El secreto de los flamencos (21 page)

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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto de los flamencos
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Cuando se acostumbró un poco a la penumbra distinguió un cuerpo que yacía cuan largo era en el centro del habitáculo. Entró, esquivó la viga que descendía extrañamente hacia el piso, y descubrió el hueco negro y cuadrado que se abría junto a la humanidad exánime del mayor de los hermanos. Temió que estuviera llegando demasiado tarde. Se descolgó por la angosta escalerilla vertical eludiendo varios peldaños y ni siquiera sintió la quemazón en las palmas causada por la brutal fricción contra el pasamanos. Literalmente, Francesco Monterga cayó de rodillas al subsuelo. Golpeado pero insensible al dolor, corrió a lo largo del pasillo en penumbras hacia la puerta entreabierta, desde cuya hendija se veía la débil luz del candil. Con sus últimas fuerzas el maestro florentino alcanzó la entrada de la cámara de piedra. Empujó la puerta y vio a su discípulo, Pietro della Chiesa, vestido como una mujer, con su mano posada sobre el búho, a punto de levantar la tapa del cáliz.

—¡No, Pietro! —alcanzó a gritar Francesco Monterga. Fátima escuchó claramente y se sobresaltó. Pero no se sintió aludida por aquel nombre que acababan de pronunciar. Giró la cabeza por sobre su hombro y le costó reconocer a su viejo maestro en ese hombre agostado, encanecido y hecho de piel sobre hueso. Había pasado muy poco tiempo desde la última vez que se vieran. Y sin embargo parecieron siglos. Fátima no quería recordar. Se resistía a evocar el día en que habían decidido urdir la farsa. Aquel lejano día en el que engendraron a Fátima, la portuguesa, y su inexistente marido armador, Gilberto Guimaraes. El día en que por primera vez se disfrazó de mujer para que Hubert la espiara en la biblioteca durante sus supuestas visitas furtivas. Aquella mujer inspirada en la persona de sor María, la entrañable cuidadora de Pietro en el
Ospedale degli Innocenti
, de quien aprendiera su idioma y cuya candida sencillez y modos campesinos había imitado. Pero para dar a luz a Fátima era necesario, antes, matar a Pietro.

De pie junto al cáliz de oro que contenía el objeto de sus desvelos, Fátima no quiso recordar el día en que, para enterrar definitivamente al pequeño discípulo, tuvieron que asesinar a un inocente campesino de talla semejante, y desollarle el rostro para que nadie pudiera sospechar del cambio de la identidad del cuerpo. A punto de develar el secreto del color
in status purus
, Fátima se negaba a evocar el problema que se les había presentado luego de matar al joven campesino: la familia del difunto habría de reclamar como propio el cadáver hallado en el bosque. Entonces hubo que ocultar la muerte con más muerte. La desaparición de una segunda víctima agregaría confusión, sugeriría la idea de que las muertes no tenían más fundamento que el de una mente perturbada. La invención de Fátima habría de ser la carnada perfecta para que Dirk van Mander mordiera el anzuelo.

Qué más tentador que aceptar el trabajo para el que su enemigo, Francesco Monterga, había sido finalmente rechazado. Qué mejor manera de entrar en la casa del enemigo: una mujer bella en una ciudad muerta; una mujer joven y hermosa en la casa de dos hombres solos y derrotados. Qué mejor venganza para Pietro, por todas las humillaciones de Hubert, el espía flamenco, aquel que, burlándose de su pequeña y lampiña humanidad, lo llamaba
la bambino
, que convertirse en una verdadera
bambina
y vengar las ofensas en la persona de su maestro. Y ahora, frente al secreto más anhelado, Fátima no hubiese querido enterarse de la injusta muerte de Juan Díaz de Zorrilla,
Il Castigliano
, ni de los imperdonables tormentos que hubiera de sufrir su único amigo, Giovanni Dinunzio. Fátima nada hubiera querido saber de la muerte de Hubert a manos de Francesco Monterga el día en que envió la carta. De pie en el centro de aquella cripta helada, Fátima no quiso recordar los viles abusos de Francesco Monterga contra su discípulo de Borgo San Sepolcro, ni la tarde en que los descubriera en la biblioteca. De espaldas al cáliz y sin quitar la mirada del viejo maestro Florentino, Fátima se dispuso, por fin, a abrir el recipiente dorado.

–—¡No, Pietro! —volvió a gritar Francesco Monterga. Pero ya era tarde. Ahora sí, Pietro della Chiesa estaba definitivamente enterrado.

Fátima levantó la tapa del copón de oro.

IV

Cuando Fátima levantó la tapa del cáliz se produjo algo que jamás habría de poder relatar. Porque, en rigor, no lo vio ya que estaba de espaldas al relicario, mirando a los ojos de Francesco Monterga que, contra su voluntad, se mantenían fijos sobre el copón de oro. Un resplandor de una blancura indecible emergió del recipiente e invadió todo el recinto. El maestro florentino, al fin, se encontró con el preciado secreto del color en estado puro. Vio el Todo y la Nada a la vez, vio el blanco y el negro, vio el caos y el cosmos repetirse hasta el infinito y vio el infinito expandido del universo y también el infinito inverso, introvertido, aquel que intuyera Zenón de Elea. Fue testigo del principio y del fin, vio la resolución de todas las aporías y comprendió el sentido último de todas las paradojas, vio todas las pinturas desde aquellas que se escondían en las remotas cavernas de Francia cuando Francia no tenía nombre, las de Egipto y las de Grecia, las de su maestro y las de sus discípulos y las que él mismo había hecho. Y también vio las que todavía no se habían pintado. Vio la cúpula de una capilla y el índice de Dios dándole la vida al primer hombre, la sonrisa incierta de una mujer contra un fondo abismal y beatífico, las perspectivas más maravillosas hechas por hombre alguno, escaleras que subían y bajaban a una vez, infinitamente. Vio a Saturno devorando a su hijo y una hilera de hombres siendo ejecutados con armas inauditas, vio una navaja cercenando una oreja y un campo de girasoles como nadie los había concebido, vio la catedral de Notre Dame repetida, idéntica y distinta según la orientación del sol, vio acantilados precipitándose al mar y bosques sajones solitarios y tenebrosos, vio mujeres alegres, desnudas, desoladas en burdeles de un futuro lejano y sórdido, vio un paisaje diurno en plena noche y una calle nocturna bajo un cielo de mediodía, vio unas reses sangrantes pendiendo desde los cuartos traseros, vio las edades de la mujer y colores despojados de sentido alguno, vio un pintor en el reflejo de un espejo y una incógnita familia real, vio un caballo deforme estirando su lengua deforme en un caos deforme bajo la devastación de la lejana e ibérica Guernica. Y no vio nada más. Nunca más. Igual que su maestro Cosimo da Verona, igual que Greg van Mander —que había protegido los ojos de su hermano menor hasta el último de sus días—, igual que todos quienes vieron revelado el secreto del color, los ojos de Francesco se apagaron en una noche negra y cerrada.

Pietro della Chiesa, Fátima, que permanecía de espaldas al cáliz, volvió a poner, sin girarse, la tapa sobre el copón y entonces se restableció la penumbra. Francesco Monterga, de rodillas y cubriéndose los ojos muertos, le suplicó que le diera el cáliz. Parecía no otorgarle ninguna importancia a su súbita ceguera. Nada le importaba más que hacerse de aquella pura aura bajo cuyo destello, el barniz más ordinario se transformaba en el más perfecto de los colores. Ninguna otra cosa quería más que esa luz absoluta que tornaba al pigmento más rústico, a su sola exposición, en la más inalcanzable de las pinturas. Había pagado el precio y ahora quería lo que le pertenecía. Aunque no pudiera verlo nunca más.

Fátima miraba a su viejo maestro dando brazadas en el aire, maldiciendo y suplicando, y en el fondo de sus ojos muertos percibió la codicia más profunda e inexplicable. Tomó la gruesa antorcha que descansaba en la pared, caminó sigilosamente hasta la puerta y, cuando estuvo a un paso, salió corriendo de la cripta, cerró el pesado portón de hierro y lo trabó, desde afuera, atravesando los aretes con el palo del candelero. Mientras se alejaba por el oscuro pasillo hasta la escalera que conducía a la superficie, Fátima escuchó por última vez los gritos ahogados de Francesco Monterga.

Desde el taller sobre el puente del Asno Ciego, Fátima contemplaba el atardecer sobre la ciudad muerta. Abrió los ventanales de par en par y se llenó los pulmones con aquel aire frío. Caminó hasta el barreño que contenía agua fresca y se enjuagó la cara y los brazos. Frente al espejo, limpió las manchas de su vestido de terciopelo verde, se alisó el pelo con la palma de la mano y se acomodó el tocado rematado en un capirote desde el que caía un tul. Entonces escuchó el tronar de caballos. Se contempló por última vez y corrió, radiante, escaleras abajo.

Desde el pescante, Dirk le tendió la mano y, con un salto ágil, Fátima se sentó a su lado. El sol era una virtualidad que doraba el empedrado. La portuguesa pensó en el remoto perfume del mar y en el amable bullicio de Lisboa. De aquella, su Lisboa, que nunca había pisado y que tanto le pertenecía. El carruaje pasó por debajo del puente de la calle del Asno Ciego y se perdió al otro lado del canal.

FEDERICO ANDAHAZI
nació el 6 de junio de 1963 en Buenos Aires, Argentina, en el céntrico barrio de Congreso.

Es uno de los autores argentinos cuyas obras fueron traducidas a mayor número de idiomas en todo el mundo.

Sus libros fueron publicados por las editoriales más prestigiosas. En Estados Unidos fue editado por Doubleday, en Inglaterra por Transworld, en Francia por Laffont, en Italia por Frassinelli, en China por China Times, en Japón por Kadokawa, en Alemania por Krüger y por varias decenas de editoriales de diversos países.

Dictó conferencias en lugares tan distantes y prestigiosos como la Facultad de Periodismo y Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Moscú, en Rusia, y la Universidad Santos Ossa de Antofagasta, Chile. Ofreció charlas en Estocolmo, Londres, París, Estambul y otras ciudades de Europa, América Latina y Estados Unidos.

Participó de Congresos literarios en Francia, Finlandia y varias ciudades de España, entre otros. Fue invitado a numerosas Ferias del Libro como la de Guadalajara, Moscú, Pula, Estambul, Madrid, Barcelona y, desde luego, asistió a la de Buenos Aires y a casi todas las de Argentina.

Colaboró con la mayor parte de los periódicos y las más importantes revistas de su país: Clarín, La Nación, Perfil, Noticias, Veintitrés, Lamujerdemivida, Brando, V de Vian, etc. y en diversas publicaciones de América Latina, Estados Unidos y Europa, tales como: Loft, de EE.UU.; O independente, de Portugal; El gatopardo y Soho, de Colombia, etc.

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