Read El secreto de los Assassini Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Aventuras, Histórico, #Aventuras, Histórico, Intriga
—No —dijo Hércules intentando ponerse en pie, pero las piernas no le respondían.
—Por mucho que se esfuerce, cuando la droga se haya extendido por todo su cuerpo, cumplirá mis órdenes. Otros muchos antes que usted intentaron resistirse a su fuerza, pero fracasaron.
—Maldito —dijo Hércules intentando abalanzarse sobre el hombre, pero tropezó y cayó de bruces.
—Ahora le puedo decir por qué la joya es tan importante, dentro de unos minutos no recordará nada de lo que hemos hablado. Con el ritual adecuado, la joya tiene el poder de resucitar muertos. Dentro de unos días, cuando la luna llena brille sobre el cielo, se cumplirán los días y nuestro líder Hasan regresará de entre los muertos, pero esta vez, para reinar para siempre.
La Roca, 2 de febrero de 1915
Después de veinticuatro horas sin dormir, Lincoln y Roland estaban agotados. Aquella mañana el cielo estaba encapotado y unas tímidas gotas comenzaban a empapar la sierra, regando los caminos polvorientos. Lincoln estaba dispuesto a entrar en la fortaleza. Ya no podía esperar más. Si su amigo Hércules estaba en peligro, no sería él el que se quedara con los brazos cruzados.
Observó las defensas con los prismáticos. Todo parecía en calma. Pero cuando estaba a punto de guardarlos, una figura conocida apareció junto a Al-Mundhir. No había duda, se trataba de Hércules. Caminaba al lado del árabe y parecía tranquilo y confiado. Lincoln no pudo evitar sonreír. De alguna manera, pensó, Hércules había llegado a un acuerdo con los
assassini.
Lincoln pasó los prismáticos a Roland y este miró unos instantes.
—Se trata de Hércules, ¿verdad? —preguntó, impaciente, Lincoln.
—Yo juraría que sí. Es inconfundible, pero ¿por qué va con ese árabe?
—No lo sé, pero ya nos lo explicará.
Roland le pasó de nuevo los prismáticos a Lincoln.
—Parece que van a salir. Tenemos que avisar inmediatamente a los demás.
Lincoln y Roland corrieron ladera abajo y en diez minutos estaban en su improvisado campamento. Alicia, Nikos y su guía esperaban, cada uno a su manera, la llegada de nuevas noticias.
—Alicia, Hércules está bien. Le he visto con mis propios ojos. Parece que va a partir con Al-Mundhir para algún lado. Probablemente vengan a buscarnos.
—¿No te parece todo esto muy extraño?
—Es cierto, pero sin duda Hércules ha llegado a algún acuerdo con el musulmán.
—Y, ¿por qué no se ha puesto en contacto con nosotros?
—A mi manera de ver —dijo Nikos—, sería más prudente que nos escondiéramos. Esos
assassini
pueden llevarlo amenazado.
—Será mejor que nos ocultemos —concluyó Alicia.
El camino principal distaba un kilómetro de su campamento, pero estaban al descubierto y sus burros pastaban tranquilamente por toda la pradera. Ataron a los animales a un árbol y se refugiaron cerca del camino.
No tuvieron que esperar mucho tiempo. Un grupo de hombres a caballo, unos veinte, escoltaban un carro de madera cubierto. Hércules cabalgaba junto a Al-Mundhir en la vanguardia. La expresión de su cara era distante, pero no parecía asustado ni amenazado.
La comitiva continuó camino abajo. Entonces Lincoln y el resto del grupo comenzaron a hablar.
—No parecía asustado —dijo Lincoln.
—¿A dónde se dirigen? —preguntó Nikos.
—Hay tres posibilidades. Puede que se dirijan a Bagdad, Teherán o Estambul. Son los únicos caminos practicables en esta época —dijo Alicia.
—Pero ¿cómo podemos saberlo? Cuando intentemos seguirlos habrán desaparecido —dijo Lincoln.
—Hay una manera —dijo el guía, que había permanecido en silencio hasta ese momento.
—¿Cómo? —preguntó Alicia. Percibía que algo marchaba mal. Hércules era incapaz de marcharse y dejarles solos. Lo único que se le ocurría es que él intentara protegerlos de alguna manera.
—Yo conozco muy bien los caminos. Sea cual sea su destino, tendrán que pasar primero por Qazvin. Puedo llegar allí antes que ellos, cuando sepa adónde se dirigen, les esperaré a ustedes y les informaré de su camino.
—Me parece muy buena idea, Aziz —dijo Lincoln.
El guía corrió hasta el prado, desató uno de los burritos y bajó a toda velocidad por la explanada. Enseguida les pasó, pero antes de desaparecer camino abajo les dijo:
—No se preocupen, mandaré a alguien para que les ayude a encontrar el camino de regreso.
Los cuatros se quedaron con la vista fija en el sendero. Ahora se encontraban sin guía, en mitad de la nada, Hércules se había esfumado y un sentimiento de angustia recorrió la mente de todos ellos.
—No se preocupen —dijo Lincoln, intentando animar al resto—. Hércules se ha encontrado en situaciones más difíciles que esta y siempre ha salido airoso.
Alicia se acercó al hombre y le abrazó. Intentó creer sus palabras, pero de alguna manera supo que aquella vez era diferente. Estaban solos y comenzaba a dudar de que pudieran correr esa aventura sin Hércules. Lincoln apretó los dientes intentando controlar la sensación de angustia que le revolvía las tripas. Rezó una breve oración, Dios era una buena opción cuando se habían terminado las demás opciones.
Alepo, 15 de febrero de 1915
La estación de tren estaba abarrotada de gente. Muchos querían marchar a Estambul ante la guerra que se avecinaba en la zona. Un ejército británico intentaba avanzar por Basora, en Irak. Las cosas no marchaban bien en el frente de Egipto y las tribus árabes se habían rebelado contra los turcos.
Aziz envió a un familiar para que los guiara, como les había prometido y cuando los vio en Qazvin, les recomendó que viajaran por Irak y Siria, evitando Armenia. Al parecer, el levantamiento de los armenios en la zona y la proximidad con el frente ruso convertían el territorio en un verdadero polvorín. Además, por lo que había podido observar y escuchar el guía, los
assassini
y Hércules se dirigían hacia Mosul y, desde allí, a Estambul.
El camino por Mosul era más largo, ya que no les quedaría más remedio que bordear el desierto de Siria y después recorrer los viejos caminos de Turquía. Mientras, Lincoln y sus amigos atravesarían el desierto y, desde Alepo, tomarían el tren de Damasco-Berlín. De esa manera, llegarían a Estambul en dos días, ahorrándose un día y adelantando a Al-Mundhir y el resto de los
assassini.
Lincoln y sus compañeros, durante su viaje, habían especulado mil veces sobre la actitud de Hércules. Al final todos habían concluido que se trataba de una estratagema. Hércules debía de tener una razón de peso para hacer lo que hacía y ellos se debían limitar a seguirle y ayudarle.
El tren partió puntual de la estación de Alepo. Lograron colocarse en dos pequeños compartimentos privados. Alicia en uno de ellos y el resto en el otro. Aunque Lincoln pasaba más tiempo con ella que en su compartimento.
Atravesaron toda Anatolia, adentrándose en el corazón mismo del Imperio otomano. Sabían que sería difícil localizar a Hércules en Estambul, pero confiaban en que la suerte les sonriera. Lincoln planificaba la búsqueda una y otra vez con Alicia. A pesar de que en muchas de las ocasiones se sentía superado por las circunstancias, no había perdido la fe en Hércules.
—No te desesperes, George —dijo Alicia, pasando la mano por su hombro.
—La ciudad es muy grande y está abarrotada de soldados. No lo conseguiremos.
—Hércules nos echará una mano. No sé cómo, pero lo hará.
—Eso espero.
—Hemos atravesado Egipto, hemos sobrevivido a varios ataques y hemos logrado llegar al corazón mismo del valle de los
assassini,
llegaremos hasta el final.
Lincoln observó a la mujer. Si había algo que le gustaba de ella era su seguridad y su valor. Estaba dispuesta a realizar cualquier sacrificio por una buena causa. Su corazón era puro y su determinación le animaba a seguir adelante.
—Tienes razón. Lo conseguiremos —dijo Lincoln más animado.
—Así me gusta —contestó Alicia con una sonrisa y estrechó al hombre entre sus brazos. Permanecieron unos segundos en aquella posición sin hablar, hasta que Lincoln se apartó y miró a Alicia a los ojos.
—Tengo algo más que decirte.
La voz del hombre temblaba ligeramente. Tenía la boca seca y el corazón le latía a toda velocidad.
—Tú dirás —dijo Alicia, aferrando sus manos.
—Nos conocemos hace tiempo. En el último año nos hemos acercado mucho. Me siento muy bien junto a ti, tú me has hecho muy feliz.
—Gracias, George —dijo Alicia, con los ojos acuosos.
—Sabes que eres la persona que más quiero en este mundo.
Alicia se quedó observando la cara de Lincoln. Era un buen hombre, atractivo y leal hasta la muerte. El marido que cualquier mujer desearía.
—Por eso, no puedo permitir que sufras por mi culpa. Ser la mujer de un hombre negro en un mundo como el nuestro, es vivir eternamente infeliz. Nuestros hijos no pertenecerían a ninguno de los dos mundos y tú tendrías que renunciar a todo lo que amas —dijo Lincoln, con la garganta seca.
Ella no reaccionó al principio, tan solo agachó la cabeza y se mantuvo callada. En su vida había estado tan segura de amar a una persona. Ya no era una niña y sabía lo que quería, pero que Lincoln no lo supiera, le rompió el corazón.
—Tienes razón, será mejor que lo dejemos —acertó a decir la mujer, alzando la barbilla.
—Gracias —dijo Lincoln, apretándole las manos.
Alicia soltó las manos y se apoyó en el respaldo. Sentía un profundo dolor en el corazón, un dolor físico que le quitaba la respiración.
—Por favor, ¿puedes dejarme sola?
—Sí —contestó Lincoln, poniéndose en pie.
Salió del compartimento y se quedó en el pasillo. Miró por la ventana abierta la noche estrellada. Nunca había sentido tanta rabia por ser como era. El color de su piel había sido siempre un motivo de orgullo para él, pero ahora se la habría arrancado a tiras por ella. Intentó ahogar su furia y su dolor, pero no pudo evitar que las lágrimas atravesaran su piel caoba. Se sentía más solo y desesperado que nunca.
Estambul, 16 de febrero de 1915
Los miembros del Alto Mando se sentaron en sus sillas y esperaron con impaciencia el discurso del general Enver. El general se puso en pie y guardó silencio hasta que el murmullo se fue apagando.
—Nuestros temores se han confirmado. Los armenios se están aliando a los rusos en Van y las regiones limítrofes. Han traicionado al imperio y tan solo nos queda una manera de actuar.
La voz del general sonaba enérgica. Muchos de los miembros del Alto Mando asentían con la cabeza. En su mayoría eran turcos musulmanes; desde la llegada de los Jóvenes Turcos al poder, los judíos, armenios y kurdos habían sido relevados de sus puestos en la administración y el ejército.
—Pero ¿no se opondrá el sultán? —preguntó uno de los oficiales.
—El sultán hará lo que nosotros digamos —contestó Enver.
—¿Qué pensarán nuestros aliados? —dijo otro de los oficiales.
—Ya hemos comunicado nuestra decisión a austriacos y alemanes. Lo que más les importa ahora es ganar la guerra, tampoco desean una Armenia independiente prorrusa. Nos piden que seamos discretos y terminemos con el problema cuanto antes —dijo Enver.
—¿Cómo podremos terminar con un problema de más de tres millones de personas? —preguntó Mustafa Kemal.
Los ojos de Enver brillaron de rabia. Conocía la aptitud pragmática de su amigo. Aprovecharse de las decisiones impopulares, pero mantenerse al margen.
—Haremos lo mismo que con los griegos hace unos años. Deportarlos...
—Pero ¿a dónde? Los griegos de Anatolia tenían Grecia. ¿Los enviaremos a la parte rusa para que se alisten en su ejército? —preguntó Mustafa.
—Evidentemente no, Mustafa. Llevamos semanas desplazando a los armenios hacia el oeste. Muchos ya están concentrados en Siria. Mientras la guerra continúe no moveré un dedo por ellos.
—Pero eso supone dejarles morir —dijo Mustafa.
—Es la única manera de terminar con el problema. Debemos eliminar a toda su élite, a la mayoría de los hombres jóvenes y dejar que la naturaleza algo otro tanto con el resto —dijo Enver, dando un golpe en la mesa con el puño cerrado.
Un denso silencio recorrió la sala. El único que mantuvo la mirada al general Enver fue Mustafa Kemal.
—Pero tendremos que utilizar soldados y material para llevar a esos malditos armenios a Siria y la costa oriental. No podemos esperar a que la guerra termine —dijo Mustafa Kemal.
—Es nuestra última oportunidad. Ahora nadie preguntará por ellos. Cien mil o doscientos mil muertos más, no son nada en una guerra —dijo Enver sonriente.
Los oficiales asintieron con la cabeza. Eliminando a los armenios el ejército podía justificar sus torpezas, necesitaban un chivo expiatorio que justificara su ineptitud. Los armenios eran la pieza más débil del complicado puzle étnico turco y ellos serían los primeros en probar el sabor de la venganza.
Estambul, 19 de febrero de 1915
A través del Cuerno de Oro navegaban decenas de buques de guerra, que cada día salían a proteger las costas del Imperio otomano, pero la pequeña flota turca no podía impedir los bombardeos de franceses y británicos, que destruían las defensas costeras y atacaban a todos los buques que intentaban atravesar el bloqueo. El paso de los Dardanelos, la salida al mar Mediterráneo, era la más afectada, pero los ataques eran tan intensos que a veces podía escucharse el sonido de los bombardeos.