Primero fue brutalmente interrogado por el prior. Al padre del muchacho muerto tuvieron que sujetarlo entre cuatro miembros de la comisión ducal para que no atravesara con el tridente al pintor español. Las preguntas llegaban en tropel, vociferadas y acompañadas de puntapiés y guadañazos que pasaban muy cerca de la cara de
Il Castigliano
. Viendo que aquello iba a terminar en un infructuoso ajusticiamiento popular, la madre del joven desaparecido suplicó que no lo mataran hasta no saber qué había hecho con su hijo. El círculo iracundo se abrió y entonces un hombre viejo, aunque de expresión temible, se convirtió en el vocero de la turba enardecida. Por cada pregunta que quedaba sin respuesta, cada uno de sus perros era degollado. Los ánimos de la plebe eran alternativamente exaltados y luego morigerados por las breves arengas del prior Severo Setimio.
Cebados de muerte, los mastines de Nápoles olían el perfume de la sangre y ladraban con la boca rebosante de espuma. Juan Díaz de Zorrilla sólo se pronunció para suplicar por la vida de sus perros. En el mismo momento en que iban a descargar el filo de la guadaña sobre el más viejo de la jauría, que desafiaba a su agresor mostrándole todos los dientes, el español anunció su disposición a confesar. Pero con la única condición de que no mataran al perro. Con la voz quebrada y vacilante, reconoció que él había asesinado a los jóvenes para extraer su sangre y con ella preparar pigmentos. Dijo que el cuerpo del otro hombre estaba enterrado debajo de un peñasco junto a su cabaña. Bastó que dijera esto último para que el círculo expectante se cerrara sobre Juan Díaz de Zorrilla; Severo Setimio se alejó unos pasos y observó desde una distancia imparcial. Fue una muerte horrorosa: hoces, guadañas, tridentes, palas y puñetazos cayeron todos de una vez sobre su humanidad yacente. En un promontorio coronado por un gran roble improvisaron un cadalso y lo colgaron cabeza abajo, por así decirlo, ya que estaba prácticamente decapitado. Sus perros corrieron la misma suerte.
La turba bajó de la montaña con la sed de venganza finalmente saciada. El abate cruzó las manos por debajo del abdomen y dio el caso por cerrado.
Cuando Francesco Monterga se enteró de la noticia de la muerte de su colega español no pudo contener un llanto ahogado. No lo unía a él una estrecha amistad; no compartían un mismo criterio de la existencia, ni tampoco alguno acerca de la pintura. A sus discípulos no dejó de sorprenderles que guardara semejante piedad para con el asesino de su protegido, Pietro della Chiesa. Lejos de ver su espíritu confortado por la muerte de aquel que había segado la vida de su más leal alumno y arrancado de cuajo la ilusión de ver triunfar a quien estaba destinado a ser uno de los mejores pintores de Florencia, Francesco Monterga no podía disimular su amargura. Quizá para morigerar su tristeza, el maestro se impuso una tarea tan sistemática como inútil. Una mañana desempolvó el viejo boceto que meses atrás le encargara y luego rechazara Gilberto Guimaraes. Colocó la tabla en el caballete y se dispuso a concluir el retrato de Fátima, la esposa del naviero portugués. La misma obsesiva compulsión que, hasta pocos días atrás, ocupaba la mayor parte de su tiempo cuando se encerraba en la biblioteca, ahora había cambiado de objeto.
Como en los viejos tiempos, cuando pintar era una pasión urgente e impostergable, cuando preparar un lienzo o imprimar una tabla era el perentorio prólogo para entregarse, por fin, a la ensoñación de la paleta, ahora había vuelto a pintar con aquel mismo fervor juvenil. Hacía muchos años que el maestro Monterga veía en la pintura apenas una fuente de sustento. Los numerosos trabajos que había hecho por encargo de su avaro mecenas no eran más que banales caprichos decorativos que, por cierto, ni siquiera le aseguraban un pasar más o menos decoroso. Su nombre alguna vez había tenido el mismo brillo que el de aquellos cuyas pinturas enjoyaban los palacios de los Medicis; pero ahora, caído en el olvido, derrotado como pintor, como maestro y como digno discípulo de Cosimo da Verona, viendo improbable que el tiempo restante de vida le alcanzara para develar el secreto del
colorís in status purus
, volvía a aferrarse a la pintura como su única redención.
La renuncia a sus oficios por parte de Gilberto Guimaraes había sido una humillante ofensa. Se diría que, aprovechando su encargo, Monterga se había propuesto demostrar, aunque sólo fuera para sí mismo, que todavía era uno de los mejores pintores de Florencia. Pero ahora, aunque la tarea fuese en vano y el cuadro muriera en el olvido, estaba dispuesto a concluir el retrato de Fátima. Según le confesó a Hubert, nada habría de causarle más placer que alguna vez el azar quisiera que Gilberto Guimaraes viera terminada la pintura que osó despreciar. Entonces, ni aunque le suplicara de rodillas, ni aunque le ofreciera hasta la última de sus riquezas, habría de acceder a vendérsela.
Con las primeras luces del alba, cuando el sol era una tibia virtualidad tras las montañas, Francesco Monterga, con el ánimo súbitamente recuperado, comenzaba su tarea. Ataviado con un mandil de las épocas de estudiante y una gorra que databa de los tiempos en que todavía tenía pelo, pintaba alegre y apasionadamente. Parecía obsesionado por el rostro de Fátima; ni bien acababa de ultimar las agotadoras veladuras, antes de que secara el temple, deshacía el trabajo y volvía a comenzar. Podía pasarse horas contemplando el semblante de la portuguesa. En esas ocasiones se lo veía extasiado, y alguna vez los discípulos que le quedaban presenciaron cómo acariciaba las mejillas sonrosadas del retrato, como si hubiese perdido la razón. O como si un vínculo secreto lo uniera a Fátima.
Examinando la pintura y la expresión del maestro, Hubert van der Hans no pudo evitar que una idea escalofriante pasara por su blanca cabeza. Esa misma noche escribió una carta cuyo destinatario estaba en Brujas. No era la primera vez que esto ocurría; Francesco Monterga, sin que lo supiera su discípulo flamenco, había encontrado numerosas cartas ocultas entre las pertenencias de Hubert. Sabía exactamente los días en que su alumno flamenco se llegaba hasta el
Ufficio Postale
, con las cartas ocultas entre las ropas. Pero exultante como estaba desde que había retomado el viejo retrato, el maestro Monterga parecía ajeno a todo cuanto sucedía a su alrededor.
Como si el destino de ambos estuviera siendo escrito con la misma pluma, como si el azar o la fatalidad quisiera unirlos sin que ellos mismos lo supieran, en ese exacto momento Francesco Monterga y su acérrimo enemigo flamenco, Dirk van Mander, otra vez se batían a duelo. Aunque uno y otro lo ignoraran, ambos estaban pintando a la misma persona. El destino de ambos ahora tenía un solo nombre: Fátima.
Negro de Marfil
A la misma hora en que Francesco Monterga retocaba por enésima vez el rostro de Fátima, tan lejano como un recuerdo, Dirk van Mander, con un pincel de pelo de camello, difuminaba sobre la tela de su estudio el rubor de sus mejillas tan cercanas y esquivas. Habían pasado más de tres semanas desde la llegada de Fátima a Brujas. Según el plazo establecido, quedaban sólo tres días para terminar el retrato. Pese a los denodados esfuerzos de Dirk para convencer a su cliente de que el trabajo, en efecto, iba a quedar concluido en la fecha que habían acordado, Fátima no podía ver en la tabla algo diferente de un boceto. Por mucho que se deshiciera en explicaciones técnicas y le perjurara que el óleo que habría de emplear tenía la propiedad de fraguar en cuestión de minutos, la portuguesa tenía buenos motivos para dudar. De acuerdo con una breve esquela que hiciera llegar Gilberto Guimaraes desde Ostende, su salud mejoraba notablemente, aunque volvía a manifestar su indignación para con las autoridades del puerto, pues éstas insistían en su negativa a que pudiera desembarcar. Decía, además, que en tres días el barco debía levar anclas y emprender el regreso a Lisboa.
Dirk recibió la noticia con una mezcla de alegría y desazón. Se alegraba frente al anuncio de que Gilberto Guimaraes no habría de llegarse hasta Brujas, pero no podía más que lamentar que en tan poco tiempo tuviera que irse Fátima. Albergaba la esperanza de que el plazo se extendiera aunque fuese por unos pocos días más. Deliberadamente, estaba retrasando la conclusión de la pintura con el propósito de forzar una prórroga y, de ese modo, prolongar la estadía de la portuguesa. Sabía que con el preparado del
Oleum Pretiosum
, la pintura podía estar terminada en poco tiempo; pero Dirk se había propuesto un trabajo mucho más arduo y cuya materia era más difícil de dominar que el más venenoso de los pigmentos: el corazón de Fátima. Sabía que la consistencia espiritual de la joven portuguesa era de una sustancia semejante a la del
Oleum Pretiosum
: tan luminosa y cautivante, como oscura y misteriosa su secreta composición; tan firme en su carácter, y a la vez tan inasible como los aceites más preciosos.
La joven sencilla y amable, de sonrisa radiante y fresca, dueña de la simpleza de los campesinos, por momentos se transformaba en una mujer altiva, de expresión dura y amarga. La muchacha apasionada, la misma que buscaba furtivamente la boca de Dirk y le ofrecía un beso fugitivo, a veces tierno, a veces lascivo, sin que mediara motivo se convertía de pronto en un témpano de perfidia. Pero el corazón de Fátima era mucho más turbio aún de lo que podía percibir Dirk. El menor de los hermanos ni siquiera sospechaba que, en su ausencia, Fátima mantenía con Greg un romance oscuro, turbulento y por momentos salvaje. Para Dirk, Fátima era una tortuosa esperanza de amor ascético. Para Greg, en cambio, era una voluptuosa promesa carnal, una lujuriosa y mundanal urgencia. A Dirk le cerraba su corazón tan pronto como se lo abría. A Greg le ofrecía su cuerpo como una fruta jugosa y, en el momento del anhelado mordisco, la apartaba de la boca.
Durante los últimos días Greg pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en el único sitio reservado sólo para él y al que su hermano menor tenía vedado acceder. Los cuatro muros de aquel frío recinto ocultaban los elementos que componían la fórmula del
Oleum Pretiosum
. Tal era el celo que ponía Greg en mantener el secreto, sobre todo a los ojos de Dirk, que a nadie permitía la entrada en sus oscuros dominios. Con la sola excepción de Fátima. La joven portuguesa había logrado en pocos días lo que nadie durante años: que el propio pintor le franqueara el acceso. La primera vez que Fátima entró en el recinto creyó saber exactamente qué significaba ser ciego. Ni siquiera hubiese podido describir aquel sitio cerrado cuyas ventanas habían sido tapiadas, por la sencilla razón de que no entraba un ápice de luz desde el exterior y, desde luego, Greg no necesitaba iluminarse. No sólo que no había ni una mísera vela, sino que la condición que había puesto el viejo pintor para que la mujer pudiese ingresar era que se abstuviera de encender fuego. Un intenso perfume a pino contrastaba con la penumbra y el encierro.
A Fátima se le antojó que era un lugar grato y a la vez aterrador. En medio de la más cerrada oscuridad, tenía la impresión de estar perdida en un laberíntico bosque de pinos. Y, de no ser por la mano de Greg, que la conducía a cada paso, sin dudas hubiera sido incapaz de encontrar la salida por sí misma. Aquél era ahora el lugar de los encuentros furtivos. Como dos ciegos, a tientas y guiados por el mapa único de la forma de sus cuerpos, se recorrían mutuamente con sus manos, con la boca, con la lengua, con el pulpejo de los dedos. Enredados en aquella noche de una negrura infinita, se aferraban a la única certeza de las respiraciones agitadas, de las palabras entrecortadas dichas a media voz. En medio de aquel océano tenebroso en el cual no había arriba ni abajo, ni Oriente ni Occidente, Fátima se afianzaba a la sola certidumbre de la brújula firme y enhiesta que le ofrecía Greg. Siempre, la que llevaba el curso del timón era ella. Pero, invariablemente, cada vez que Greg se disponía a tomar el mando y llevar la travesía a buen puerto, cada vez que sus manos pretendían avanzar sobre el anhelado estuario, Fátima se incorporaba, se acomodaba las ropas y le suplicaba que la condujera hasta la salida.
—Todavía no —suspiraba Fátima, antes de perderse tras el vano de la puerta y emerger a la luz.
Solo en la profunda soledad de su ceguera. Solo en la inexpugnable soledad de las penumbras intramuros. Solo en la honda soledad de los carnales anhelos postergados, Greg van Mander, después de años, volvía a preparar la fórmula del
Oleum Pretiosum
. El viejo pintor ciego era, por así decirlo, la demostración palpable de que el color existía independientemente de la luz. En aquella negrura inconmensurable oliente a pinos, Greg, sin que nadie pudiera testificarlo, se movía sorteando muebles, vigas de madera que surcaban las bajas alturas del techo y los desniveles que complicaban la superficie del suelo. Iba y venía llevando y trayendo distintos frascos, moliendo pequeñas piedras en un mortero de bronce, mezclando aceites y resinas. Era una suerte de aquelarre íntimo e invisible. Trabajaba con la misma destreza y oficio con los que, veinte años atrás, cuando todavía veía, había hecho por primera vez el magistral preparado por encargo de Felipe III, cuando el noble francés le había encomendado la tarea de descubrir la fórmula de Jan van Eyck.
Todo el mundo supo que no solamente logró Greg van Mander reproducir las técnicas del gran maestro, sino que sus óleos resultaron aún superiores. Sin embargo, el propio ejecutor de la maravillosa receta apenas llegó a conocer su invención, el
Oleum Pretiosum
, ya que perdió la vista durante su preparación. Desde aquel entonces, Greg se había jurado no volver a elaborar el preciado óleo por elevadas que fuesen las fortunas que llegaran a ofrecerle. Así pues, su secreta actividad de aquellos días fue para Greg como retrotraerse a la juventud. La llegada de Fátima había provocado una verdadera alteración no sólo en el universo cotidiano del viejo pintor, sino también en su recóndito infierno amurallado.
En el iluminado taller del puente sobre la calle del Asno Ciego, otra tormenta pasional se avecinaba. Mientras Dirk ultimaba los detalles para dar la primera capa de la pintura que estaba preparando su hermano, Fátima, posando resplandeciente delante del ventanal, pudo escuchar las inesperadas palabras del joven pintor. Las oyó perfectamente, pero no estaba segura de haber entendido. Sin embargo, su cuerpo se conmovió en un temblor. Miró a Dirk con unos ojos llenos de azoramiento, como conminándolo a que repitiera sus palabras. Y sólo entonces pudo confirmar lo que había creído no entender.