El secreto de los flamencos (18 page)

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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto de los flamencos
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II

Y fue demasiado tarde.

La comisión ducal presidida por el prior se presentó en casa de Francesco Monterga. Giovanni Dinunzio, tembloroso y pálido, explicaba que, desde hacía dos días, no tenía noticias de su condiscípulo Hubert ni de su maestro. El prior apartó con el brazo a Giovanni, quien permanecía de pie, inmóvil en el vano de la puerta, y ordenó a los guardias que revisaran la casa. Un puñado de curiosos se apiñaba en la calle. Sin saber qué buscaban exactamente, los guardias abrían y cerraban cajones, revisaban alacenas, revolvían entre la infinidad de frascos deteniéndose en aquellos cuyo contenido era rojo, escrutaban las tablas, las telas y separaban todo aquello que consideraran relevante. Subían y bajaban la escalera, entraban en la biblioteca y trepaban al altillo. Giovanni, parado debajo del dintel, miraba por sobre su hombro con ojos incrédulos el gentío que se reunía en la puerta de la casa y, adentro, el pequeño ejército que acababa de invadir el taller. Si la desaparición de su maestro y la de su condiscípulo lo habían sumido en un miedo paralizante, la súbita y violenta irrupción de la guardia ducal lo llenó de pánico. De pronto tuvo delante de sí un grupo de hombres que no dejaba de interrogarlo; con gesto fiero y manos gesticulantes, con gritos y empujones, zarandeándolo de los brazos, le exigían una verdad que juraba no tener. Nada indicaba que el pintor y su discípulo se hubieran ausentado voluntariamente. Todas sus ropas estaban en la casa y no había indicios ni noticias que anunciaran un viaje. De nada parecían servir las vacilantes explicaciones de Giovanni, quien, con un gesto rayano en el llanto, le recordaba al prior que él mismo había sido quien le dio aviso de la desaparición.

En ese mismo momento un jinete que llegaba a todo galope obligó al grupo de curiosos que se amontonaba en la calle a dispersarse caóticamente. El caballo, bañado en un sudor fúlgido que denunciaba un viaje largo y urgente, se detuvo frente a la puerta de la casa. Con un salto ágil y perentorio el jinete, que vestía las mismas ropas que los miembros de la guardia ducal, se apeó y sin detenerse corrió y subió los escalones del pequeño atrio de la casa. El prior salió a su encuentro y allí, en el vestíbulo, recibió la trágica aunque predecible noticia.

Dos guardias tomaron por los brazos a Giovanni Dinunzio y lo condujeron hasta uno de los carruajes.

Siguiendo al jinete que acababa de llegar, en formación marcial, la caravana partió con rumbo a la
Porta Romana
y traspuso la muralla fortificada hacia las afueras de la ciudad. Giovanni Dinunzio, las manos sujetas por una cuerda que se enlazaba alrededor de su cuello de manera tal que cualquier intento de utilizar los brazos significaría su propio ahorcamiento, rompió en un llanto infantil.

III

Los habitantes de la villa perteneciente al
Castello Corsini
parecían condenados a no tener paz. Y tampoco el atribulado prior Severo Setimio quien tuvo que convencer al duque de que él nada había tenido que ver con la brutal ejecución del pintor español; al contrario, argumentó que hizo lo imposible por contener la furia de la turba. Como si la muerte fuera poco, ahora los aldeanos tenían que lidiar, además, con el peso de sus propias conciencias. Algunos días después del ajusticiamiento sumario de Juan Díaz de Zorrilla, cuando la sed de venganza se sació y así se calmaron un poco los ánimos, un nuevo y macabro hallazgo tuvo lugar en el bosque de la alquería. El remordimiento por la cruel injusticia se transformó en un miedo supersticioso. Igual que los de Pietro della Chiesa y del joven campesino, otro cuerpo desnudo, plagado de hematomas, degollado y con el rostro desfigurado, fue encontrado muy cerca del fatídico cobertizo de leña.

Los padres del muchacho desaparecido guardaban la dolorosa esperanza de reencontrarse con su hijo, aunque sólo fuera para darle cristiana sepultura. Corrieron desesperados al lugar fatídico. Sin embargo, el muerto era otro. La guardia ducal condujo a Giovanni Dinunzio hasta el árbol debajo de cuya sombra yacía el cadáver mutilado. No tuvo dudas; aquel cuerpo tendido cuan largo era, desprovisto de color y cuya cabellera, de tan rubia, parecía albina, pertenecía a su condiscípulo, Hubertvan der Hans. Al miedo y el desconcierto de Giovanni se sumó el horror. A diferencia de los anteriores asesinatos, éste parecía haber sido hecho con cierto apuro. No sólo porque esta vez el asesino no se había tomado el trabajo de ocultar el cuerpo, sino porque la crueldad con la que le había arrancado la piel del rostro denunciaba la brutal torpeza producto de la urgencia.

Y ahora, otra vez, llegaba el suplicio para Giovanni. Amarrado como un cordero, de rodillas a los pies del prior, uno de los guardias le preguntó qué había hecho con Francesco Monterga y con el joven cuyo cadáver permanecía desaparecido. Ante el silencio del aprendiz, el hombre tiraba de la soga consiguiendo no sólo oprimir la garganta sino, además, levantar las muñecas, atadas por detrás de la espalda, hasta la altura de los omóplatos. El prior Severo Setimio dirigía el tormento, y en sus ojos se revelaba la furia por su propia impericia, desviada ahora hacia su expiatorio prisionero. Era un dolor indecible cuya fuente parecía estar en los globos oculares, como si fueran a salirse de sus cuencas y reventar cual uvas. Desde los ojos ascendía hasta la frente, tal como si una corona de espinas le fuera a atravesar el cráneo, no desde la piel hacia el hueso, sino desde el interior de los sesos hacia afuera. Al mismo tiempo, la brutal presión sobre las muñecas le producía una quemazón en el pulpejo de los dedos al punto de dejar de sentirlos, como si se los hubieran cercenado.

El movimiento ascendente de los brazos más allá de lo que permitía el radio de las articulaciones hacía tronar los huesos con un sonido desgarrador, semejante al que hacen las ramas al quebrarse. Giovanni Dinunzio, al borde de la asfixia, intentaba hablar pero era en vano. Las venas del cuello a punto de estallar, morado como una ciruela, movía la boca, como lo hiciera un pescado atrapado en un red, sin poder pronunciar palabra. No lo consideró como una paradoja, de hecho ni siquiera podría decirse que en tales circunstancias gozara ya del don del razonamiento, pero de haber sido testigo de la escena y no protagonista, Giovanni se hubiera preguntado cómo alguien sería capaz de responder una pregunta al mismo tiempo que le impedían hablar. Y en esta paradoja residía la eficacia del tormento. Ninguna otra cosa deseaba más que le permitieran decir algo.

En el momento en que el pájaro de la muerte descendía hasta tocar con sus espolones el desfalleciente corazón de Giovanni, su verdugo disminuía la presión de la soga y permitía que tomara un poco de aire. Cuando veía que el joven, después de un acceso de toses y espasmos, se disponía a hablar, entonces, como en una pesadilla, volvía a tensar la cuerda y comenzaba, otra vez, el tormento. El prior repetía la pregunta al tiempo que el verdugo clausuraba la posibilidad de toda respuesta.

A diferencia de la ejecución sumaria de
Il Castigliano
, esta vez los pobladores de la villa permanecían en silencio y a una distancia equivalente a sus propios pruritos. No se escuchaban pedidos de venganza a voz en cuello, ni vociferadas imprecaciones. Al contrario, algunas mujeres, viendo al joven ahogándose en su propio silencio, no podían evitar un gesto de piedad. Ya había sido demasiada muerte. Y demasiada injusticia. El fantasma del pintor español malamente ajusticiado, Juan Díaz de Zorrilla, sobrevolaba la escena del tormento y clavaba sus ojos injustamente cegados en la remordida conciencia de cada uno de los pobladores.

El padre del muchacho desaparecido, el mismo que había pedido la muerte de
Il Castigliano
, avanzó tres pasos y, apoyado sobre el tridente a modo de cayado, le suplicó al prior Severo Setimio que dejara hablar al joven. El verdugo lo miró indignado, como si se opusiera a que le aconsejaran cómo hacer su trabajo, y descargó su furia apretando aún más el nudo de la soga. Viendo que, ahora sí, Giovanni se estaba muriendo, el prior ordenó que lo soltara. El guardia ducal resopló fastidiado y, con un empellón brutal, lo dejó caer haciendo que la cara del reo se hundiera en el barro. El campesino lo dio vuelta con el palo del tridente y cuando comprobó que todavía estaba vivo, le preguntó qué había hecho con su maestro. Giovanni se llenó los pulmones como si fuera la primera vez que respiraba, y se dispuso a hablar.

Nunca deseó tanto poder hablar.

IV

La última vez que Giovanni Dinunzio vio a Francesco Monterga fue la tarde en que presenció cómo el maestro salió corriendo tras Hubert van der Hans. Aunque luego de una o dos horas, antes de que cayera el sol, escuchó que se abría la puerta y distinguió el paso de Francesco subiendo la escalera. Giovanni permanecía en el taller preparando una tabla y, desde allí, oyó las pisadas, primero en la biblioteca y luego, sobre su cabeza, en el altillo. No llegó a verlo, pero creyó percibir que recorría la cocina y después volvía a bajar la escalera hacia la calle. Aseguró haber escuchado cómo se cerraba la puerta. Nunca más volvió a saber de él.

Lo que nunca supo Giovanni fue el descubrimiento que hiciera Francesco Monterga en el altillo. Luego del bochornoso episodio que protagonizara con su maestro en la biblioteca, aquel que accidentalmente presenciara Pietro della Chiesa antes de su muerte, Giovanni quedó sumido en una vergüenza de la que nunca se pudo liberar. De hecho, a partir de ese día se prometió no entrar jamás en ese recinto y evitar cualquier situación que lo enfrentara, a solas, con Francesco Monterga. Sin embargo, su ingobernable compulsión hacia los narcotizantes efluvios del aceite de adormideras lo obligaba a ceder a las repulsivas apetencias de su maestro. En esas ocasiones Francesco Monterga, luego de someterlo a prolongadas abstinencias que lo dejaban al borde de la desesperación, y sumergido en un mundo tenebroso hecho de temblores, sudores helados, insomnios interminables y pensamientos aciagos, le prometía el ansiado elixir a cambio, desde luego, de aquellos favores que había presenciado Pietro. Giovanni sentía una profunda repugnancia por su viejo maestro. Y muchas veces hubiese querido verlo muerto. Pero, para su propia desgracia, no podía evitar depender de su nefasta persona. O, más bien, de aquello que él le proveía.

Giovanni había llegado a sentir un sincero afecto por su condiscípulo, Pietro della Chiesa. Y no terminaba de comprender cómo aquel muchacho frágil, sensible y talentoso podía guardar un sentimiento de cariño filial hacia ese anciano despreciable. No se explicaba cómo no podía ver cuánta abominable miseria guardaba su sombrío corazón. Tuvo que comprobarlo con sus propios ojos el día que los descubrió en la biblioteca. Dios sabía cuánto lamentaba Giovanni la muerte del pequeño Pietro. Y cuando veía cómo Francesco Monterga derramaba sus histriónicas lágrimas de desconsuelo frente a los ojos de quien quisiera verlo, no podía entender cómo cabía tanta hipocresía en un solo cuerpo. Nadie más interesado que Francesco Monterga en que aquel episodio se mantuviera en silencio, más aún luego de los crecientes rumores que empezaban a escucharse en torno a sus inclinaciones. Giovanni no tenía dudas de que Francesco Monterga había matado a Pietro della Chiesa. Hubiera querido denunciarlo; sin embargo, su maestro lo tenía prisionero de su propia e irrefrenable necesidad. De modo que, a su pesar, decidió llamarse a un cobarde silencio. No quería enterarse de nada más. Resolvió cerrar los ojos, taparse los oídos y clausurar su boca. Aceptaba su triste destino con el único consuelo que significaba pintar. Si algo todavía lo mantenía aferrado al borde de la cornisa era la pasión por la pintura.

Por Hubert van der Hans no sentía más que una honda indiferencia. Recibía las ofensas del flamenco con estoica impasibilidad. Las veladas alusiones a su origen provinciano, al raso linaje de su familia y su mustio árbol genealógico lo tenían sin cuidado. No tenía nada de que avergonzarse. Pero no podía evitar una interna rebelión cada vez que veía con qué hirientes modos se dirigía el flamenco a Pietro della Chiesa. Escuchaba con cuánta impune malicia lo llamaba
la bambina
, aprovechándose de su frágil constitución y de su indefensa estatura. Cuántas veces había estado Giovanni a punto de tomar por el cuello a Hubert y sugerirle que tuviera la valentía de enfrentar a alguien de su tamaño. Pero sabía que sería mayor la humillación para el pequeño Pietro. Por otra parte, Giovanni no ignoraba la sospechosa curiosidad de Hubert por los recónditos meandros de la biblioteca. Veía cómo iba y venía a espaldas de Francesco Monterga y cómo se escabullía hacia el recinto cada vez que el maestro se distraía. Pero todo esto le era por completo indiferente. Nada le importaban ni la miserable existencia de Francesco Monterga ni las oscuras intrigas de Hubert. Lo único que quería Giovanni era pintar. Y que no le faltara aquello de lo cual no podía prescindir. E intentaba sobrellevar los amargos tragos de los favores que le exigía su maestro a cuenta de su infinita bondad.

Y a eso se limitaba su existencia.

El día en que desaparecieron Francesco Monterga y Hubert van der Hans, supo que estaba en problemas. Sabía que hacía falta un culpable y que el culpable estaba en el taller. De modo que, siendo él el único sobreviviente de la inexplicable tragedia, no quedaba otra alternativa. Cuando decidió dar aviso a la comisión ducal, tenía la certeza de estar cavando la fosa que habría de sepultarlo.

V

Lo que ignoraba Giovanni Dinunzio era el motivo que había llevado a Francesco Monterga a correr detrás de Hubert van der Hans. Sabía, sí, que la curiosidad que guardaba Hubert por la biblioteca era proporcional a la que tenía el maestro por las pertenencias de Hubert. Con el mismo furtivo empeño con el que el flamenco hurgaba entre los papeles, el viejo florentino revisaba los ordenados enseres de su discípulo.

Lo que Giovanni no supo jamás fue que ambos tenían sus razones. De hecho, cuando el maestro Monterga decidió aceptar como aprendiz a Hubert van der Hans fue por un doble motivo. El primero tenía el dulce sabor de la victoria sobre su enemigo. No pudo sustraerse a la enorme dicha de arrebatarle a Dirk van Mander su único alumno. El segundo motivo podía mensurarse en contante y sonante: el padre de Hubert le ofrecía una paga anual muy superior al magro dinero que recibía de manos de su benefactor, el duque de Volterra. Sin embargo, para su completa decepción, no tardó en descubrir que el destino no podía ser tan generoso con su desafortunada persona. Poco tiempo demoró en comprender que, en realidad, su nuevo discípulo era un oculto emisario de su enemigo, Dirk van Mander. La primera vez que lo vio merodeando en las cercanías de la biblioteca adivinó cuál era la razón de su llegada a la casa: el viejo manuscrito que le legara su maestro Cosimo, el tratado del Monje Eraclius, su atesorado
Diversarum Artium Schedula
.

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