El secreto de los flamencos (17 page)

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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto de los flamencos
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—Pues me consta que lo conocéis. De hecho, él me ha hablado de vos. Fátima empalideció, el corazón le dio un vuelco en el pecho y sintió que el taller giraba en torno suyo.

—Pero qué frágil memoria —agregó Dirk desafiándola.

Una inexplicable expresión de pánico invadió el rostro de la mujer, que en la confusión no acertaba a pronunciar palabra.

Después de mantener un enigmático silencio, Dirk volvió al caballete, tomó la paleta y el pincel y mientras, finalmente, se decidía a ligar los colores, con un tono socarrón, murmuró:

—¿Florencia os dice algo?

Y cuanto más crecía la intriga, en la misma proporción, más espantada parecía Fátima, al punto de que, si le hubiesen respondido las piernas, se hubiera dicho que habría salido corriendo de la casa. Pero sólo atinó a preguntar tímidamente:

—¿Os ha hablado él de mí?

Dirk asintió con la cabeza y añadió:

—No imagináis siquiera cuánto me ha contado sobre vuestra persona.

Fátima sacudía la cabeza de izquierda a derecha, como si quisiera encontrar una explicación y, a la vez, como si estuviera intentando hallar las palabras más adecuadas para una defensa.

—Os conozco tanto… tanto —insistió Dirk.

El pintor hablaba oculto tras el caballete. Entretanto, Fátima, atrapada en un temblor irrefrenable, miró en derredor y, asegurándose de que Dirk no la viera, silenciosamente tomó de la repisa de la chimenea el filoso cuchillo que usaba Greg para separar la corteza de los leños.

Con el puño crispado, apretando el mango con una fuerza casi masculina, Fátima avanzó lentamente hacia el atril.

VI

La calle del Asno Ciego era un desierto. El sol acababa de ponerse en el medio de las cúpulas gemelas de la
Onze Lieve Vrouwekerk
, la iglesia de Nuestra Señora. Era la hora en que la luz bañaba los tejados ennegrecidos de la ciudad con unos reflejos dorados que, aunque por pocos minutos, le devolvían a Brujas parte de su antiguo esplendor. Era la hora en que debían sonar las campanas de la basílica de la Santa Sangre, condenadas desde hacía años al silencio. A esa misma hora, una gruesa gota roja resbalaba, descendente, por la piel de Dirk van Mander, siguiendo el curso de las venas y los accidentes del cuello. Una gota sanguínea que se bifurcaba buscando el cauce de los tendones inflamados e intentaba abrirse paso a través del selvático vello del pecho del pintor. Fátima empuñaba el cuchillo en la diestra y veía, en el reflejo de la hoja, la huella roja cuya fuente era la boca apretada de Dirk. Más precisamente, la comisura de los labios. Era una gota de un rojo tan vivo que recordaba la fatídica marca que deja la muerte. El menor de los hermanos sintió cómo caía el leve goteo sobre la piel, y se llevó la mano al cuello. Entonces pudo comprobar que del pincel que sostenía entre los dientes mientras preparaba la mezcla, estaban cayendo unas pocas gotas de pintura, malgastando el valioso
Oleum Pretiosum
. Como si aquel derramamiento de rojo cárdeno fuera una suerte de vaticinio, Fátima seguía avanzando sigilosamente hacia el caballete.

Mientras se limpiaba el rastro del óleo, y sin verla todavía, Dirk retomó la palabra para refrescar la memoria de la mujer. Del otro lado de la tabla, ajeno a los propósitos de la portuguesa, le recordó que Hubert van der Hans, el firmante de la carta, era un joven discípulo suyo que, desde hacía algún tiempo, estaba cumpliendo una «misión» – ése fue el término que empleó – en Florencia, más precisamente en el taller de Francesco Monterga. Fue ahí donde se habían conocido, le recordó a Fátima. Hubert le escribió diciéndole que una bella mujer portuguesa había llegado a Florencia para retratarse con el maestro Monterga, que la dama había permanecido unos pocos días en la ciudad y, disconforme con el progreso del retrato, había decidido prescindir de los servicios del viejo pintor.

Cuando escuchó estas palabras, Fátima, que ya había levantado el brazo con el indudable propósito de descargarlo sobre su interlocutor, de pronto respiró aliviada, dejó caer lánguidamente la mano con la que sostenía el cuchillo y, tan silenciosamente como había llegado hasta el caballete, desandó sus pasos y volvió a sentarse sobre el taburete.

—Ahora lo recuerdo —dijo sonriente Fátima e, intentando convocar la imagen a su memoria, agregó—:

Un joven muy rubio, alto y algo desgarbado, sí… —musitó como para sí, entrecerrando los ojos.

Dirk asintió animado.

No sin cierto asombro, como si le costara terminar de entender, Fátima le dijo a Dirk que ella había pensado que Hubert era discípulo del maestro Francesco Monterga. Dirk rió con ganas. Picada por la curiosidad y el desconcierto, la mujer le preguntó al pintor si se podía saber cuál era la «misión» de Hubert en Florencia. Ahora fue el pintor quien se puso en pie, caminó hasta la habitación en la cual estaba descansando su hermano, se aseguró que estuviera dormido, dio media vuelta, regresó al taller, y cerró la puerta. Fátima se dispuso a escuchar una inesperada confidencia. Antes prometió guardar el secreto.

Dirk van Mander hablaba en un susurro. Le mostró a la mujer la paleta que sostenía en la diestra y le explicó que desconocía cuál era la razón que había tenido Greg para jurarse a sí mismo que nunca volvería a preparar el
Oleum Pretiosum
; desde hacía años se preguntaba por qué su hermano había resignado la gloria, riquezas y un lugar a la diestra de Felipe III. Y no sólo se resistió a la protección de la Casa Borgoña. Había recibido ofertas inconmensurables, riquezas y promesas de poder de otros poderosos señores. El mismísimo Santo Padre le había hecho llegar un mensajero ofreciéndole la regencia de los artistas del Vaticano a cambio, no ya de la fórmula, sino de la ejecución de un pequeño mural en la Santa Sede pintado con el óleo milagroso. Pero Greg se obstinaba en su negativa. Dirk le decía a Fátima que lo que nunca habría de perdonarle a su hermano era el miserable hecho de negarle su confianza. No se explicaba cómo no había sido capaz de confiarle a él, sangre de su sangre, el secreto de la fórmula. Se quejó amargamente de que lo había condenado a ser su lazarillo, su mero brazo ejecutor.

Él apenas si sabía que la fórmula no era una invención de Greg, sino que la había copiado de cierto manuscrito, probablemente de un antiguo códice del monje Eraclius que alguna vez estuvo en poder de Cosimo da Verona, el que fuera gran pintor y maestro de Francesco Monterga. Y Dirk tenía buenos motivos para sospechar que el manuscrito ahora estaba en manos del maestro florentino. Hubert van der Hans, el joven que ella había conocido en el taller de Florencia, era su último y más talentoso discípulo. Quiso el azar que el padre del muchacho, un próspero comerciante, se viera obligado a establecerse en Florencia con su familia. Fue al enterarse de esta circunstancia cuando se le ocurrió la idea: aprovechar la partida de Hubert para que éste se presentase ante el maestro Monterga y solicitara ser aceptado en su taller como discípulo. Era una jugada riesgosa, ya que existía una antigua enemistad entre él, Dirk, y el viejo maestro florentino. Tal vez Francesco Monterga se negara a acoger en su casa a quien había sido aprendiz de su más acérrimo contrincante. Aunque, tal vez, a causa de esta misma rivalidad, se aviniera a tomar a Hubert como un trofeo arrebatado al adversario. Y así fue.

Dirk le confesó a Fátima que el joven Hubert, con quien mantenía una secreta y fluida correspondencia, había conseguido penetrar la entraña misma del enemigo. Dirk iba a seguir con su relato, pero de pronto cayó en la cuenta de que estaba hablando más de lo que debía. En realidad, la inesperada confesión del menor de los Van Mander parecía esconder una segunda intención. Quizá, abriendo su corazón ante Fátima, sólo pretendía ablandar un poco el de ella.

La mujer se quedó callada, como si estuviera esperando la conclusión del nuevo soliloquio del pintor. Ante su cerrado silencio sólo atinó a preguntar:

—¿Por qué ir a buscar tan lejos, a Florencia, un secreto que se oculta tan cerca, en esta misma casa?

Dirk movió la cabeza de izquierda a derecha y contestó:

—Porque le he jurado a mi hermano jamás entrar en sus negros aposentos.

Fátima no podía creer estar escuchando una respuesta tan pueril y sencilla. Y adivinó que mentía. Podía imaginar, sin equivocarse, cuántas veces se habría deslizado subrepticiamente Dirk al recinto de su hermano; podía verlo, revolviendo aquí y allá, buscando una y otra vez, sin fortuna, el secreto que guardaba Greg. Entonces no pudo evitar la réplica que se imponía:

—¿Acaso Greg no acaba de romper su propio juramento al volver a preparar la fórmula?

Dirk suspiró hondamente y se tomó la cara entre las manos. Entonces Fátima fue todavía más allá:

—¿Acaso vos mismo no habéis colaborado con la falta de Greg al aceptar ejecutar con vuestras propias manos el quebranto del juramento?

Dirk vaciló un instante, buscó las palabras más adecuadas, y finalmente dijo:

—Si un crimen he cometido, ha sido el de pretender reunir en una las dos cosas en las que se debate mi corazón: la pintura más anhelada y la mujer que amo, tal vez a mi pesar.

Antes de que el
Oleum Pretiosum
empezara a fraguar sobre la paleta, Dirk regresó al atril y se dispuso a plasmar en la tabla lo que acababa de confesar.

Todavía esperaba una respuesta de Fátima.

Parte 7

Siena Natural

I

El retrato de Fátima estaba casi terminado. Francesco Monterga se alejó unos pasos del atril y consideró la pintura a la distancia. Estaba íntimamente satisfecho. Pensó en la cara que pondría su enemigo, Dirk van Mander, crispada por la envidia, si tuviera la oportunidad de ver la tabla concluida. Pero no llegó a imaginar la expresión de ese rostro ya que, en realidad, el pintor florentino y el flamenco, por curioso que pudiera resultar, jamás se habían visto. Su larga rivalidad siempre había estado mediada por una suerte de cadena cuyos eslabones, por un motivo u otro, terminaban siendo los objetos en disputa. Tal había sido el más reciente caso de Fátima y el de Hubert. Francesco Monterga caminaba de un lado a otro de la habitación considerando el retrato desde todos los ángulos posibles. Sin ninguna modestia pensó para sí: «Perfecto». Y no se equivocaba. En efecto, tal vez fuera una de sus mejores obras. Y la más inútil. No habría de representarle una sola moneda. Sin embargo, pocas veces se sintió tan reconfortado en su espíritu. Descubrió que el resentimiento era un acicate mucho más poderoso que el más alentador de los halagos. Había pintado desde el más profundo de los odios, desde el más amargo de los fracasos. Y el resultado había sido asombrosamente bello.

Así como para hacer el más delicioso de los vinos era menester la putrefacción de las uvas, así como el repugnante gusano producía la más preciada de las sedas, así, con los elementos más ruines de su espíritu, el maestro Monterga había conseguido la que fuera, quizá, su obra más excelsa. Cualquier entendido hubiese jurado que era una pintura hecha al óleo. Sin embargo, no había en ella una sola gota de aceite. Así lo testimoniaban las cáscaras de huevo diseminadas aquí y allá. Y las moscas. Era un temple de una textura perfecta. Podía examinarse la tabla con una lupa y ni así encontrar el rastro de una pincelada. La superficie era tan limpia y pareja como la de un cristal o un remanso de agua quieta. Los colores eran tan brillantes como los dejan van Eyck, el rostro de Fátima parecía salido del pincel del Giotto, y los escorzos y las perspectivas podían haber sido pergeñados por la matemática invención de Brunelleschi o de Masaccio. Francesco Monterga se llenó los pulmones con el aire hecho de su propio orgullo y pensó que aquella pequeña tabla podría tener un lugar en el incierto inventario de la posteridad. Entonces, envuelto en su mandil manchado de yema de huevo, la cabeza cubierta por una gorra raída, tomó la tabla del caballete, comprobó que se hubiera secado su superficie, la contempló largamente, giró sobre sus talones y la arrojó al fuego. El rostro de Francesco Monterga, iluminado por las llamas avivadas con la madera, tenía la expresión serena de quien celebra un triunfo. Estaba tratando de imaginar el rostro de Dirk van Mander descompuesto por la envidia.

Quien también parecía estar festejando una silenciosa victoria era Hubert van der Hans. Aprovechando el encierro de su maestro en el taller, había pasado la mayor parte del día en la biblioteca. Hasta que, concluidas por parte de ambos sendas tareas realizadas a espaldas del otro, los dos coincidieron en la escalera. No se dirigieron la palabra ni se miraron a los ojos, pero tanto el uno como el otro tenían el rostro iluminado por una euforia íntima, por un grato cansancio. Antes de perderse más allá del vano de la puerta, Hubert le anunció al maestro que iba a salir y le preguntó si necesitaba alguna cosa del mercado. Francesco Monterga negó con la cabeza y siguió su camino. De pronto lo asaltó una duda; una espina dura, filosa como un mal presagio, se instaló en su espíritu. Presuroso, bajó la escalera y se asomó al otro lado de la puerta. Cuando comprobó que su discípulo, con paso alegre, se alejaba camino al mercado, volvió a subir la escalera tan rápido como se lo permitía su edad, y siguió camino hacia la biblioteca. La puerta estaba sin llave. Entró y fue directo hacia el cajón donde guardaba el manuscrito. Lo puso sobre la mesa y buscó la diminuta llave del candado que aseguraba las tapas. Quiso abrirlo pero, producto del nerviosismo, las manos le temblaban a punto de no acertar la breve cerradura. Entonces, sin quererlo, tiró del arete y pudo comprobar que el candado había sido violado y ahora se abría sin necesidad de la llave. Recorrió rápidamente las páginas del antiguo códice y después, animado por la misma frenética inercia, salió de la biblioteca rumbo al pequeño altillo bajo el tejado. Allí estaban las pertenencias de Hubert.

Cuando se acostumbró un poco a la oscuridad del cubículo, buscó con el extremo de los dedos debajo de una de las tablas rotas del piso, hasta que tanteó una superficie de cuero. Levantó la tabla floja y extrajo una alforja gastada. En su interior había un fajo de cartas y un cuaderno. Acercando las hojas al pequeño ventanuco, separó la carta de fecha más reciente y, con su precario conocimiento del alemán y el francés, dedujo dificultosamente el texto flamenco.

Francesco Monterga empalideció de terror. Salió del altillo y bajó la escalera en busca de su discípulo.

Temía que ya fuera tarde.

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