Así, aunque acabó convirtiéndose en uno de los pintores más renombrados de Europa, Dirk van Mander terminó albergando la desesperante sensación de estar trabajando con los brazos atados. Por una parte, pesaba sobre sus espaldas el juramento y la interdicción de conocer los ingredientes que componían las pinturas que utilizaba para realizar su obra; por otro, renegaba íntimamente de lo pobres que eran sus conocimientos en la técnica de la perspectiva y en la del escorzo. Quizá tales limitaciones escaparan a los ojos de los neófitos e incluso de muchos de sus colegas flamencos, pero no podía engañarse a sí mismo; cada vez que examinaba sus propias obras, acudía a su memoria el recuerdo de las que había llegado a contemplar durante un fugaz viaje a Florencia. Desde aquel ya lejano día se desvelaba pensando en las fórmulas matemáticas que regían la aplicación de la perspectiva en las pinturas de quien acabaría convirtiéndose en su más detestado rival, en el más acérrimo de sus enemigos, el maestro Francesco Monterga.
Sin abandonar su asiento junto al fuego, Greg van Mander interrogó a su hermano por las nuevas que había traído el mensajero. Entonces Dirk le leyó la carta:
A Vuestras Excelencias, los cancilleres Greg van Mander y Dirk van Mander:
Quiso la providencia que, en el largo derrotero que ha sido mi vida, la fortuna pusiera frente a mis ojos los ancestrales tesoros del Oriente. Vide, también, las maravillas de las Indias y los admirables monumentos de las tierras del Nilo y el Egeo. Pero nunca, como ahora, he caído de rodillas, rendido ante la contemplación de vuestras pinturas. Ojos nunca vieron arte tan excelso y prodigioso. Ha poco tiempo, el destino concedióme la gracia de descubrir vuestra sublime Anunciación de la Virgen en el Palacio del Duque da Gama en Porto. Debo confesaros que, desde aquel día, me vi convertido en vuestro más fiel devoto. Y, otra vez, como si me estuviese predestinado, la buenaventura me concedió el más grato de los regalos. Durante un reciente y fugaz paso por Gante, llegó a mis oídos la noticia de que en las afueras de la ciudad, el conde de Cambrai atesoraba una de vuestras preciosas tablas. Tanto supliqué por ver la pintura que, a instancias de un buen amigo allegado al conde, obtuve una invitación a su castillo. Una vez más, mi espíritu se vio conmovido ante la visión de tan magnánima obra: La familia. Nunca antes me fue dado ver tanta belleza; el vivido calor de las veladuras parecía estar hecho del mismo hálito que anima a la materia. Ávido por ver toda vuestra obra, recorrí cada ciudad de vuestra patria. De Gante hasta Amberes, de Amberes hasta el Valle del Mosa y las Ardenas. Seguí las huellas de vuestras tablas por Hainaut, Bruselas, La Haya, Amsterdam y Rotterdam según me guiaran las noticias o la intuición. Y ahora que los arbitrios de los negocios, tan semejantes a los del viento, han de llevarme por fin a Brujas, me invade una emoción semejante a la que sentiría el peregrino al aproximarse a Tierra Santa. Pero en el entusiasmo por manifestar mi devoción hacia Vuestras Excelencias, he olvidado presentarme. No poseo título de hidalgo y ni siquiera de caballero, no tengo cargo público ni diplomático. No soy más que un modesto armador de navíos. De seguro, vuestras Altezas, nunca habéis escuchado hablar de mi ignota persona. Pero quizá, sí, hayáis visto fondeado en el puerto de Brujas el mástil de alguno de mis barcos. Tengo mi astillero en Lisboa, que es como decir el mundo. En la pequeña ciudadela que se levanta junto a los muelles del Tajo, puedo ver los diamantes traídos de Mausilipatam, el jengibre y la pimienta de Malabar, las sedas de la China, el clavo de las Malucas, la canela de Ceylán, las perlas de Manar, los caballos de Persia y de Arabia y los marfiles del África. En las tabernas se escucha el grato bullicio de la mezcla del idioma de los flamencos y de los germanos, de los ingleses y de los galos. Mi espíritu lusitano, hecho de la misma madera que el casco de los barcos, no puede resistirse al llamado de la mar. Y ahora, presto a levar anclas, mi corazón se conmueve por partida doble. Imagino que sospecháis cuál es el motivo de esta nota.
Suplico a Vuestras Excelencias que aceptéis el pedido de vuestros servicios. Nada en este mundo me haría más feliz. No aspiro a entrar en la posteridad, pues nadie soy. Igual que la fugaz huella que abren los navíos en las aguas para luego desvanecerse, sólo espero la parsimonia del olvido para el día en que mi vida se apague. Soy un hombre viejo y ese día no ha de estar muy lejos. Pero creo, sí, que la belleza debe perpetuarse en la propia belleza. Os suplico, por fin, que retratéis a mi esposa. Os pagaré lo que vosotros digáis.
Sin embargo, antes debo haceros una confesión. No quisiera que la noticia os llegue distorsionada y por boca de terceros. Movido por la ansiedad de ver inmortalizada la belleza de mi esposa en una tabla, en nuestro paso por Florencia y a instancias de cierto caballero cuyo nombre desearía olvidar, me asistió la infeliz idea de contratar los servicios de cierto maestro florentino cuya identidad el honor me impide mencionar. Y aunque ose llamarse maestro y se jacte de tener discípulos, incluso uno venido desde Flandes, no merecería detentar tal grado. La ilusión fue tan rotunda como la desilusión. Antes de que diera por concluida la obra, viendo la dudosa evolución del retrato y ante la obligada comparación con el recuerdo de vuestras pinturas, decidí rescindir el contrato. Pagué sin embargo hasta la última moneda acordada, como corresponde a un caballero. Si no acudí entonces a vuestros oficios, no fue por otra razón que la del pudor. No me atrevía a importunar a vuestras excelencias. Si fuera así arrojad ahora mismo esta carta al fuego, aceptad mis disculpas y olvidad mi existencia. En pocos días estaré en Brujas. Entonces enviaré un mensajero para conocer vuestra respuesta. A vuestros pies
Don Gilberto Guimaraes.
Greg no pudo ser testigo del gesto victorioso de Dirk cuando terminó de leer la carta. Sin embargo, lo adivinó. Sin duda, el pintor florentino que mencionaba el armador portugués no podía ser otro que Francesco Monterga. Su hermano menor paladeaba el íntimo y dulce sabor de la venganza. Aquellas palabras del armador portugués tenían el valor de una vindicación. Era el golpe más doloroso que podía asestarle a su enemigo.
Greg van Mander, iluminado por el fuego del hogar, continuó indiferente con su trabajo. Pero sabía que Dirk acababa de ganar la última batalla en aquella guerra sin sentido. Las palabras lapidarias que Gilberto Guimaraes le dedicaba a Francesco Monterga eran para el menor de los Van Mander el más valioso de los reconocimientos. Ahora, la esposa del comerciante portugués podría convertirse en el último botín de guerra capturado al enemigo. Greg podía imaginar que Dirk pensaba utilizar la ocasión para reponerse, con creces, de su última derrota: la deserción de Hubert van der Hans, el discípulo que le había pagado con la huida. Era como cambiar un peón por la reina.
Una tarde, el estrépito de los cascos de los "caballos y las ruedas de la galera golpeando contra el desigual y caprichoso empedrado, rompió brutalmente el silencio de la calmosa calle del Asno Ciego. Hacía mucho tiempo que por debajo del pequeño puente no pasaba más que algún esporádico viandante, un viajante perdido o la gibosa humanidad de Hesnut
El Loco
, salmodiando su soliloquio contumaz. Dirk van Mander, con un pincel aferrado entre los dientes y sosteniendo otros dos, uno en cada mano, se sobresaltó de forma tal que golpeó con la rodilla el canto de la banqueta, desparramando el contenido aceitoso de los frascos, así como las espátulas y los esfuminos. La última vez que había escuchado el galope de los caballos fue la remota y trágica mañana en la que las tropas enviadas por el emperador Federico III entraron a degüello para liberar al hijo del rey, el príncipe Maximiliano de Austria, de su cautiverio en la torre de Cranenburg.
Como impulsado por una catapulta, pisando el barro oleaginoso que acababa de provocar, Dirk corrió hasta la ventana, a tiempo para ver la galera deteniéndose poco antes de llegar al puente. El cochero amarró el freno y con una agilidad simiesca se descolgó desde el pescante hasta el estribo, miró hacia el puente sobre el cual se alzaba el taller e intentó deducir cuál sería la entrada. Entonces divisó la figura de Dirk tras el vidrio. Sin abandonar su expresión cuadrúmana, le hizo una seña con los brazos. Dirk abrió una de las hojas y entonces el cochero pronunció su nombre con tono de interrogación. El pintor, golpeado por una ráfaga de viento helado, creyó escuchar que el cochero anunciaba la llegada del matrimonio Guimaraes.
Cuando Greg, que había comenzado a limpiar el desastre que acababa de provocar su hermano, oyó la nueva, no pudo menos que sorprenderse. Se suponía que el portugués les enviaría un mensajero para conocer su respuesta. Y, en rigor, todavía no habían terminado de discutir el asunto. Greg no se había mostrado demasiado entusiasmado con la proposición del naviero. Conocía muy bien cómo funcionaba la lógica mercantil de los nuevos ricos. Ya en el ocaso de su existencia, Greg van Mander no estaba dispuesto a tolerar los caprichos de un mercader extravagante. La carta, pese a los halagos desmedidos, era una suerte de confesión de parte que anticipaba un espíritu ciertamente tormentoso. El viejo pintor era ciego, pero no necio; por otra parte poseía la suficiente ecuanimidad como para darse cuenta de que su colega florentino era uno de los mejores retratistas de toda Europa. El modo en que Guimaraes se había referido, aunque sin mencionarlo, al maestro Monterga le resultaba, cuanto menos, ofensivo y cargado de un oscuro ánimo de intriga. Tenía bastantes motivos para suponer que iguales oficios había mantenido, en su momento, con Francesco Monterga y, de seguro, se había deshecho entonces en los mismos halagos que ahora les prodigaba a ellos. Nada impedía suponer que los mismos desdeñosos adjetivos que Gilberto Guimaraes le dedicaba arteramente al maestro Monterga no habrían de recaer, también, sobre el respetado nombre de los hermanos flamencos.
Dirk, en cambio, obnubilado por el resplandor de la venganza inminente, no podía esperar la hora de ver consagrado su nombre por sobre la humillada persona de su rival florentino. Pero ahora, frente al hecho consumado que constituía el inesperado arribo del matrimonio, tenían que aunar un urgente veredicto.
Sin saber aún cuál habría de ser la respuesta, sin siquiera detenerse a consultar la opinión de su hermano mayor, Dirk van Mander bajó a recibir a los visitantes.
Cuando el cochero abrió la puerta de la galera y tendió su mano hacia el oscuro interior, Dirk van Mander pudo ver asomar los infinitos pliegues de una falda de terciopelo verde, debajo de la cual un pie enfundado en un chanclo de madera pugnaba por alcanzar la superficie del estribo. Entonces apareció una mano pálida y delgada, cuyo dedo anular exhibía dos pares de anillos, uno en la tercera falange y otro en la segunda, y se adelantó para apoyarse débilmente en la diestra del cochero. Inmediatamente surgió a la luz una cabeza, todavía gacha, con un tocado que remataban dos chapirones que le ocultaban el pelo. No sin muchas dificultades la mujer, finalmente, hizo pie en el empedrado y, suspirando un poco agitada, elevó la cara hacia el cielo para recuperar el aire que el agotador viaje le había arrebatado.
Dirk van Mander quedó perplejo. Era el rostro más hermoso que jamás hubiese visto. La piel, tersa y juvenil, traslucía el color de los olivos de las tierras lusitanas. Los ojos, tan negros que no podía diferenciarse la pupila del iris, contrastaban con el pelo rubio y ceniciento que apenas se dejaba ver por debajo del
hennin
que le cubría la cabeza. Dirk se acercó a la mujer, hizo una reverencia a sus pies y le dio la bienvenida. El sonriente silencio que ella guardó y su expresión un tanto desconcertada, le revelaron al pintor que la recién llegada no tenía motivos para entender el flamenco. Y entonces, justo cuando el pintor se disponía a ofrecer el saludo formal a Gilberto Guimaraes extendiendo la mano hacia el interior del carro, el cochero cerró la puerta bruscamente, poco menos que en las narices del anfitrión. Mirando a través de la pequeña ventana, Dirk van Mander comprobó, no sin asombro, que dentro del carruaje no se encontraba el armador sino otra mujer, una anciana de rictus descompuesto que dormitaba casi horizontal en el asiento. La mujer más joven, la que ya había descendido, leyendo en los ojos sorprendidos de Dirk van Mander, le dijo en un alemán pausado, vacilante y con una pronunciación inconfundiblemente portuguesa, que había tenido que viajar sólo con su dama de compañía porque su marido se había enfermado en altamar, y que las autoridades del puerto de Ostende le habían impedido bajar del barco. El recuerdo reciente de la devastadora peste negra que se había extendido desde Marruecos hacia las costas del Mediterráneo, propagándose a través de Gibraltar por todos los puertos del Atlántico, desde el Cantábrico hasta llegar al Mar del Norte, todavía producía terror. De modo que todos los viajeros llegados desde el sur que presentaran enfermedad evidente eran cautamente invitados a permanecer a bordo mientras el barco se hallara fondeado. Viendo la preocupada expresión de Dirk van Mander, la mujer se adelantó a explicarle que no había motivos para alarmarse, que no era más que una fiebre alta pero inocua, y se quejó amablemente del exceso de celo de las autoridades de Ostende. Cuando terminó su larga y agotadora explicación salpicada de ripios y palabras incomprensibles, la joven dama recordó que todavía no se había presentado. Con una sonrisa que le iluminó la cara, pronunció suavemente su nombre:
—Fátima.
Tenía la sencilla calidez de los ibéricos, y una espontánea simpatía, despojada de la formalidad de los sajones. Viendo el calamitoso estado de su dama de compañía —el viaje la había dejado realmente exhausta—, Fátima le ordenó al cochero que llevara a la anciana a Cranenburg, donde habrían de pasar la noche, y que luego volviera a recogerla. Cuando Dirk van Mander la invitó a entrar a su casa comprobó, observando su paso ligero y ondulante, que tenía la grácil simpleza de las campesinas, exenta de la afectación que a él tanto le molestaba en las pocas mujeres que todavía quedaban en Brujas.
En ese momento Dirk van Mander fue dolorosamente consciente, además, de que hacía mucho tiempo que no conocía a una mujer.
Si —tal como supusieron en un principio— la inesperada llegada del matrimonio Guimaraes antes de que pudieran definir una respuesta constituía una comprometida situación de hecho, la visita de Fátima a Brujas era ahora una cuestión de honor para los Van Manden. Más aún teniendo a su esposo enfermo en un barco anclado en Ostende. Mientras la mujer relataba con extrema dificultad expresiva las peripecias del viaje, Greg no podía disimular un agrio gesto de contrariedad. El mayor de los hermanos se había convertido en un hombre hosco. Estaba acostumbrado a la soledad de Brujas y si toleraba las visitas era sólo a fuerza de un resignado estoicismo.