El secreto de los Assassini (30 page)

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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Aventuras, Histórico, #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El secreto de los Assassini
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—Entonces, si quisieran hacer un ceremonial, ¿serviría perfectamente para congregar a una gran multitud? —preguntó Lincoln.

—Sin duda —dijo el embajador.

—Entonces, puede que sea el sitio que buscamos —dijo Nikos.

—La mezquita de Sinan Süleymaniye es de formas más simétricas que Santa Sofía. Suleimán quería convertirse en un «segundo Salomón». Por eso, construyó la mezquita, intentando superar a Justiniano, que tras concluir Santa Sofía exclamó: ¡Salomón, te he superado!

—Entonces, el sitio elegido puede ser esa mezquita —dijo Lincoln.

—Pero hay un problema, ¿cómo va a llevar a tantos armenios a la mezquita? —dijo el embajador—. Aunque la segunda cuestión es aún más difícil de contestar. ¿Cómo los va a matar a todos a la vez?

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Estambul, 22 de febrero de 1915

La ciudad amaneció con el cielo despejado y un inesperado adelanto de la primavera. Cuando Lincoln se asomó a la ventana de su habitación en la embajada, el sol ya estaba en lo alto del cielo. El Cuerno de Oro, a lo lejos, brillaba con destellos dorados, parecía un día perfecto para dar un paseo, sentarse en una terraza y saborear un buen café. Pero cuando el norteamericano dirigió su mirada a la verja de la embajada, pudo observar como el número de refugiados, no solo no se había reducido, sino que era aún mayor. Intentó apartar la mirada del mosaico de rostros que miraban hacia el edificio, como si esperaran que la ayuda les cayera del cielo, cuando medio centenar de camiones entró por el fondo de la calle. De cada camión salieron seis soldados. Un oficial comenzó a gritar órdenes y los soldados arrinconaron a la multitud. Un par de hombres intentó escapar o enfrentarse a los soldados, pero fueron tiroteados al instante. Después, con los rifles apuntando hacia ellos, los armenios comenzaron a ascender a los camiones. Había mujeres, niños, ancianos y varones de todas las edades. Parecía haber familias enteras. Los cincuenta camiones se llenaron hasta rebosar y la multitud se vio reducida a la mitad. A los pocos minutos, llegaron más vehículos, el resto de los armenios ascendió a los camiones y, en media hora la calle estaba completamente vacía.

Lincoln bajó al salón principal. Allí ya se encontraban Alicia, Yamile, Roland y Nikos con el embajador.

—¿Han visto lo que ha sucedido? —preguntó Lincoln, sin dar crédito a lo que acababa de contemplar desde su habitación.

—Sí, la actitud del Gobierno turco es del todo inadmisible. Muchos de esos refugiados eran norteamericanos o familiares de norteamericanos. Voy a redactar una queja oficial ahora mismo, además, acabo de enviar un telegrama urgente a Washington. Si creen que vamos a permanecer con los brazos cruzados mientras maltratan a todos esos inocentes, están muy equivocados —dijo, indignado, el embajador.

—No creo que sirva de mucho —dijo Yamile, recostada en el sofá.

—¡No se puede detener a gente sin cargos, no en un país civilizado! —bramó el embajador.

—Han escogido el momento propicio. Toda Europa está en guerra, nadie levantará un dedo por los armenios —contestó Nikos.

—Pero, al menos tenemos que advertir al mundo —dijo el embajador.

—¿A dónde llevan a toda esa gente? —preguntó Alicia.

—Puede que los lleven a la mezquita —dijo Lincoln.

—Eso significaría que el ceremonial está preparado —dijo Nikos.

En un lado de la habitación se escuchó el llanto ahogado de Roland. El joven estaba sentado, con la cabeza agachada y las manos sobre su pelo negro.

—Roland, ¿qué sucede? —preguntó Alicia.

—Mi madre y mi hermana pueden estar entre esa multitud o en alguna parte de Estambul para ser sacrificadas como el resto.

Alicia se sentó a su lado y le pasó el brazo por los hombros. El muchacho comenzó a llorar como un niño.

—Iremos a visitar la mezquita a la hora de la oración, de esa manera pasaremos desapercibidos —dijo Lincoln.

—¿A la hora de la oración? —preguntó, extrañado, el embajador.

—Sí, pero necesitamos otras ropas —dijo Lincoln, agarrando con los dedos su camisa—. Debemos pasar desapercibidos.

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No le gustó su imagen reflejada en el espejo. Su aspecto avejentado, sus mejillas arrugadas, la luz apagada de sus ojos. Sus siervos le pusieron una de las túnicas más lujosas, bordada de oro y seda, de color rojo sangre, pero le parecía vulgar e inapropiada.

—No puedo ir así a la mezquita —dijo, agarrando la túnica por el borde.

—Majestad, su aspecto es impecable. Todos se quedarán boquiabiertos cuando lo vean entrar.

—No digas sandeces. Parezco una meretriz de Mosul.

El sultán golpeó en la cabeza al criado y le pidió otra de las túnicas, esta de color púrpura y con bordados más discretos. Mientras le vestían, recordó a Yamile.
Estaba muy bella,
pensó. Ahora se arrepentía de haberla dejado marchar. Lanzó un largo suspiro y se miró de lado en el espejo.

—Alá no me ha dado una hermosa vejez. Ya ni siquiera puedo dormir con mis esposas. La guerra, esos malditos oficiales, y ahora los armenios. ¿Nadie puede darme buenas noticias?

El sultán se puso las babuchas y caminó con pasos cortos hasta el coche descubierto que le esperaba en la salida. Ascendió al vehículo y los tres coches de la comitiva se pusieron en marcha.

La distancia que tenía que recorrer era muy corta. La multitud se agolpaba como cada viernes en el trayecto, para verlo pasar. Los niños y las mujeres le saludaban con banderitas, pero él tenía la mirada perdida y la mente en otras preocupaciones.

Llegaron a la Gran Mezquita de Süleymaniye. Observó la inmensa cúpula y lamentó que en todos los años de su reinado, no había construido nada sublime que le sobreviviese. El mundo se olvidaría de él, sería un sultán más en la larga lista de sultanes del imperio, si es que el imperio sobrevivía a la guerra.

Descendió del coche y caminó por una alfombra roja hasta la puerta principal. Por aquella puerta solo podía pasar él. Por razones de seguridad, el sultán entraba el último en la mezquita y salía el primero.

Las dos grandes hojas se abrieron y la multitud de fieles irrumpió en grandes gritos de júbilo.

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Lincoln se arremangó la túnica e intentó no tropezar con ella al subir los escalones. A su lado marchaban Roland, Nikos y cinco hombres más. Alicia y Yamile habían optado por vestirse de hombre. Si hubieran entrado vestidas de mujeres, tendrían que haber esperado en un lugar aparte, alejadas del resto de los fieles.

Entraron a la mezquita y después de hacer sus abluciones, guardaron los zapatos y caminaron descalzos por las alfombras. La gran sala cuadrada estaba a rebosar de fieles. El viernes era el día preferido para rezar para los musulmanes. Los hombres salían de sus trabajos y se acercaban a la mezquita para descargar sus corazones y encontrarse con Alá.

Lincoln notó el frío metal de la pistola bajo la túnica. Todos estaban armados a excepción de Yamile y Nikos. Si los fieles se enteraban de que unos cristianos habían entrado en la mezquita el viernes, disfrazados de musulmanes, con dos mujeres y armados, les lapidarían en la misma puerta del templo.

El murmullo de los fieles mientras se colocaban en su lugar para la oración fue decreciendo. Los hombres se dispusieron en largas hileras y comenzaron a ponerse de rodillas. De repente, el murmullo se convirtió en gritos de júbilo. Todos se giraron y vieron al sultán entrando por el fondo de la sala. Se puso de rodillas, rodeado de sus hombres; por su seguridad, las dos filas delanteras y a cuatro cuerpos a cada lado permanecían vacías.

El imán levantó la voz y el murmullo cesó de repente. Los fieles fueron haciendo el ritual cientos de veces repetido. Como un solo hombre, se inclinaron a la vez y su oración retumbó en las paredes del templo.

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El murmullo de las voces penetraba hasta la fría cripta. Hércules, en estado catatónico, esperaba a que las voces hubieran terminado la primera parte de la oración para ascender a la gran sala y correr hacia el sultán.

Sintió un fuerte pinchazo en la cabeza y se agarró las sienes. Escuchaba la voz de su propia conciencia lejana, casi imperceptible, pero los efectos de la droga le impedían tomar el control de su cuerpo. Tenía la sensación de que su mente marchaba por un lado y su cuerpo, como caballo desbocado, por el otro.

Intentó concentrar su pensamiento en la cara de las personas que más quería, pero cuanto más lo intentaba, más terrible era su dolor de cabeza.

Con el cuerpo en tensión, cada músculo rígido y la respiración acelerada, esperaba el último rezo para correr a por su víctima. Tomó un trozo de piedra de la pared y se arañó el brazo, con la esperanza de que el dolor le devolviera el autocontrol, pero apenas sintió el corte.

Las voces cesaron de repente y una rabia incontrolada le embargó. Caminó despacio los primeros escalones. La voz de su amo retumbaba en su cabeza una y otra vez: mata, mata, mata.

Sacó la pistola y sintió el aire templado de la gran mezquita. Miles de ojos lo observaron estupefactos. Comenzó a correr y se olvidó de quién era, de todo en lo que creía y amaba; ya solo cabía una idea en su mente: matar, matar, matar.

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Por primera vez en su vida no se encontraba rezando como el resto de los fieles. Al-Mundhir observaba a la multitud enfervorizada aclamando al sultán, que en esos momentos aparecía en la mezquita.

Una ola de ira le agitó en su escondite. El pueblo aclamaba a aquel ser degenerado y ególatra. Deseó salir y matarle con sus propias manos, pero se contuvo. El occidental haría el trabajo sucio por él. A lo largo de la historia los
assassini
habían usado a hombres como él para cambiar el mundo.

—Maestro, todo está preparado —dijo en voz baja uno de los colaboradores.

—¿Está todo sincronizado?

—Sí.

—Asegúrese de que las puertas estén cerradas. En unos momentos cundirá el pánico —dijo Al-Mundhir.

—Sí, maestro.

Al-Mundhir miró de nuevo a través de la celosía, pero esta vez vio algo que no le gustó nada. El rostro negro de Lincoln brillaba bajo un turbante blanco. A su lado estaban varios de sus compañeros.

—Maldición —dijo el árabe en un susurro.

Pensó en ir hasta donde se encontraban los infieles y asesinarles, aquellos cerdos estaban manchando con sus sucias manos aquel lugar sagrado, pero debía esperar. La paciencia era una de las virtudes de los
assassini
y debía ser paciente.

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El norteamericano siguió los pasos de la oración de manera torpe y desordenada. Era la primera vez que entraba a una mezquita y, aunque era hombre de iglesia, nunca pensó que las dos religiones se parecieran tan poco. Por eso, no dejaba de mirar a los fieles que tenía delante, los imitaba y movía los labios, como si de verdad supiera las palabras en árabe.

Sus compañeros hacían lo que podían. Roland y Nikos conocían el ritual en parte, Yamile parecía un creyente más, pero Alicia también se perdía en cada nuevo gesto.

Lincoln comenzó a sudar y notó el corazón acelerado. Se sentía preocupado por Hércules. Llevaban mucho tiempo sin saber nada de él y era extraño que su amigo no hubiera intentado ponerse en contacto con ellos.

Levantó la vista y observó la enorme cúpula. Después miró a la multitud y, su rostro se demudó. Miró hacia arriba de nuevo y vio un pequeño cable disimulado en la fachada. El cable recorría toda la cúpula y llegaba a las cuatro grandes basas del templo.

—Mira eso —le dijo a Alicia con gesto.

La mujer dejó de hacer sus oraciones y siguió el dedo de Lincoln. Por unos momentos fueron los únicos que permanecieron levantados, mientras el resto de fieles se inclinaban.

—¿Para qué es ese cable? —preguntó Alicia.

—Si es para lo que pienso, ya sé cómo van a completar su ritual.

—¿Son bombas? —preguntó Alicia, incrédula.

Pero Lincoln no pudo responder. Un tipo alto, con el pelo cano y vestido con un ennegrecido traje blanco corrió entre los fieles hacia el sultán. Era Hércules Guzmán Fox y parecía poseído por mil diablos.

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El aburrimiento del sultán se expresaba en sus lentos y desganados movimientos. Apenas escuchaba las palabras del oficiante. Se movía con gestos mecánicos.

Notó como las tripas le rugían. Pensó en los pastelitos dulces que probaría antes de la cena y su mente voló a la contemplación del último placer que podía disfrutar, el de la gula.

Volvió a levantar la vista y observó las miles de espaldas de diferentes colores. Los fieles eran en su mayoría desarrapados que olían mal. Odiaba aquella pantomima de los viernes por la tarde. Prefería ir a la oración en la pequeña mezquita de palacio, pero el califa del islam debía mostrarse orando en público.

Le comenzaron a doler las rodillas. La edad, el sobrepeso, sus pobres y viejos huesos le molestaban terriblemente. Miró al techo con sus manos levantadas boca arriba y murmuró las palabras de la oración.

Justo enfrente escuchó un cuchicheo que se levantaba y extendía como una ola. Después, contempló a un hombre vestido de blanco que corría hacia él con una pistola en la mano. Se quedó paralizado, sudando, con la vista clavada en el cañón del arma. Intentó gritar algo, moverse y escapar, pero sus músculos estaban rígidos y no respondían a las órdenes de su cansada cabeza.

Dos de sus hombres se levantaron a toda velocidad para parar al suicida, pero este logró esquivarlos y, en un rápido movimiento, derribarles, dejándolos inconscientes sobre el suelo. Cuando el asesino estuvo tan cerca que el sultán pudo sentir su aliento, cerró los ojos y oró fervientemente por primera vez en años.

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Hércules derribó a los dos hombres y apuntó con su arma a la amplia frente del sultán, que rezaba tembloroso y con los ojos cerrados. Por su cabeza comenzó a pasar todo lo que había sucedido en las últimas semanas. El rostro enfermo de Yamile, la cara de Alicia, de su amigo Lincoln; golpearon su mente y un fuerte pinchazo le hizo retorcerse de dolor y cerrar los ojos.

Apretó ligeramente el gatillo y el bombín del arma comenzó a girar. El sultán dio un pequeño grito de horror y Hércules volvió a abrir los ojos y observar su rostro sudoroso y el gesto de pánico en su cara.

En su cabeza, una voz interior le decía que no disparase, pero no podía obedecer, su voluntad estaba anulada. Tenía que matar, matar o morir, sin piedad, sin pasión, sin remordimientos.

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