
Mientras Giovanni Dinunzio corría avergonzado, el maestro se incorporó y, con un gesto desconocido, miró severamente a Pietro della Chiesa sin pronunciar palabra. Fue una clara sentencia: jamás había visto nada. Sucedió exactamente el día anterior a su desaparición.
Pero el prior Severo Setimio, por mucho que quisiera adivinar en el silencio de los deudos, nada podía saber de estos domésticos episodios acaecidos puertas adentro.
Conforme el sol se elevaba por sobre los montes de Calvana, la bruma roja empezaba a disiparse. La sombra oblicua de los pinos se desplazaba, imperceptible como el movimiento de la aguja de un reloj de sol, hacia el mediodía de la capilla ubicada en el centro del cementerio. La brisa de la mañana traía el remoto perfume de las vides de Chianti y de los olivares de Prato. El prior Severo Setimio, recluido bajo la capucha púrpura, consideraba a los deudos, reunidos en torno al sepulcro, mientras cruzaban miradas furtivas, bajando la vista si eventualmente se sorprendían observándose. Se diría que el cerrado silencio en el que se refugiaban no obedecía solamente a la congoja. Cada uno parecía guardar una sospecha impronunciable o un secreto recóndito cuyo depositario, por un camino o por otro era, siempre, el muerto. Pietro della Chiesa, fiel al callado mandato de su maestro, se llevaba a la tumba el horrendo descubrimiento del que nadie tenía que enterarse. En rigor, aquella postrera y accidental visión en la biblioteca no fue un descubrimiento sino una dolorosa confirmación.
Severo Setimio no ignoraba que, desde algún tiempo, circulaban ciertos rumores sobre la relación de Francesco Monterga con sus discípulos. Cada vez con mayor insistencia proliferaban historias dichas a media voz. Pietro della Chiesa jamás había prestado oídos a semejantes murmuraciones que, de hecho, lo involucraban. Sin embargo, tan poca era la importancia que le otorgaba al asunto que nunca se le hubiese ocurrido indagar en torno a las habladurías. De hecho, si no pudo sustraerse a mirar por el ojo de la cerradura, fue por una razón muy precisa: pocos días atrás había sorprendido a Hubert van der Hans revisando el archivo de Francesco Monterga e intentando forzar el pequeño cofre donde atesoraba el manuscrito del monje Eraclius, el tratado
Diversarum Artium Schedula
. Bien sabía Pietro della Chiesa lo que significaba aquel libro para su maestro. En aquella ocasión Pietro entró intempestivamente en la biblioteca y le recordó a su condiscípulo que Francesco Monterga le tenía terminantemente prohibido el acceso al archivo. Antes de que el florentino subiera más aún el tono de voz, y temiendo que el maestro, advertido por el bullicio, pudiera irrumpir en el archivo, Hubert van der Hans empujó a Pietro fuera de la biblioteca y lo arrastró a lo largo del pasillo hasta el taller. Allí lo tomó por el cuello y, literalmente, lo levantó en vilo dejándolo con los pies colgando en el aire. Nariz contra nariz, sin dejar de llamarlo «
bambino
,», señalando con la quijada un frasco que contenía limadura de óxido de hierro, le dijo que si tenía la peregrina idea de mencionarle el asunto a Francesco Monterga iba a encargarse personalmente de convertirlo en polvo para pigmento.