El secreto de los Assassini (29 page)

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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Aventuras, Histórico, #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El secreto de los Assassini
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—Sí, fue el rubí. Las leyendas que había alrededor de él eran ciertas. Es una joya mágica. Con su simple contacto recuperé la juventud, pero ahora ya no la tengo yo.

—¿Quién la tiene?

—Un grupo llamado los
assassini.

—¿Los
assassini?
—preguntó incrédulo.

—Sí.

—He oído rumores sobre ellos, pero no sabía que estaban en Turquía.

—Están en todas partes. Sabemos que tienen la joya y que quieren hacer un extraño ceremonial con ella y, al parecer, han provocado la persecución de armenios, para usarlos como sacrificio en sus macabros planes.

El sultán miró a la mujer con incredulidad. Él mismo había firmado la sentencia contra los armenios. Los
assassini
no tenían nada que ver en el asunto.

—Tienen amigos en el Ejército, en la política, en todas partes —añadió Yamile, al ver la mirada incrédula de su marido.

—Sultán, ella dice la verdad —comentó Lincoln, dando un paso al frente.

Dos soldados se lanzaron sobre él y le cogieron por los brazos. El sultán hizo un gesto con la mano y le soltaron al instante. Lincoln continuó hablando.

—No sabemos lo que traman exactamente, pero su intención es producir una matanza. Al parecer esperan el advenimiento de un líder religioso, el Imán Oculto.

—Una vieja creencia de los chiíes —dijo el sultán—. Pero tan solo es una vieja creencia.

—Es más que eso —dijo Nikos—. ¿No ve el poder del rubí? Mire lo que ha conseguido con Yamile, pero su vida está en peligro. Si no recuperamos el Corazón de Amón cuanto antes, ella morirá.

El sultán dirigió su mirada hacia la princesa. Su aspecto enfermizo y su extrema palidez le confirmaron que aquellos hombres decían la verdad.

—Está bien, síganme —dijo el sultán, saliendo de la celda—. Es hora de parar a esos locos.

77

Mustafa Kemal bajó del vehículo y se internó en una de las callejuelas de la ciudad. No llevaba el uniforme. Miró a un lado y otro de la calle, antes de introducirse en un portal viejo y húmedo. Subió por las escaleras de madera, escuchando el crujido de los resecos escalones. Llamó a una de las puertas y le abrieron enseguida. Se introdujo por un pasillo oscuro hasta una sala que daba a un patio de luces sombrío.

—Querido general, debemos ser prudentes —se escuchó una voz que salía de entre las sombras.

—Usted dirá —contestó secamente.

—No le cuento nada nuevo, sí le informo de que el sultán ya ha firmado la «concentración» de armenios en la zona oriental —dijo la voz.

—Ya lo sé.

—Pero lo que no sabe es que si los planes del general Enver se llevan a término, Turquía se convertirá en un Estado musulmán. Los ulemas y los predicadores lo controlarán todo y la
sharia
se impondrá a la población.

—Soy un buen musulmán —respondió Mustafa.

—No lo dudo, general. Pero si esta guerra nos está enseñando algo, es que el camino de los últimos cien años no ha traído la prosperidad al imperio. ¿Sabe cómo nos ha afectado en los últimos treinta años la pérdida progresiva de todo nuestro territorio europeo? Anatolia era antes el apéndice del Imperio otomano y Estambul la frontera del mundo civilizado; ahora, Estambul es la frontera del retraso y la barbarie. No podemos permitir que unos locos arruinen nuestra apuesta por recuperar nuestras viejas posesiones en Europa.

—Y, ¿qué puedo hacer yo? —preguntó el general.

—Planean matar al sultán. Sabemos que es una figura simbólica, pero después pretenden proclamar el
Quiyama.
Los locos de toda la
umma
se les unirán y será el fin de nuestra cultura. Los occidentales nos aplastarán. Se unirán en una nueva cruzada contra nosotros. Debe parar la matanza y prevenir el asesinato del sultán —dijo la voz.

—¿Hermano maestro, la logia le apoya cien por cien?

—Sí, nosotros queremos que pare el genocidio y que lo pare ahora. Si lo consigue, le convertiremos en el presidente de Turquía.

78

Estambul, 21 de febrero de 1915

Un coche les llevó hasta el palacio del sultán. La ciudad estaba revuelta y no era extraño ver a grupos de incontrolados asaltando comercios armenios o llevando prisionero a un pobre incauto, que había salido a la calle en el peor momento. El vehículo entró a un recinto ajardinado cercado por una verja. Después, se acercó a la puerta principal y paró. Lincoln y sus amigos descendieron del coche. Siguieron al sultán hasta su despacho y escucharon cómo hacía varias llamadas.

—Les he dicho que paren... ¿qué? Es inadmisible —dijo el sultán, colgando de golpe el teléfono.

El hombre los miró con sus grandes ojos rasgados y se encogió de hombros. Su cara mostraba la derrota y la angustia del que se sabía vencido desde el principio.

—Pero ¿no puedes hacer nada más, corazoncito? —preguntó Yamile, que siempre había creído en la autoridad del sultán.

—Estamos en guerra y los que realmente tienen el poder son los militares. Yo le debo el sultanato a los Jóvenes Turcos. El general Enver me ha comunicado que es imposible detener las deportaciones, que un retroceso pondría de manifiesto nuestra debilidad y que las demás minorías étnicas se levantarían contra nosotros.

—Pero señor, morirán decenas de miles de inocentes —dijo Alicia.

—Alá escogerá a los justos de entre los injustos —dijo el sultán—. No puedo hacer nada más, tan solo garantizarles su protección y ayudarles a salir del país.

—Denos al menos un salvoconducto para movernos con seguridad por la ciudad durante unas horas —dijo Lincoln.

El sultán se dirigió a su escritorio y firmó una carta que les garantizaba su seguridad.

—Necesitamos que libere a un par de personas. Roland Sharoyan y Crisóstomo Andrass y su familia —dijo Alicia.

—¿Son armenios? —preguntó el sultán.

—Sí —contestó Lincoln.

El sultán firmó un nuevo documento de mala gana y se lo entregó.

—Los salvoconductos duran veinticuatro horas, después no puedo garantizar su seguridad —dijo el sultán.

—Gracias —dijo Yamile, besándole la mejilla.

—Pero tú, tú no te vas, ¿verdad? —preguntó aturdido el sultán.

—Debo irme, nuestros destinos hace tiempo que se separaron. Espero que lo comprendas.

Los cuatro se dirigieron a la salida. Hasta que no atravesaron la gran verja con el coche, no comenzaron a relajarse. Temían que el sultán se arrepintiera en el último momento y les mandara detener. Contaban con muy poco tiempo. Primero sacarían a Roland y Crisóstomo de la cárcel y los llevarían a la embajada norteamericana, después tratarían de encontrar a Hércules y parar el ritual. Alicia se aferró a la mano de Lincoln y la apretó con fuerza. El mundo parecía desmoronarse a sus pies; al final, la guerra les había alcanzado y ya no podían huir a ninguna parte. Debían enfrentarse a sus propios fantasmas y vencerlos. Y sabían que solo tendrían una oportunidad para conseguirlo.

79

El oficial de guardia se resistió al principio, argumentando que debía confirmar la orden de liberación. Pero, al final, lograron sacar de la prisión a Roland, Crisóstomo y su familia. En la puerta de la cárcel les esperaba el coche con el motor en marcha. Se apretaron en los asientos y se dirigieron hacia la embajada.

—¿Por qué me han liberado? Yo los traicioné —dijo Roland, con la vista gacha.

—No se preocupe, todos nosotros en su misma situación habríamos reaccionado de la misma manera —dijo Alicia.

—Sí, pero he puesto en peligro sus vidas y he sido un ingenuo, los turcos nunca liberarán a mi familia.

—No se desespere, seguro que todavía hay una posibilidad —dijo Alicia.

—No le dé falsas expectativas al joven —dijo Nikos—. Las probabilidades de que su familia se salve son muy pequeñas.

—Por favor, Nikos —dijo Alicia, indicándole con la mirada que se callase.

—Está bien, pero es mejor que todos nos hagamos a la idea de que hemos fracasado. Lo mejor será que intentemos salir de Turquía cuanto antes.

—Si usted quiere marcharse, está en su perfecto derecho —dijo Lincoln—. Nosotros no nos iremos de aquí hasta que encontremos a Hércules y ayudemos a Yamile.

El griego lo miró con arrogancia. Había dejado la seguridad de su casa en Atenas por esta loca aventura, pero no estaba dispuesto a ir más lejos. No se consideraba un hombre de acción y aquello le superaba.

El coche se detuvo frente a la embajada americana. Una larga fila de refugiados recorría la calle hasta perderse por una de las esquinas. Lincoln se acercó a las rejas y habló en inglés con uno de los guardias.

—Ciudadanos americanos, por favor, abran.

Los soldados movieron ligeramente la verja para que pasaran. La multitud comenzó a agolparse contra ellos. Todos querían pasar, era su última posibilidad de sobrevivir. Cuando la verja volvió a cerrarse, algunas mujeres con sus hijos en los brazos suplicaron que les dejasen pasar. Los soldados se pusieron de nuevo firmes y la multitud regresó a la fila.

—El embajador les recibirá en unos momentos —dijo el secretario, un joven delgaducho y rubicundo, con expresión infantil.

Unos minutos más tarde, les permitieron entrar en el despacho. El embajador estaba mirando por la ventana con un puro encendido. Se giró y les dijo:

—No hay sillas para todos. Pero, por favor, siéntense.

El embajador permaneció de pie y las mujeres se sentaron.

—Es terrible lo que está sucediendo en este país, ¿no creen? La guerra les ha vuelto locos a todos.

—Gracias por acogernos —dijo Lincoln.

—Únicamente podemos salvar a unos pocos. A los que pueden justificar que tienen familiares en los Estados Unidos. Se dan cuenta, les están persiguiendo por ser cristianos —dijo el embajador—. Y, como cristiano mi deber es ayudarles.

—Es más complejo que todo eso —dijo Alicia.

—Seguramente, pero eso no salvará sus vidas —dijo el embajador señalando la ventana.

—Tal vez podamos parar la matanza —dijo Lincoln.

—¿Qué? ¿He oído bien? —preguntó el embajador.

—Sabemos quiénes han trazado el plan, si lográramos desenmascararlos, podríamos salvar al menos a los armenios de Estambul —dijo Lincoln.

—¿Está seguro de lo que dice?

—Sí, señor embajador.

—¿Qué puedo hacer por ustedes?

80

—Observa esa puerta, lleva directamente a la mezquita. Te esconderás aquí hasta que comience la oración del viernes. Cuando escuches los primeros rezos, subirás y con paso tranquilo te acercarás al sultán y le dispararás. ¿Has entendido lo que he dicho? —preguntó Al-Mundhir.

Hércules asintió con la cabeza. Su cara inexpresiva no mostraba la más mínima emoción. Sus manos caídas a los lados y su falta de vitalidad mostraban su total sumisión a su nuevo amo.

—Ahora toma esto —dijo el árabe extendiendo una pequeña botellita de alabastro.

El hombre se la bebió de un trago y se la entregó a su amo.

—Después te dispararás en la cabeza. ¿Entendido?

—Sí —contestó mecánicamente Hércules.

El árabe abandonó la vieja cripta y caminó hasta el gran altar en dirección a la Meca. Rezó brevemente y después se acercó a una de las viejas capillas.

—¿Está todo preparado? —preguntó a dos de sus hombres.

—Sí, señor.

—Nadie debe descubrirlo hasta que comience la ceremonia. Todo el plan podía venirse abajo.

Al-Mundhir salió de la mezquita a la gran explanada y observó la noche sobre el Cuerno de Oro. Oriente había estado separado de Occidente por la religión, él iba a cambiar las cosas. El
Quiyama
estaba a punto de llegar y el mundo temblaría de nuevo al escuchar el nombre de los
assassini
.

81

La mesa del embajador estaba muy bien provista. Después de semanas a base de queso de cabra, tortas de trigo, arroz y latas de sardinas, aquello les pareció a todos un manjar. Por unos momentos olvidaron sus preocupaciones, la tensión de las últimas semanas y la gran matanza que se avecinaba. El embajador les había disuadido para que no partieran aquella misma tarde, la noche no era segura en la ciudad. Grupos de vándalos iban a la caza de los armenios y de todo occidental que se cruzara en su camino.

—Me alegro de que se hayan quedado —dijo el embajador.

—¿Por qué tiene tantas cajas acumuladas por toda la embajada? —preguntó Lincoln.

—Bueno, me imagino que ya no es un secreto que nuestro Gobierno tiene intención de entrar en la guerra. Debemos estar preparados para abandonar el país en cualquier momento.

—¿No podríamos causar un problema diplomático al recibir su ayuda? —preguntó Alicia.

—Es muy posible, por eso los hombres que he asignado para que les ayuden no pueden vincularse directamente con la embajada.

—Pero ¿son profesionales? —preguntó Lincoln.

—Naturalmente. Es un grupo de apoyo que tenemos en situaciones de emergencia, pero oficialmente están en el país como hombres de negocios. Lo que no me han dicho es dónde sucederá la matanza.

—No estamos seguros del todo, pero pensamos que será en un edificio grande, posiblemente una mezquita —contestó Nikos.

—En Estambul hay muchas mezquitas grandes —dijo el embajador.

—Tendremos que visitarlas una a una —dijo Lincoln.

—Eso podría llevar días —dijo el embajador.

—¿Qué otra alternativa nos queda? —preguntó Alicia.

El embajador se quedó pensativo, con la mano apoyada en la barbilla y la vista perdida.

—Veamos —dijo pensativo el embajador.

—La mezquita más grande es la de Santa Sofía —dijo Alicia.

—No, es un error muy común entre los turistas. La mezquita más grande de Estambul es la mezquita de Süleymaniye, en turco,
Süleymaniye Camii.
Fue construida por orden del sultán Suleimán I, conocido en Occidente por el nombre de Suleimán el Magnífico.

—Nunca había oído nada acerca de esa mezquita —dijo Lincoln extrañado.

—Tiene razón el embajador, la mezquita de Süleymaniye es la más grande de la ciudad. Está considerada como una especie de respuesta a la arquitectura bizantina de Santa Sofía. La obra bizantina fue encargada por el emperador Justiniano. Después de la ocupación de la ciudad por los turcos, la iglesia de Santa Sofía fue convertida en mezquita por Mehmed II, y sirvió de modelo a otras muchas mezquitas otomanas en Estambul. Suleimán el Magnífico quería superar a Santa Sofía y construir un edificio más suntuoso —dijo Nikos.

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