El secreto de los flamencos (8 page)

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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto de los flamencos
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En rigor, lo que le provocaba un verdadero fastidio era la ruptura del orden con el que, paciente y sistemáticamente, había logrado construir su pequeño cosmos. Su casa se había convertido en su universo. A pesar de la ceguera, Greg podía desplazarse por toda ella sin ninguna dificultad; conocía cada rincón de su breve mundo con una calculada exactitud. Todo estaba dispuesto de tal forma que podía extender su brazo y tomar lo que quisiera sin posibilidad de equivocarse. Además de su condición natural para preparar las mezclas de los colores con una minuciosidad extrema, conocía el orden en que estaban dispuestos todos y cada uno de los frascos que guardaban los pigmentos, y podía descifrar el contenido al tacto según su consistencia; precipitaba los solventes, los aceites, los emolientes y los secantes sobre los distintos polvos en su proporción exacta y los reconocía sin vacilar solamente con el olfato.

Por otra parte, se encargaba de casi todas las tareas de la casa. Por la mañana removía los rescoldos de las brasas, seleccionaba la leña, encendía el fuego del hogar y el de la escalfeta de la cocina; preparaba el almuerzo y la cena. No había nada que escapara a su escrupuloso control. Hasta los eventuales desórdenes que provocaba su hermano estaban dentro de sus cálculos. Todo se movía de acuerdo con un orden semejante al que rige el movimiento de las estrellas. Por esa razón cualquier visita constituía un estorbo en su metódico universo. Era un nuevo volumen desplazándose dentro de su espacio, un cuerpo extraño e impredecible que podía llegar a causar un cataclismo. Además, Greg no toleraba la idea de que la mirada de un desconocido estuviera acechándolo desde las tinieblas. Pero, en sus fueros más recónditos, sabía que lo que realmente lo atormentaba no era otra cosa que el pudor. Odiaba la idea de que alguien pudiera conmiserarse de su condición.

Casi no recordaba cuál era su propio aspecto. Podía saber qué apariencia tenía su barba; de hecho se la recortaba escrupulosamente todos los días. Podía imaginar el largo del pelo, que siempre conservaba a la altura de los hombros. Con el sensible tacto del pulpejo de los dedos, contabilizaba cada nueva arruga que, día tras día, iba apareciendo en su rostro. Pero no conseguía hacerse una imagen general de su persona. Apenas recordaba vagamente cómo era su aspecto el día en que había perdido la vista. Sentía una enorme vergüenza de exponerse a los ojos de un extraño. Y más aún si se trataba de una mujer. Hacía realmente mucho tiempo que no respiraba el grato perfume femenino.

Tal era la naturalidad con la que se movía Greg, que se diría que Fátima no se había percatado de que era ciego hasta que lo tuvo frente a sí, cuando el maestro le sirvió una bebida amarillenta, algo turbia y espumosa. Sólo entonces la joven alcanzó a ver el mórbido iris muerto tras los párpados. Poseía un color de una extraña belleza, un azul turquesa velado por una cortina acuosa y pálida. Sin embargo, no presentaba la sombría materialidad de los cuerpos que han perdido la vida, sino la cautivante apariencia de las piedras preciosas.

Si para Greg la inesperada presencia de Fátima representó una señal poco menos que funesta, para Dirk, en cambio, aquella visita fue una suerte de bendición. El menor de los Van Mander era un hombre todavía joven y jamás había podido acostumbrarse a la melancólica ciudad devastada por el olvido. Todavía tenía fresco el recuerdo de Brujas en la época de su infancia, cuando llegaban legiones de viajeros y comerciantes. En aquel entonces la ciudad bullía bajo los pies de los caminantes que iban de aquí para allá, perdiéndose entre las callejuelas, entrando y saliendo de las tabernas, chocándose en la plaza del
Markt
, congregándose a centenares para la procesión de la Santa Sangre, emborrachándose y cantando abrazados mientras cruzaban el puente del canal. Los barcos traían hombres, mujeres e intrigas. Cada nave que llegaba venía cargada de vientos de aventuras y levaba anclas dejando una tempestad de tragedias pasionales. Todos los días se veían caras nuevas, se oía hablar lenguas indescifrables y proliferaban los atavíos exóticos. Cada día se presentaba como una promesa.

En cambio, ahora, la existencia no era sino un sopor repetido, opresivo y previsible. Y mientras veía a aquella mujer joven y sonriente, Dirk podía comprobar cómo su corazón latía con una resolución grata y a la vez perturbadora. Descubrió que se sentía profundamente feliz. Escuchaba maravillado la voz dulce y algo grave de Fátima, las graciosas vacilaciones y las frases ininteligibles en las que se enredaba intentando hacerse entender. Y todo lo concluía con una sonrisa sutil y una ocurrencia llena de gracia burlándose de sí misma. Tenía la frescura de las campesinas y a la vez la elegancia espiritual de quien ha recorrido el mundo. Dirk hacía esfuerzos denodados para fijar sus ojos en los de ella, pero una mezcla de timidez y turbación lo obligaba a bajar la mirada.

A medida que pasaban los minutos se acercaba el momento del veredicto. Dirk observaba de soslayo a su hermano y, viendo su gesto severo e imperturbable, empezaba a temer lo peor. Sabía que la última palabra la tenía Greg. No existía posibilidad material de que fuera de otro modo. Fátima se bebió el último sorbo de aquella bebida ambarina y algo amarga, y, ante la evidente extrañeza de la mujer, Dirk le explicó que se hacía combinando lúpulo con cebada.

Sin abandonar la sonrisa pero con un dejo de gravedad, Fátima les hizo saber a sus anfitriones que se sentía profundamente avergonzada por haber llegado de forma imprevista, pero les explicó que el giro inesperado de los acontecimientos al enfermarse su esposo, había precipitado las cosas. Les dijo que no habría de ofenderse en absoluto si declinaban la propuesta de su marido, y añadió que el solo hecho de haber tenido el privilegio de conocer a los mayores pintores de Flandes había justificado el viaje, aunque tuviera que regresar a Ostende al día siguiente. Suplicó que no se vieran en la obligación de responder en ese mismo momento, les dijo que ella habría de pasar la noche en Cranenburg, que lo consideraran serenamente durante la velada, y que por la mañana ella volvería para conocer la decisión. Greg asintió en silencio prestando acuerdo a la última moción de la mujer. Entonces Fátima se puso de pie y Dirk pudo ver la grácil figura recortada contra el ventanal a través del cual entraban las últimas luces del día.

El menor de los Van Mander acompañó a la visitante hasta la calle, donde la esperaba el cochero dormitando en el pescante. Dirk saludó por última vez a Fátima, le extendió la diestra para ayudarla a subir y creyó sentir en la palma tibia de la mujer un levísimo temblor que revelaba, quizá, una inquietud idéntica a la suya.

De pie sobre el empedrado, el pintor vio cómo el carruaje se perdía en la penumbra, más allá de la calle del Asno Ciego. Acababa de anochecer; y sin embargo, Dirk van Mander ya anhelaba que llegara el nuevo día.

Parte 3

Amarillo de Nápoles

I

Era noche cerrada en Florencia. Una luna gigantesca, redonda y amarillenta flotaba temblorosa en las aguas del Arno. El aire quieto y cargado de humedad creaba pequeños círculos iridiscentes alrededor de los hachones encendidos. El empedrado de las calles cercanas al río brillaba como si acabara de llover. Los pocos transeúntes caminaban cerca de la pared con paso lento y cauteloso por temor a resbalarse. El silencio aletargado de la ciudad era un albur incierto, una suerte de acechanza que nadie podía precisar. En rigor, cualquier cosa podía ser una señal de la presencia inminente de la emboscada del enemigo; si el río crecía súbitamente o si, al contrario, bajaba hasta convertirse en un reptil escuálido, si había luna llena en cielo despejado o luna nueva tras los nubarrones, si no llovía durante semanas o se divisaba una tormenta en ciernes, si el aire estaba quieto o soplaba un viento furioso, si las vides crecían impetuosas o estaban mustias y otoñadas, si los perros aullaban inquietos o se recostaban de espaldas, si las aves volaban en bandadas o un pájaro solitario surcaba el cielo, si el agua se arremolinaba en el sentido de las agujas del reloj o en el contrario, todo podía indicar un peligro en curso o el desenlace inminente de una tragedia. En consecuencia, todo estaba trazado de acuerdo a las reglas para la defensa ante el ataque sorpresivo del enemigo.

Las ciudades estaban construidas bajo las normas de la suspicacia. Había murallas inconmensurables alrededor de los poblados; torres y atalayas competían en altura para divisar la lejana presencia de los potenciales invasores; puentes levadizos, fosos infestados de alimañas, falsos portones, vergeles que escondían catapultas, callejuelas tortuosas para encerrar al intruso. Y, de puertas adentro, la lógica era la misma: los castillos estaban sembrados de emboscadas, de máquinas que escondían complejos mecanismos de relojería, habitaciones separadas del exterior por ventanas tan estrechas como el ojo de una aguja y del interior por puertas dobles reforzadas con rejas, cerrojos ocultos y candados que tenían que ser desplazados por muías, pasadizos secretos y túneles subterráneos.

El botín podía ser el ducado, el reino, la pequeña villa o la ciudad. Pero también los tesoros ocultos tras los muros. O las mujeres. Damas de compañía, centinelas, votos de virginidad o, llegado el caso, el más expeditivo cinturón de castidad, cualquier cosa era buena para preservar a la esposa o a la hija. Las bibliotecas eran fortificaciones interiores, los libros verdaderos permanecían ocultos tras los lomos de los falsos, que no podían ser abiertos sino después de franquear un pequeño candado que aseguraba las tapas. Y el enemigo podía ser cualquiera: el pueblo vecino o el que venía desde el otro lado del mar, el hermano del príncipe o el hijo del rey, el consejero del duque o el ministro, el cardenal que hablaba al oído del Papa o el propio Sumo Pontífice, el leal discípulo o el abnegado maestro, todos podían ser objeto de la conspiración o ejecutores de la traición.

Y ése era, exactamente, el aire que se respiraba en el taller del maestro Monterga desde la muerte de Pietro della Chiesa.

II

Nada fue igual desde el día en que encontraron el joven cuerpo mutilado de Pietro della Chiesa en aquel cobertizo de leña abandonado en las cercanías del
Castello Corsini
. Francesco Monterga y sus dos discípulos, Hubert van der Hans y Giovanni Dinunzio, se habían convertido en tres almas en pena. Durante los últimos días el maestro se veía intranquilo; si llamaban a la puerta, no podía evitar alarmarse, como si temiera una noticia fatídica. Ante cualquier ruido imprevisto se sobresaltaba dando un respingo, como lo hiciera un gato. Las inesperadas y fastidiosas visitas del prior Severo Setimio lo alteraban al punto de no poder disimular su incomodidad. Una y otra vez le había relatado al antiguo inspector arzobispal las circunstancias de la desaparición de Pietro. Con estoica paciencia, aunque sin ocultar cierta pendiente inquietud, permitía que los hombres de la guardia ducal revisaran su casa. Los interrogatorios y requisas solían extenderse durante horas y, cuando finalmente se retiraban, Francesco Monterga caía exhausto.

Con una frecuencia irritante, el maestro caminaba hasta la biblioteca, comprobaba que todo estuviese en su lugar y volvía a salir, no sin antes verificar que la puerta quedara bien cerrada. Cuando se proponía concentrarse en una tarea, inmediatamente se extraviaba en un abstraído letargo; y así, con una expresión congelada, la mirada fija en un punto incierto, perdido en sus propias y secretas cavilaciones, podía quedarse durante horas enteras, sosteniendo inútilmente un pincel entre los dedos. Si casualmente se cruzaba con Giovanni Dinunzio en la angosta escalera que comunicaba la calle con el taller, ambos bajaban la vista con una suerte de vergüenza culposa, cediéndose el paso mutuamente hasta el ridículo, para evitar el más mínimo roce. Apenas si se atrevían a dirigirse la palabra. Por las noches, Francesco Monterga se encerraba en la biblioteca y no salía hasta el alba. Tenía los ojos irritados y unas gruesas bolsas repletas de sueño atrasado le habían brotado bajo los párpados.

Hubert van der Hans, por su parte, se mostraba completamente ajeno a los acontecimientos. Sin embargo, una exageración casi teatral en su indiferencia revelaba, ciertamente, una profunda preocupación que él disfrazaba de desidia. Desde el alba hasta el anochecer trabajaba sin pausa; mientras esperaba que secara el temple de una tabla, preparaba la destilación de los pigmentos de zinc, y durante el tiempo que demandaba la cocción que separaba las impurezas bajo el fuego del caldero, iniciaba el boceto a carbón de una nueva tabla. Cuando secaba el temple, volvía para aplicar la segunda capa y, una vez hecho esto, corría a sacar el preparado del fuego antes de que el líquido acabara pegado al fondo de la marmita.

Con su figura, que de tan pálida se diría transparente, daba unos trancos largos y desgarbados, semejantes a los de un ave zancuda, yendo de aquí para allá, siempre enajenado en sus múltiples faenas. Sin embargo, semejante desenfreno también parecía querer disimular otro hecho: tantas veces como Francesco Monterga iba y venía a la biblioteca para comprobar que la puerta estuviese cerrada, el discípulo flamenco esperaba a que el maestro se alejara y, cuando nadie lo veía, se deslizaba subrepticiamente por el estrecho corredor y movía el picaporte una y otra vez con la evidente esperanza de que la puerta hubiera quedado abierta. Si percibía algún ruido, volvía con su paso luengo y, como si nada hubiese ocurrido, retomaba sus frenéticas tareas.

En el ángulo más oscuro del taller, junto a una decena de tablas inconclusas y pinturas fallidas que esperaban ser repintadas, se podía ver, en primer lugar, el retrato sin terminar de una joven dama. Por alguna extraña razón nadie atinaba a volver a pintar sobre la superficie de aquella tabla abandonada. No era más que un boceto dibujado a carbón y coloreado con unas pocas capas aún tentativas.

A pesar de que ni siquiera se distinguían demasiado los rasgos, era una pintura de una inquietante belleza. Fátima aparecía de pie en el centro de un cuarto cuyas proporciones eran, evidentemente, las del taller. Sin embargo, ni el mobiliario ni los objetos que decoraban la escena se correspondían con el lugar de trabajo de Francesco Monterga. El boceto había sido hecho, en efecto, en el taller del maestro, pero, a pedido de Gilberto Guimaraes, el recinto debía parecer el dormitorio del matrimonio. El punto de vista del observador no estaba situado en el centro, sino levemente desplazado hacia la izquierda de la tabla. Sobre la pared del fondo se destacaba el marco de un espejo oval que, a pesar de la precariedad del boceto, reflejaba una figura borrosa que bien podía ser la de Gilberto Guimaraes. La luz provenía de una ventana emplazada en la pared de la derecha, cuyas hojas aparecían entornadas. En el alféizar había unas diminutas flores amarillas. Debajo del espejo se veía un escabel sobre el cual, como al descuido, había quedado una cesta repleta de frutas. Contra la pared de la izquierda se veía parte de la cama, cuyo capitel se alzaba hasta las alturas del techo y del cual pendía una cortina de color purpúreo. Fátima llevaba puesto un vestido de terciopelo verde cuya larga falda se desplegaba sobre un piso de largueros de roble formando cuadros, idéntico al del taller. En las manos sostenía lo que parecía ser un rosario. El peinado de Fátima estaba rematado en un solo chapirón cónico, truncado en el extremo y cubierto por un tul transparente que le caía hasta los hombros, erguidos y vigorosos. El escote del vestido se consumaba en una orla de piel, al igual que las mangas. El busto quedaba ceñido por un lazo que, paradójicamente, lo realzaba a la vez que lo comprimía. El boceto parecía ejercer en todos una suerte de extrañeza difícil de explicar.

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