El secreto de los flamencos (10 page)

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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto de los flamencos
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Sin que él mismo lo supiera, Hubert van der Hans iba a ser el nexo que lo conduciría a esclarecer el críptico capítulo del manuscrito.

Pero ¿qué era, exactamente, el
Secretus colorís in status purus
?

V

El lugar donde fue hallado el cuerpo mutilado de Pietro della Chiesa se encontraba en una zona que no era desconocida para Francesco Monterga. En las vastas posesiones del
Castello Corsini
, más allá de los olivares que se extendían sobre la ladera del Monte Albano y escondida entre el follaje agreste donde competían las encinas con los enebros, los brezos y las retamas, se encontraba una cabaña ruinosa que el maestro visitaba con frecuencia. Su vetusto techo de paja no sobrepasaba la altura de la vegetación que la circundaba. Eran pocos los que sabían de su existencia, incluidos los habitantes de la vecina villa. Si algún caminante perdido se aventuraba a ascender por el estrecho y tortuoso sendero que atravesaba el bosque, era inmediatamente disuadido de seguir su marcha por una jauría que salía a su paso hostigándolo con gruñidos feroces. La formaban media docena de perros grandes como lobos que exhibían todos sus dientes, a la vez que se les erizaba el pelaje del lomo.

Ahora bien, si el caminante era reconocido por el más viejo de los mastines, que también era el más temible y aquel al que obedecía el resto del grupo, de inmediato todos los perros le franqueaban el paso. Entonces, como un grupo de mansos cachorros, se disputaban la mano del visitante reclamando caricias, a la vez que lo escoltaban tumultuosamente a través del sendero. Éste era el caso de Francesco Monterga. Todos los viernes, antes del mediodía, el maestro se proveía de un cayado que le confería un aspecto franciscano y acompañado por su discípulo Pietro, emprendía la saludable caminata ladera arriba, a través de los bosques que cubrían la falda del Monte Albano. Nunca tomaban el mismo camino. Como si se tratara de un íntimo desafío, elegían a veces la cuesta más escarpada y otras ascendían internándose por lugares hasta entonces desconocidos.

Con frecuencia ocurría que perdían el rumbo; sin embargo, sabían que no tenían motivos para preocuparse; siempre, y de manera ineludible, desde el lugar más inesperado, abriéndose paso entre la espesura, aparecían los perros que los conducían hasta el recóndito sendero que llegaba hasta la choza. Cualquiera pensaría que se trataba de perros salvajes. Sin embargo, tenían un amo. En efecto, de pie junto a la entrada de la ruinosa cabaña, advertido por los ladridos, un hombre esperaba la llegada de los visitantes aferrando un báculo amenazador. Tenía el aspecto de un monje ermitaño; llevaba una toga de piel roída de un color impreciso, ceñida a la cintura por una soga rala y marchita. Unas sandalias atadas con unas hilachas desflecadas apenas si le protegían los pies de los cardos y del frío. La barba gris y enredada se mecía al viento como un colgajo que le fuera ajeno.

Sin embargo, si bien tenía la cara de un anciano, su cuerpo era tan robusto y erguido como el de un hombre que todavía no había entrado en la vejez. Los pocos que sabían de su recóndita existencia lo llamaban
Il Castigliano
. Pero su verdadero nombre era Juan Díaz de Zorrilla. La impresión agreste y hostil que daba a los ojos de un desconocido no coincidía con su disposición para con los visitantes. Quien lo frecuentaba podía dar fe de que era un hombre amable y hospitalario, aunque de una conversación recatada y dueño de un espíritu ciertamente parco. Resultaba evidente que prefería la silenciosa compañía de sus perros a la de sus propios congéneres.

El motivo de las frecuentes visitas de Francesco Monterga era uno y bien puntual. De modo que la reunión duraba tanto como el trámite expeditivo que demandaba el pequeño negocio que, viernes tras viernes, tenía lugar en la cabaña perdida en la espesura.
Il Castigliano
preparaba y seleccionaba los mejores pigmentos que pudieran conseguirse en todos los reinos de la península itálica. Con el metódico escrúpulo de un herbolario, el viejo cenobita, cargando un cesto sobre las espaldas y varias talegas a la cintura, recogía raíces de rubia para preparar la garanza rosa y los tonos violetas. Francesco Monterga ignoraba cómo lo conseguía; era sabido que los colores obtenidos de la rubia, tan fulgurantes como efímeros, primero empalidecían y a los pocos días se decoloraban por completo. Sin embargo, las raíces de esa misma planta, después de pasar por el mortero de
Il Castigliano
y tras ser combinadas con otro polvo de origen indescifrable, ofrecían una firmeza perenne.

Era incansable en sus recorridos. En las talegas que llevaba sujetas al cinto, y en los zurrones que colgaba a su espalda, el eremita solía llevar piedras de azurita y malaquita, tierras verdes y ocres, y en su choza guardaba montones de ciertos caracoles marinos que iba a recoger en sus incursiones hasta la costa, y con los que fabricaba el mejor rojo púrpura que hubieran visto ojos humanos.

Los azules constituían un auténtico tesoro. El eremita recorría las laderas rocosas de los montes que se extendían entre los Alpes Apuanos a lo largo del Chiana y a los lados de la cuenca del Arno, hasta la Maremma y la Toscana Meridional. En las colinas metalíferas, cerca de los
saffoni
—las fumarolas blancas de vapor cargado de boro que brotan de la roca— había encontrado verdaderos yacimientos de azurita. Una de las grandes dificultades que presentaba esta piedra era separarla de los otros componentes firmemente adheridos. Los antiguos tratados consignaban las fatigosas operaciones de trituración y lavado que la hacían excesivamente cara y nunca resultaba del todo pura. Nadie se explicaba cómo el anacoreta español obtenía un pigmento despojado de toda impureza. Francesco Monterga sabía que cada ducado que gastaba era una verdadera inversión, cuyos frutos quedaban plasmados en unos cielos diáfanos y unos ropajes sin igual.

Los amarillos eran luminosos como el sol, y peligrosos como el infierno. El plomo que contenía su bellísimo amarillo de Nápoles le daba al color un aspecto tan brillante como venenoso era su efecto. Había que manipular esos amarillos con el mayor de los cuidados. La ingestión accidental producía la muerte inmediata; la absorción por la piel provocaba un envenenamiento lento y progresivo que, luego de una dolorosa agonía, acababa con la vida de la víctima que se hubiese dejado acariciar por ese luminoso color. Francesco Monterga le tenía terminantemente prohibido el uso de este pigmento a sus discípulos.

El negro de marfil lo obtenía de las astas del ciervo.
Il Castigliano
era una cazador implacable. Secundado por sus perros, se internaba en el bosque armado con una ballesta de su propia invención, y no había jornada de montería que no rindiera sus frutos. Se trataba de un trabajo metódico y paciente. La jauría tomaba la avanzada con los hocicos pegados al suelo y las orejas erguidas y atentas. Cuando olían el rastro del animal, corría cada cual en una dirección distinta formando un círculo de hasta tres acres. Ladrando y gruñendo, sin siquiera haberlo visto, iban arriando al ciervo hasta el lugar donde estaba el amo, cerrando cada vez más la circunferencia.

Cuando la víctima, aterrorizada y acorralada, quedaba a la vista del hombre, antes de que pudiera emprender la fuga recibía una flecha entre los ojos. Cada quien recibía su parte. Los cuernos, el lomo, los cuartos traseros y la piel eran para el amo. Las entrañas, las tripas y todas las vísceras, para los perros. Las orejas eran una ofrenda para Dios; cada vez que volvía de caza, arrancaba las orejas del ciervo y las dejaba al pie de una cruz de madera que había clavado cerca de la cabaña. Las astas eran cuidadosamente separadas del cráneo y luego calcinadas sobre las brasas en una vasija cerrada. Más tarde las disolvía en los ácidos y, al calentar la mezcla, ardía dejando muy pocas cenizas. El resultado era el pigmento más negro y brillante que se hubiese visto.

Sin embargo, estos preparados los fabricaba con el único propósito de comerciarlos. Para proveerse a sí mismo echaba mano de otras técnicas, por cierto mucho menos convencionales. Absolutamente nadie conocía sus pinturas. Y tenía sus motivos. Juan Díaz de Zorrilla pintaba con la sola determinación de expiar sus fantasmas. Los pigmentos que utilizaba surgían de una particular concepción del Universo, visto a través de la pintura. Sostenía que, para que la pintura no fuese más que un torpe y defectuoso simulacro, el color debía ser inmanente al objeto representado. En rigor, solía reflexionar, si el Universo sensible está compuesto de materia y a cada sustancia le es dado un color, las leyes de la pintura no deberían ser diferentes de las leyes de la naturaleza. Apartarse un ápice de éstas significaba alterar el orden universal del mundo sensible.

En términos prácticos, esto se traducía de la siguiente forma: si, por ejemplo, decidía representar su cabaña y el bosque que la circundaba, elaboraba los pigmentos con las mismas sustancias que componían cada uno de los elementos que se proponía representar. Así, de la madera con la que estaba hecha su casa extraía su exacto color. El temple con el que habría de pintar el techo de paja requería de las propias hebras que lo constituían y no de otras. Para pintar los árboles, el follaje, los frutos y las flores, desligaba los extractos de cada uno de los compuestos. Si tenía que pintar un ciervo, los barnices para cada elemento representado estaban hechos de la misma materia de la que estaba constituido el animal.

Nadie sabía con qué aglutinante conseguía ligar los colores sin que perdieran su efímero fulgor. Pero si el Universo, además de su constitución sensible, ocultaba a la vez que revelaba un sustrato ideal, la pintura no podía ser una banal representación de la representación. Esto es, además de la apariencia externa, el objeto caracterizado requería necesariamente algo de la idea que lo sustentaba.

Así, para representar la idea de vitalidad en una figura no bastaba la perfecta percepción dada por las formas. Se necesitaba insuflarle el espíritu, imperceptible a la vista. Así,
Il Castigliano
había elaborado una cuidadosa clasificación de ideas a las cuales les correspondían determinados elementos que transportaban, en su sustancia, los espíritus que animan la materia. De acuerdo con tal nomenclatura, el esperma de caballo, por ejemplo, contenía la idea de la vitalidad, la exuberancia, la épica, la lealtad y la nobleza. Si tenía que expresar sufrimiento, abnegación, laboriosidad o sacrificio, agregaba a la mezcla gotas de sudor. Las lágrimas diluidas en el temple prestaban la esencia de la piedad, la misericordia, la injusticia y la culpabilidad. La sangre era uno de aquellos preciosos elementos que reunían, a una vez, el color de la materia, la idea y los espíritus. Para las carnaciones, no vacilaba en emplear su propia sangre diluida en aceite de adormideras.

Alguna vez, en un exceso de locuacidad mística, el pintor español le había comentado algo de todo esto a Francesco Monterga. Al maestro florentino, además de parecerle cuanto menos un procedimiento tenebroso, le confirmó la idea de que su colega había perdido definitivamente la razón.

Durante el curso de una de las últimas visitas que le hicieran Francesco Monterga y su discípulo,
Il Castigliano
, sentado en el rincón más oscuro de la cabaña, estaba garabateando una tabla con un carbón. Al maestro Monterga le pareció que estaba tomando un apunte del rostro de Pietro della Chiesa. Interesado por conocer el trazo de su colega español, el maestro florentino se incorporó con el propósito de ver más de cerca el dibujo. Pero
Il Castigliano
inmediatamente dio vuelta la tabla. Guardaba un celo enfermizo de su obra. Francesco Monterga no le dio ninguna importancia a este hecho, pues sabía que su colega estaba un poco loco.

Ninguna de las personas que conocían su extraño comportamiento hizo apenas caso de las rarezas del huraño español. Hasta que apareció, muy cerca del lugar donde estaba su recóndita cabaña, el cadáver del discípulo de Monterga con el rostro desollado.

VI

Nadie tenía motivos para sospechar que aquel ermitaño vestido con un harapo de piel raída, apenas un poco menos salvaje que los perros con los que convivía, había sido protegido de Isabel, la reina de Castilla, y de su marido Fernando, el rey de Aragón. Nadie hubiese imaginado que esa sombra entre el follaje que rehuía a los hombres y dormía en un cobertizo, había recibido de ellos sus principales encargos. Juan Díaz de Zorrilla había nacido en Paredes de Navas, en Castilla. Fue condiscípulo de su coterráneo, Pedro Berruguete, padre de Alonso, quien años más tarde habría de ser considerado el padre de la pintura española.

Juan y Pedro fueron como hermanos. A la muerte del maestro, sus destinos se separaron. Juan Díaz de Zorrilla se trasladó a Italia y recaló en la Umbría. Su talento se hizo notar inmediatamente, y teniendo apenas catorce años recibió una cálida recomendación de manos del mismísimo Piero della Francesca: «El portador de ésta será un joven español que viene a Italia a aprender a pintar y que me ha rogado que le permita ver mi cartón que empecé en la Sala. Así, pues, es necesario que tú procures, sea como fuere, hacerle dar la llave, y si puedes servirle en algo, hazlo por amor mío, porque es excelente muchacho».

Los primeros signos de un espíritu difícil tuvieron lugar por estos años; no queda constancia de cuál fue, exactamente, el episodio que hizo cambiar de parecer a su protector, pero en otra carta contradice abiertamente su recomendación: «Quedo enterado de que el español no ha conseguido la gracia de entrar en la Sala; lo agradezco y ruega de mi parte al guardador cuando le veas que obre del mismo modo con los demás».

Después de un infructuoso periplo que comenzó en Roma y terminó en Florencia, regresó a España. En Zaragoza, por encargo del vicecanciller de Aragón, labró el retablo y el sepulcro de una capilla del monasterio de los frailes Jerónimos de Santa Engracia. Durante todos estos años se desempeñó como escultor, principalmente en Zaragoza, hasta que Isabel de Castilla lo llamó a su servicio, nombrándolo pintor y escultor de cámara. Fue entonces cuando le fueron encargados varios proyectos que hubieran podido consagrarlo para siempre. Sin embargo, nunca pasaron del boceto. Las autoridades consideraron su obra excesivamente oscura, sombría y cargada de alegorías indescifrables. Pese a que nadie ignoraba su talento y, sobre todo, su técnica, los bocetos eran extrañas iconografías enmarcadas en paisajes aterradores. Su versión de la Decapitación de San Juan el Bautista era tan estremecedora que su visión resultaba para muchos intolerable.

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