Francesco Monterga respiró profundamente y prosiguió con la lectura de la carta. El maestro florentino sintió que el mundo se desmoronaba debajo de sus pies. La primera parte de la carta era la revelación de aquello que nunca había podido ver por estar, precisamente, frente a sus narices, y comprendió que el momento más esperado de su existencia había llegado tarde. Aquel instante de gloria que había anhelado la mayor parte de su vida se le había escapado por unos pocos minutos. Pero si por lo leído hasta ese momento no salía de su asombro, las líneas que seguían lo llenaron de pánico. Quizá todavía estuviera a tiempo, se dijo.
Fue entonces cuando corrió escaleras abajo con la esperanza de encontrar a Hubert antes de que enviara la carta.
Entre el gentío del mercado encontró a Hubert. Pero fue demasiado tarde. Ahora bien, si Francesco Monterga había perdido la carrera contra el reloj en las breves calles que lo separaban del
Ufficio Postale
, todavía podía llegar a Brujas antes que la carta. Sólo que aún le quedaba un trabajo por delante. Y lo hizo. Con apuro y cierta desprolijidad. Pero lo hizo.
El viaje fue largo y contrariado. Con la misma perseverante voluntad que gobierna a las brújulas, Francesco Monterga emprendió camino hacia el norte. Siempre hacia el norte. A pie, a lomo de muía, a caballo, por agua y por tierra, remontando ríos y montañas, siguiendo la ruta tortuosa y escarpada de los Alpes, con el férreo y obstinado empeño que mueve los salmones contra la corriente, el maestro florentino se propuso llegar a Brujas antes que la carta. De Florencia llegó a Bolonia y de Bolonia a Verona, donde se encontró con el muro de los Alpes. Cuando alcanzó el valle del Adige llegó hasta Innsbruck. En Estrasburgo alcanzó las anheladas márgenes del Rhin.
A bordo de un paquebote moroso y crujiente que parecía siempre a punto de encallar, una barcaza enclenque abarrotada de almas que huían de la ley o de la guerra, del hambre o de la injusticia o simplemente del tedio, Francesco Monterga avanzaba hacia el norte. Siempre hacia el norte. Si la carta seguía la ruta marítima que unía el collar de perlas que se iniciaba pasando antes por Génova y por Marsella, por Barcelona, Cartagena y desde allí, por la estrecha puerta de Gibraltar, alcanzar el Atlántico, si la nota debía acariciar el borde amable de Portugal, doblar la esquina recta de la Coruña y, rumbo al norte, alcanzar Normandía, y hacerse del Canal de la Mancha para, por fin, arribar a los Países Bajos, Francesco Monterga ganaba terreno a través de los valles interiores, las montañas y los ríos, siempre en línea recta. Siempre hacia el norte.
Acompañado de aquellos que hablaban el idioma del silencio o el de las armas, se contagió el dolor y la desesperanza, la fiebre y la épica, se curó y volvió a enfermarse. Contrajo fiebres de todos los colores conocidos y también de las otras. Tuvo que defender su honor a punta de cuchillo en compañía de ladrones y desterrados. Y descubrió que no era más ni menos que ellos. Lo hirieron y también él hundió el metal en la carne. Y por primera vez no se sintió un cobarde. Por primera vez mató con honra, dando la puñalada franca, cara a cara con su contendiente. Por primera vez no mataba a traición y por sorpresa. Por primera vez no asestaba el golpe artero en el centro de la candidez de un joven indefenso. Por primera vez no tenía que ocultar la marca de su autoría, ni desollar el rostro, ni derramar lágrimas de simulado dolor.
Y así Francesco Monterga llegó por fin a Brujas, limpiando con sangre la sangre que había en sus manos.
Coloris in Status Purus
El retrato de Fátima estaba concluido. Se hubiera dicho que la pintura estaba animada por el hálito de la vida. Tenía la misma luminosa vitalidad que irradiaba la portuguesa. Y la misma oscuridad que escondía su espíritu. Ese día expiraba el plazo estipulado por Gilberto Guimaraes. Y ese día terminaba, también, el tiempo para la respuesta que Dirk esperaba. Todavía estaban a tiempo de huir juntos. Fátima, sin embargo, no podía prestar atención a otra cosa que a su propio retrato. Se contemplaba en la superficie de la tabla como si anhelara
ser
aquella mujer y no la que
era
. Dirk, de pie frente al ventanal, mirando sin ver la Ciudad Muerta desde las breves alturas del pequeño puente de la calle del Asno Ciego, imploraba en silencio que ella pronunciara una respuesta antes de que cayera la tarde. Más temprano de lo que esperaba, escuchó los cascos de los caballos acercándose. Dirk vio, derrotado, cómo se aproximaba el carruaje que habría de conducir a Fátima al puerto de Ostende. Sin embargo, para avivar los rescoldos de sus últimas esperanzas, el menor de los Van Mander descubrió que el hombre que ahora se acercaba hasta su puerta no era el cochero, sino un mensajero. Con paso moroso, Dirk salió a su encuentro.
La mujer, desde lo alto, vio que le entregaba una carta. El pintor volvió a entrar al taller tamborileando el rollo lacrado sobre la palma de su mano. Fátima no tardó en comprender quién era el remitente. Sin demasiada impaciencia, Dirk se dispuso a quebrar el lacre. Entonces Fátima rompió el silencio. Aproximándose al pintor, a la vez que le tendía la mano, le confesó que no sabía si tendría la valentía suficiente para abandonarlo todo, dejar a su esposo y su casa de Lisboa. Dirk se conmovió, y de pronto su cara se vio iluminada. Fátima buscaba sus manos. El menor de los Van Mander dejó la carta sobre la tabla y estrechó a la mujer en un abrazo tan prolongado como contenido. Se aproximaba la hora. Tenían que pensar con claridad y urgencia. El modo en que Fátima se había entregado a sus brazos, laxa y dócil, como si estuviera liberándose de una opresión tan antigua como dolorosa, era la respuesta que Dirk estaba esperando. El pintor hubiera permanecido así por toda la eternidad. Pero ahora había que ser expeditivo. La separó lentamente de su pecho y, sin soltarle las manos, le dijo que iba a disponerlo todo para su huida. Le habló como si no se estuviese refiriendo a los próximos minutos sino al resto de su vida. Con la voz quebrada por la conmoción, le susurró que ahora mismo habría de preparar los caballos y todo lo necesario para el viaje, y que antes de que cayera la tarde estaría todo listo para la partida. Volvió a abrazarla y, entonces sí, cruzó la puerta rumbo a la calle.
Desde las alturas del ventanal la mujer vio cómo el pintor se alejaba calle abajo. Cuando lo perdió de vista, giró sobre sus talones y, presa de una urgencia impostergable, corrió hasta donde estaba la carta, la tomó entre sus manos y, con el pulso turbado, rompió el lacre.
La una por el largo pero sereno camino de los mares, y el otro por la más breve pero tortuosa ruta interior, ambos, la carta y Francesco Monterga, habían llegado a Brujas al mismo tiempo.
Fátima desplegó el rollo y vio ante sí, claro y transparente, el mapa del tesoro. El tiempo apremiaba. Sosteniendo la carta entre sus manos, al mismo tiempo que leía, iba siguiendo paso a paso las indicaciones, ahora póstumas, aunque ella no lo supiera, de Hubert. Atravesó el taller y corrió hasta el oscuro refugio de Greg. Entró al habitáculo sin anunciarse, tal como lo hacía cada vez que Dirk se ausentaba de la casa, allanando el camino de los encuentros furtivos con Greg. Pero los propósitos de Fátima en esta ocasión eran otros; de hecho, albergaba la esperanza de que el viejo pintor no estuviese en su íntima fortaleza de tinieblas. Sin embargo, cuando el mayor de los hermanos percibió el paso ligero de la portuguesa entrando en la sala, tuvo la equivocada certidumbre de que aquélla habría de ser la despedida, el más ansiado de los encuentros. Cuando Fátima vio que Greg se incorporaba y, a tientas, iba hacia ella, retrocedió un paso y pegó sus espaldas a la pared. Apretó la carta en su mano y, mientras el hombre avanzaba, se crispó como lo hiciera una gata acorralada, vislumbrando un camino de fuga entre Greg y la pared opuesta. Como fuere, tenía que sortear la voluminosa humanidad que se acercaba, y alcanzar la alta viga oblicua que indicaba la carta, aquella en cuya superficie estaba la talla de la Parca.
En el momento en que estaba por dar el primer paso, con la rapidez de un predador el viejo pintor se abalanzó sobre su persona. Forcejearon. Fátima intentaba con desesperación liberarse del acoso, pero Greg, con sus manos acromegálicas, tenía sujetas sus muñecas por detrás de la espalda. La mujer comprendió que gritar sólo podía empeorar las cosas. Intentaba defenderse utilizando las rodillas, la cabeza y los dientes. Pero cuanto más luchaba por liberarse, tanto más se complicaba y perdía fuerzas. Cada nuevo intento de Fátima le restaba aliento y quedaba a la entera merced del mayor de los Van Mander. A punto tal, que Greg consiguió sujetar las muñecas de la mujer con una sola mano y, con la diestra libre, comenzó a recorrer su cuerpo convulsionado de miedo y repulsión.
Lejos de resultarle una situación incómoda y dificultosa, Greg parecía propiciar el forcejeo como si su evidente superioridad le proporcionara un malicioso deleite. Con un ímpetu brutal, primero transitó los muslos de la mujer de abajo hacia arriba, a la vez que mordisqueaba su cuello surcado por las venas inflamadas. Fátima no pudo contener un alarido de espanto cuando sintió que la mano avanzaba, rauda y precisa, abriéndose paso por debajo de las faldas, hacia el centro de sus piernas. Entonces el grito de Fátima se hizo uno con el de Greg. El pintor había perdido el sentido de la vista y ahora pensaba que el del tacto también se le rebelaba. Cuando sus dedos buscaban la lisa geografía del pubis, se encontraron con una protuberancia inopinada. Fue un momento de incertidumbre que antecedió al horror. Y llegó el grito. Entonces Fátima, liberada de pronto de la mujer que había aprendido a ser, despojada a su pesar de su femenina condición, tomó fuerzas del hombre que ya no era y empujó a Greg, haciéndolo caer estrepitosamente. Enseguida tomó entre sus manos la pesada pala que descansaba contra la pared y entonces él, el que había sido Pietro della Chiesa, exhumado contra su propia voluntad, descargó un golpe seco y feroz en el rostro del viejo pintor. Viendo que Greg no se movía, se acomodó las faldas, se recompuso el pelo alisándolo con la palma de la mano y, sujetando todavía la pala, Fátima, ahora sí, decidió enterrar para siempre al pequeño Pietro.
Dirk caminaba con paso decidido hacia las caballerizas que estaban al otro lado del canal. En el puente sobre las aguas quietas, se cruzó con un hombre que caminaba en sentido opuesto. Las presurosas pisadas de ambos resonaron en las tablas contra el silencio de la ciudad muerta. Bajo otras circunstancias hubiesen cambiado una mirada de curiosidad. Pero Dirk, impulsado por la pendiente y la urgencia, ni siquiera reparó en el forastero que presentaba la apariencia de un mendigo. Uno y otro habían imaginado muchas veces cómo sería el rostro del enemigo. Y ahora, cuando finalmente tenían la oportunidad de verse cara a cara, Dirk van Mander y Francesco Monterga se cruzaron sin mirarse.
En la casa sobre el puente del Asno Ciego, Fátima, con la carta en la diestra, seguía las instrucciones que dedujera Hubert. Se levantó un poco las faldas y pasó por sobre el cuerpo horizontal de Greg. Buscó un candelero en el taller y lo encendió. Luego elevó la mirada hacia el techo y vio la viga oblicua en la cual se distinguía inciertamente la figura de la Parca. Intentó alcanzarla primero parada en puntas de pie y luego dando breves y empeñosos saltos. Pero estaba demasiada alta. Acercó una banqueta, se trepó y, una vez que pudo asirla, intentó moverla con todas sus fuerzas. Sin embargo, el grueso leño se mantenía inamovible. Entonces, abrazándose a la viga, se descolgó de la banqueta y por fin, bajo el propio peso de su cuerpo, la madera comenzó a ceder lentamente, moviéndose como una palanca. En ese momento Fátima escuchó el chirriante sonido de un mecanismo y pudo ver cómo a sus pies, en las tablas del piso, se abría un abismo cuadrado y negro. Se soltó de la viga y se asomó cautamente a aquel averno de tinieblas como si temiera que un demonio fuera a despuntar sus garras y llevársela con él. Acercó el candelero a la boca del sótano y vio una escalera vertical que parecía interminable.
Fue un descenso complicado; con una mano sostenía el candil y la carta y, con la otra, se sujetaba de los crujientes peldaños que iba dejando atrás. Cuando hizo pie en el fondo, iluminó el pasadizo que se abría frente a ella. Corría un viento frío cuyo origen era imposible determinar. Caminó abriéndose paso en la oscuridad hasta llegar a una puerta que parecía mucho más antigua que el resto de la casa. Un escalofrío corrió por su espalda. Se llenó los pulmones con aquel aire helado, se infundió ánimos y abrió la puerta. Se encontró en un recinto de piedra, pequeño, húmedo y frío. Una suerte de altar pagano se levantaba en el centro, confiriéndole a aquella fría cámara un sino extrañamente sacro. Sobre aquel raro relicario pétreo, un monolito despojado de todo ornamento, reposaba un cáliz de oro coronado por una pesada tapa cuya cúspide estaba rematada por la talla de un búho de ojos inmensos que parecían vigilar celosamente la entrada.
Fátima comprendió que estaba frente a aquello con lo que todo pintor alguna vez había soñado, aquello que algunos imaginaban como una fórmula y otros concebían como una imprecisa entelequia; el más preciado secreto, apenas una conjetura sin forma o una hipótesis impronunciable: el color en estado puro. Y ahora estaba ahí, al alcance de su mano. Fátima dejó caer la carta y se encaminó, encandilada, hacia el cáliz. Extendió el brazo y se dispuso a levantar la tapa. Nunca llegó a leer la prevención que Hubert había escrito al final de la nota.
Francesco Monterga, la barba crecida hasta el pecho, flaco como nunca había estado y con la mirada perdida en su propia angustia, corría sin rumbo cierto por las callejuelas de Brujas. Atravesó en diagonal la plaza del
Markty
se internó en el pequeño laberinto que se iniciaba tras la iglesia de la Santa Sangre. Como un perro que se guiara por el olfato, dobló una esquina y de pronto tuvo frente a sí el puente que cruzaba por sobre la calle del Asno Ciego, el mismo que describiera Hubert en la carta. Caminó hasta la delgada sombra que proyectaba el puente sobre el empedrado, miró hacia uno y otro lado intentando descifrar cuál de todas sería la puerta y, con más fortuna que cálculo, entró en la casa de los Van Manden Sin medir consecuencias, corrió escaleras arriba hasta alcanzar la pasadera que unía ambas calles. Como no viera a nadie ni escuchara nada que delatara la presencia de alguien, se internó en el taller con paso decidido. Se asomó a la cocina y, al otro lado, vio una puerta entornada. La empujó sutilmente y, sin abrirla por completo, escrutó la estrecha franja iluminada que tenía frente a él.