Read El secreto de los Assassini Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Aventuras, Histórico, #Aventuras, Histórico, Intriga
Durante aquellos tres días de viaje, el grupo se alimentó de latas, pero también del rico requesón de las cabras de la zona. Las ricas tierras de Ashnistan terminaron pronto y el paisaje se tornó más árido e inhóspito. Allí la tierra no era muy fértil y se encontraba sin cultivar.
Los lugareños escaseaban en esa zona. Muy de vez en cuando se cruzaban con algún caminante vestido con amplios pantalones de algodón.
Una de las primeras paradas fue en una aldea semiabandonada, donde había un pequeño arroyo. Los guías no parecían experimentar la misma fatiga que el resto del grupo. Vestidos a la manera tradicional, con sus sombreros negros de fieltro, su pelo largo y oscuro, el apretado justillo de algodón azul, el fajín de la cintura, donde llevaban un cuchillo en su funda de cuero, parecían inalterables a la constante ascensión de las montañas.
Alicia los había definido como salvajes, sencillos y pacíficos. Su lealtad parecía total, pero el grupo no terminaba de fiarse de ellos. Al fin y al cabo eran musulmanes del valle de Alamut y eso les hacía sospechosos de ser espías
assassini.
Descansaron durante dos días en aldeas pequeñas y pobres. Hasta llegar a Dastgird, donde las montañas comenzaban a ser empinadas y peligrosas. Allí tomaron los últimos suministros, en el resto del viaje tendrían que abastecerse con lo que cazaran o las latas que habían traído en el viaje.
En la pequeña plaza que componían las cuatro casas viejas y destartaladas, los ancianos del lugar fumaban largas pipas al sol y miraban a los extranjeros con total indiferencia.
El grupo se dirigió al norte, por el paso de Chala. En la montaña, la vegetación comenzaba a reinar de nuevo, pero en su mayoría eran arbustos de diferentes tipos. Allí lo único que se criaba era la cabra y los pastores eran los únicos habitantes de la zona. También se cruzaron con pequeñas caravanas que transportaban el arroz desde el mar Caspio hasta Persia.
El tintineo de las campanillas de sus mulas los avisaba de la llegada de habitantes del valle, pero su aspecto pacífico no tranquilizó a Hércules ni a sus amigos. Sabían bastante de la leyenda de los
assassini
para saber que no podían fiarse de ellos. Caminaban a zancadas, tirando de sus mulas, con sus tradicionales chalecos blancos para protegerse del frío de la montaña, con su pipa kurda de tallo recto en el fajín, con sus barbas negras o pelirrojas y sus caras cuadradas de frente despejada.
Llegaron a Shah Rud, donde la nieve todavía ocupaba las laderas en sombra. El frío iba en aumento y todos sentían el cansancio del largo y empinado camino. Cruzaron el paso de Salambar y lograron esquivar la nieve que se agolpaba montaña arriba. El valle era tan inexpugnable, que no les extrañó que durante siglos los
assassini
pudieran mandar desde allí a sus matarifes, sin que nadie pudiera hacerles frente. Comenzaron a descender rápidamente, por estrechos y empinados desfiladeros, después el valle se abría mucho más y las laderas comenzaban a cubrirse de campos arados, de arroyos y bosquecillos de juníperos.
Llegaron de noche a las puertas del valle y, como el viejo puente de Alamut seguía derruido, pasaron la noche en una aldea. Al día siguiente llegarían al castillo. Pero aquella noche, frente al fuego, era momento de leyendas y cuentos de terror envueltos en el misterio de los
assassini.
El valle de Alamut, 30 de enero de 1915
La aldea era apenas un conjunto de casas dispersas en la ladera de la montaña. Hércules y sus amigos fueron acomodados en una pequeña casa de piedra de tejas rojas, pero tan derruida, que el frío entraba entre los agujeros.
Encendieron una hoguera y se sentaron en círculo junto a sus guías. La larga marcha los había unido, aunque los viajes prolongados por lugares encrespados y difíciles tienden a convertir al espíritu más animado en un ser meditabundo y silencioso. Las conversaciones al calor de la hoguera servían para romper esa especie de embrujo que las montañas tienen sobre los caminantes.
Aquella noche era especial. Estaban dentro del valle que temían y ansiaban conocer. Al día siguiente se presentarían frente al castillo de Alamut y, a pesar del silencio generalizado, un temor recorría las mentes de todos.
Aziz removió las brasas con un palo y pequeñas luciérnagas de madera chisporrotearon en la noche nublada sin estrellas. El frío era intenso, pero el fuego transmitía una serena y confortable sensación de calidez. Comieron pan de maíz, queso y algunas latas de sardinas. Sus guías estaban encantados de comer pescado en las montañas, lo consideraban algo parecido a un milagro. Aziz había dejado hacía días a su mujer y su hijo en su aldea, y ahora se mostraba más parlanchín y animado.
—Nunca había traído a un cristiano a estos valles —dijo Aziz en su precario árabe. Al ver que no le entendían demasiado bien, comenzó a expresarse en inglés. Era un inglés rudimentario, aprendido en la escuela misionera de Teherán, pero suficiente para que todos siguieran su relato.
—No creo que muchos occidentales visiten este valle —dijo Hércules, que al encontrarse próximo a su objetivo comenzaba a recuperar su energía y buen humor.
—Tampoco vienen muchos árabes. Es una zona apartada y, debido a su pasado, los viajeros temen llegar hasta aquí. Pero, como verán, no hemos tenido ni un solo percance.
—La verdad es que son tierras muy tranquilas y la gente parece hospitalaria a pesar de su pobreza —dijo Lincoln.
—La gente de las montañas somos siempre hospitalarios, nunca sabemos cuándo necesitaremos ayuda de los demás y por eso nos ayudamos mutuamente —contestó Aziz.
—¿Qué sabes del castillo de Alamut y de los
assassini?
—quiso saber Hércules.
El rostro de Aziz se turbó y bajando mucho el tono de voz les dijo:
—Es mejor que no los nombren. Dicen que la montaña tiene oídos y ojos.
Un escalofrío recorrió la espalda de Alicia, que se acurrucó en los brazos de Lincoln.
—¿Qué sabes de ellos? —volvió a preguntar Hércules.
—Llevan aquí casi tanto tiempo como estas montañas, nadie conoce su verdadero origen, muchos son hijos de los antiguos habitantes de Alamut, pero otros vinieron desde la lejana India, Siria y Egipto. Por eso al principio se les consideró forasteros y luego se les temió.
—¿Por qué se les temía? —preguntó Alicia.
—Secuestraban niños pequeños y los encerraban en su castillo. Nunca más se les volvía a ver. Algunos aldeanos decían que ellos mataban niños en sus misteriosos rituales. Pero lo cierto es que los convertían en miembros de su grupo...
—En asesinos sanguinarios —apuntó Hércules.
Aziz frunció el ceño y todos guardaron silencio mientras comenzó a narrar su historia.
—Todo se complicó tras la muerte de su fundador. Luchas de poder, cambios en sus doctrinas. De eso no sé mucho, pero uno de los hombres que visitó Alamut, un viajero al que traje hace un par de años, me habló de algo que me dejó temeroso durante mucho tiempo.
Los ojos de todo el grupo estaban puestos en el desgarbado cuerpo de Aziz, que con su expresividad, contaba su intrigante historia.
—Aquel sabio, me contó que uno de los sucesores de Hasan, el fundador del grupo, llamado Hasan-i Sabbah, introdujo una doctrina secreta que dividió a los adeptos durante algún tiempo. No sé si conocen nuestra creencia en el regreso del Imán Oculto.
Aziz, como buen chií, creía en el regreso de un Imán Oculto o
madhi.
Una creencia muy extendida en Persia. Según la tradición, el decimosegundo y último imán reaparecería poco antes del final del mundo, para extender el islam por toda la tierra.
—Una especie de mesías —dijo Lincoln.
—No sé que es un mesías —contestó Aziz—. Lo que este viajero me contó es que Hasan-i Sabbah hizo una extraña ceremonia, que nosotros los musulmanes consideramos una herejía y una afrenta al islam. Hasan-i comenzó a elaborar herejías tan terribles, que su propio padre lo desautorizó, pero tras la muerte de su padre Muhammad, su hijo puso en práctica sus doctrinas. Hasan-i tenía unos treinta años cuando tomó el control del grupo. Hasan-i se veía como un nuevo profeta para la humanidad. Después de dos años en la dirección del grupo, convocó a los principales dirigentes de todas las zonas donde se habían instalado. A este valle llegó gente de toda Asia y África. En el patio del castillo, Hasan-i reunió a la gran multitud de líderes de su secta. Era el 8 de agosto de 1164, nunca me acuerdo de las fechas, tengo muy pocas letras, pero la historia de aquel viajero me marcó tanto, que todavía retumba en mi cabeza.
—¿Por qué en esa fecha? —preguntó Nikos.
—Esa fecha es importante para los ismailíes, los chiíes y los nizaríes. En ella se conmemora el asesinato de Alí, el yerno del profeta Mahoma, que estaba llamado a sucederle tras su muerte, pero también era importante porque cae justo en medio del Ramadán. Nuestro ayuno sagrado.
—¿El Ramadán? —preguntó Lincoln.
—Sí, durante unos días, los buenos musulmanes tenemos que ayunar desde la salida del sol hasta que se pone. Consideramos un grave pecado comer por el día y romper el ayuno. Aquella tarde, cuando todavía el sol no se había puesto, Hasan-i se acercó a la plataforma y el púlpito que había levantado y comenzó a hablar a la multitud. Me contó el viajero, que en las cuatro esquinas de la plataforma había cuatro estandartes, uno blanco, otro rojo, amarillo y otro verde. Hasan-i dividió a sus seguidores entre las diferentes zonas de las que procedían. Los que venían de oriente fueron colocados a la derecha del púlpito, los de occidente a la izquierda y los del norte en el centro. Sin que se dieran cuenta, Hasan-i les había colocado de espaldas a la Meca. Nuestro centro más sagrado y hacia el que debemos dirigir nuestras oraciones. Hasan-i hizo su entrada solemne vestido con una túnica blanca y un turbante del mismo color. Se inclinó ante cada grupo con su espada en la mano, como símbolo de su poder sobre la vida y la muerte. Cuando comenzó su discurso, la audiencia estaba expectante. No sabían por qué les habían llevado hasta allí, ni el mensaje que su líder les iba a transmitir.
El viento comenzó a soplar y las llamas se avivaron de repente. El rostro de Aziz se iluminó y todos observaron las sombras que el fuego dibujaba en su rostro.
Hasan-i habló con voz fuerte y poderosa. Anunció que había entrado en contacto con el Imán Oculto. El imán le había dicho que el tiempo de los pactos había terminado. El final del mundo se acercaba y el Imán Oculto estaba a punto de manifestarse con todo su poder. Su voz parecía poseída por algún extraño espíritu, convocó a los habitantes de los mundos, tanto hombres como ángeles y habló del mensaje revelado. Ante el asombro de sus oyentes, Hasan-i anunció que el imán le había dicho que el tiempo de la ley había terminado, que la
sharia
o ley santa ya no tenía vigor, porque el momento de la resurrección había llegado.
—Pero eso era una grave herejía —dijo Hércules.
—Sí, pero Hasan-i dijo hablar por boca del propio Imán Oculto. Ahora, Hasan-i era la encarnación del califa en persona. Por eso, el momento del
Quiyama
o la resurrección, había llegado.
—¿El
Quiyama?
—preguntó Nikos.
—Es el fin del mundo y la resurrección de los muertos. El día en el que cada uno deberá rendir cuentas ante Alá. Por eso Hasan-i dijo a sus seguidores que se había terminado el tiempo de la
sharia.
Según él, la ley solo era la preparación del tiempo para el
Quiyama.
Por eso ya no necesitaban la ley. El Imán Oculto había nombrado su vicario o
da'ia
Hasan-i, por lo que todo lo que decía era sagrado. La multitud estaba paralizada por las nuevas revelaciones, sus prácticas religiosas dejaban de tener sentido, qué harían a partir de ese momento. Hasan-i quiso escenificar su ruptura con la ley y con un chasquido de dedos ordenó que decenas de criados entraran con manjares de todos los tipos. Hasan-i había organizado una gran fiesta, cuando el sol todavía estaba en lo alto. Todos comieron y rompieron su ayuno. Las noticias de la llegada del
Quiyama
llegaron hasta el último rincón en donde había un nizario. Se dejó la oración diaria de cinco veces al día. La llegada del
Quiyama
convertía al grupo en el único medio para salvarse, el resto del islam quedaba fuera. Ceremonias como las de Alamut se sucedieron en otros castillos del grupo. Hubo fiestas, comilonas y el vino corrió en las, hasta ese momento austeras, vidas de los miembros de la secta. Hasan-i fue asesinado poco después por algunos disidentes encabezados por su propio cuñado Hasan ibn Namawar, pero la leyenda cuenta que Hasan-i no murió, que sigue vivo y ha podido engañar a la muerte.
Las últimas palabras de Aziz silbaron con el viento que comenzaba a soplar con más fuerza. Tuvieron la sensación de enfrentarse con algo que escapaba a su entendimiento. Luchando con fantasmas que habían venido a proteger la memoria de los
assassini
y se escondían en aquellas montañas desde hacía siglos.
Valle de Alamut, 31 de enero de 1915
Aquella mañana, Hércules fue el primero en levantarse. Se acercó a la pequeña mezquita de paredes de barro y observó al pequeño grupo de niños que estudiaba la
sharia
antes de comenzar sus quehaceres. Envidió su fe sencilla, su manera de entender el mundo y su sueño de eternidad. Hacía tiempo que había dejado de creer, tanto tiempo, que su fe le parecía algo viejo y desgastado. Ascendió por la ladera entre eglantina y estrechas terrazas cultivadas de maíz y judías, para contemplar desde la altura el misterioso paisaje de Rudbar. Al fondo se extendían las cumbres nevadas de Gavan Kuh y Takh-i-Suleiman. Cuando Hércules descendió a la aldea, los guías habían preparado un té. Desayunaron en silencio y comenzaron la marcha.