—Una taza de té me vendrá bien —respondió sir Joseph—, bastante bien.
A esa hora del día no había nadie en la sala de escritura, y cerró todas las ventanas enseguida porque detestaba las corrientes. Luego, dejándose caer en una butaca, preguntó:
—¿Ha visto cómo están subiendo las acciones?
—No —contestó Stephen—. Dígame, ¿conoce a una bestia que se llama Lewis en el Almirantazgo?
—¡Oh, sí! Le trasladaron del Ministerio de Hacienda después de la muerte del señor Smith, que estaba reorganizando la contabilidad. Es muy recto y cumple estrictamente las leyes. Es muy aburrido en los banquetes.
—¿Cree que es un hombre capaz de batirse? No pude evitar retorcerle la nariz hace un momento, y le dije dónde podría encontrarme si quería que le diera una satisfacción.
—No, no. Es más probable que mandara a apresarle y le obligara a hacer las paces, pero en este caso no se lo permitirán. No, no. ¡Oh, no! Pero me alegra saber que le ha retorcido la nariz.
—Y yo me alegro de que me haya dado su opinión. Si a él le hubiera gustado batirse, tendría que rogar a mi amigo que se quedara, y eso sería una lástima porque desea ir a ver a su esposa.
Al final del día le dijo a Jack:
—Te ruego, amigo mío, que te vayas a Ashgrove en la diligencia que sale esta noche. Mañana tengo que asistir a una reunión de entomólogos y a otra de cirujanos, así que no podremos vernos, y, además, tengo que acostarme antes de las diez para poder estar en buenas condiciones para ir a la fiesta.
—Bueno, si insistes —dijo Jack—. Pero debes darme tu palabra de que te irás tan pronto como termines.
—Tan pronto como pueda.
—Sophie se pondrá muy contenta —dijo Jack y luego, sin poder reprimir una sonrisa, preguntó—: ¿Has leído los periódicos?
—Los leeré antes dormirme —dijo Stephen, dirigiéndose a su habitación.
—Te asombrarás —dijo Jack, volviéndose hacia lo alto de la escalera—. Y esto es sólo el principio, ¡ja, ja, ja!
La fiesta de cumpleaños del regente estaba muy concurrida. El señor Harrington besaba manos en calidad de gobernador de las Bermudas y sir John Hollis en calidad de secretario, y muchos caballeros asistían para dar a conocer su triunfo y contemplar las caras decepcionadas de sus rivales. Además de ellos, también estaba allí todo el espectro de oficiales, entre los que destacaban los escoceses, admirados por su uniforme multicolor. Además, había funcionarios de varios ministerios, con trajes de gala oscuros, y muchos civiles. La fiesta era un lugar ideal para hacer discretos contactos, para obtener información y para saber si las influencias y los favores habían fallado o habían sido poco efectivos. Stephen y sir Joseph se saludaron inclinando la cabeza a cierta distancia, pero no hablaron. Luego Stephen vio a sir Joseph hacer una inclinación de cabeza a Wray, que se encontraba junto a un hombre bajo con cara de palo que, obviamente, no estaba acostumbrado a llevar espada. Stephen pensó: «Le hará caer antes de que termine el día. Supongo que ése es el señor Barrow». En respuesta al saludo de sir Joseph, el hombre hizo un brusco movimiento con desgana que contribuyó a reforzar esta idea, y Stephen se quedó pensando un rato en cuál era el grado tolerable de descortesía con que un hombre bien educado podía deliberadamente tratar a otro. Vino a su mente un ejemplo, la insolencia perfectamente dosificada de Talleyrand, pero antes de poder recordar más de media docena de ejemplos, un movimiento general en el extremo de sala interrumpió sus pensamientos. Ya habían terminado las diversas ceremonias; el nuevo secretario del Tribunal Superior de Justicia había recibido el bastón de mando; el secretario del departamento donde se ponía el sello oficial a concesiones y otros documentos había recibido sus honorarios. Todos los presentes formaban parte del círculo de amigos del regente, que en ese momento, seguido por algunos de sus hermanos, empezó a avanzar por la sala. El regente no tenía gracia ni elegancia, ni una conducta irreprochable, pero nadie podía negar que tenía el don de recordar nombres. Reconoció casi todas las caras y repartió frases amables y algún comentario apropiado. No habló con Stephen, pero su hermano, el duque de Clarence, lo hizo por él.
—¡Ah, está usted aquí, Maturin! —exclamó con el vozarrón con que solía gritar desde el alcázar—. ¿Ya está de vuelta?
—Muy bien, muy bien. Tenemos que hablar cuando esto haya acabado, ¿de acuerdo?
Vestía el uniforme de almirante y tenía mucho más derecho a llevarlo que la mayoría de los miembros de la familia real. Era especialmente amable con los oficiales de marina que estaban presentes, y Stephen le oyó saludar a Heneage Dundas con voz atronadora al llegar a su lado cuando pasaba a lo largo de la fila. La casa Hanover no era la familia favorita de Stephen, y no le gustaba casi nada de lo que sabía del duque, pero no podía evitar admirar varias de sus características, como la sencillez, la franqueza y la generosidad que mostraba en ocasiones y que, sin duda, había adquirido en la Armada. A Stephen le habían llamado cuando el duque estaba gravemente enfermo y su paciente pensaba que se había curado gracias al tratamiento que él le había recomendado —creía que un médico de la Armada tenía que conocer mejor las enfermedades de los oficiales de marina que un médico normal— y le estaba profundamente agradecido. Se habían visto con frecuencia durante su convalecencia y se llevaban muy bien, puesto que Stephen estaba acostumbrado a tratar con pacientes difíciles, obstinados, gritones y dominantes, y era un naturalista, además de médico.
Cuando aquello terminó y la gente empezó a moverse de un lado para otro para saludar a sus amigos y ver quién trataba con cortesía a quién, vino hasta donde estaba Stephen, le cogió por el codo y le preguntó:
—¿Cómo le va? ¿Cómo está Aubrey? Lamento mucho lo que van a hacer con la
Surprise
. ¡Navega tan bien de bolina y está en tan buenas condiciones! Pero es vieja, Maturin, vieja. Su problema son los años, como el de todos nosotros. ¿Sabe que ya casi tengo cincuenta? ¿No es asombroso? ¡Cuánta gente! Esto parece una calle del puerto un sábado por la noche. La mitad de los miembros del Almirantazgo deben de estar aquí. Ahí está Croker, el nuevo secretario. ¿Se conocen?
—Nos conocimos en Irlanda hace mucho tiempo, señor. Él asistía al Trinity College.
—¡Oh! Entonces no le llamaré. La verdad es que no es amigo mío —dijo en voz muy baja—. Y allí está el vicesecretario. Probablemente también le conozca. No, tal vez no, porque no es irlandés y usted no conoce bien a los miembros del Comité de Ayuda a los Enfermos y Heridos.
Hizo señas y Barrow se acercó apresuradamente a él con una expresión servil.
—Así que está de nuevo entre nosotros, Barrow —dijo el duque con un tono de voz apropiado para que lo oyera un hombre que había estado enfermo y tenía la capacidad auditiva disminuida—. Estuvo enfermo durante mucho tiempo —añadió, volviéndose hacia Stephen, y luego miró de nuevo a Barrow y dijo—: Este es el doctor Maturin. Podría curarle en un abrir y cerrar de ojos. Le recomiendo que la próxima vez que tenga esas fiebres le pida consejo.
Barrow dijo que sin duda alguna lo haría, si el doctor Maturin se lo permitía, y que sería un honor. Luego añadió que nunca olvidaría la amabilidad de su alteza. Habría seguido hablando así durante un rato si el duque no hubiera preguntado:
—¿Qué demonio de uniforme es ese que tiene una chaqueta, mejor dicho, una chaqueta corta, de color verde botella? Vaya a preguntarle, Barrow.
Poco después el duque vio pasar a un almirante, y dejó solo a Stephen después de estrecharle la mano amistosamente. Entonces se acercó a Stephen Heneage Dundas, quien, para ser un padre putativo, parecía bastante satisfecho, aunque maldijo su suerte por no poder ver a Jack Aubrey. Enseguida se contaron cotilleos y noticias, y luego Heneage dijo que tenía que irse inmediatamente en una silla de posta a Portsmouth y que sólo había venido para ver a alguien, a una joven, y tenía que regresar a su barco. Añadió que si quería enviar algo a Norteamérica sólo tenía que escribir a la
Eurydice
y él le serviría.
«Escribir a Eurídice», pensó Stephen sintiendo una profunda pena.
—¡Primo Stephen! —exclamó alguien junto a él cuando Dundas se alejó.
Era Thaddeus, que llevaba una elegante chaqueta roja. De acuerdo con la tradición irlandesa, los primos Fitzgerald de Stephen nunca habían dado importancia a que fuese un bastardo, y en ese momento Thaddeus le llevó hasta donde se encontraban otros tres. Los tres eran soldados: uno servía en el ejército inglés, otro en el austriaco, y otro —como su padre— en el español. Le dieron noticias de Pamela, la viuda de lord Edward, y su amabilidad y sus familiares voces le alegraron. Cuando ellos se alejaron, fue a hablar con algunos conocidos y se enteró de otros cotilleos interesantes y sorprendentes. Luego se situó en un lugar cercano a la puerta, desde donde podía ver toda la sala, para asegurarse de que el principal motivo de su presencia allí no se escapara. Se había dado cuenta de que tanto Wray como Barrow le habían estado observando la mayor parte del tiempo, y ahora él les observaba a ellos. Poco después Wray notó que tenía los ojos fijos en él, se separó de sus amigos y, con una expresión sorprendida y alegre, se le acercó tendiéndole la mano.
—¡Mi querido Maturin! —exclamó—. Le debo diez mil disculpas.
Luego, en voz muy baja, contó a Stephen que ya no tenía nada que ver con la red norteamericana del servicio secreto, pues ahora se encontraba en otras manos. Añadió que estaban reorganizando el departamento y que las causas de su larga espera habían sido la ineficiencia y una confusión de mensajes, no la falta de cortesía. Le preguntó si podía cenar con él el viernes y le dijo que tenía varios invitados muy interesantes y que Fanny se alegraría de verle. Stephen le observó mientras hablaba y notó que se había comido las uñas hasta la base, que tenía un eczema en el dorso de las manos y en la frente, que tenía cubierta de polvos. Aunque no se le notaba en la voz, era evidente que Wray tenía una gran tensión nerviosa, y Stephen recordó el cotilleo que acababa de oír: que la gran fortuna por la que Wray se había casado con Fanny, la hija del almirante Harte, sólo podían heredarla ella y su hijo, que nadie comprendía cómo los ingresos de Wray le permitían llevar su actual tren de vida y perder casi cada noche en el Button's, y que el día anterior le habían llevado a su casa borracho.
—Es usted muy amable —dijo Stephen—, pero tengo un compromiso el sábado. Sin embargo, hay algunos asuntos de los que me gustaría hablar con usted, aunque no aquí. Vayamos a su casa, por favor.
—Muy bien —dijo Wray con una sonrisa forzada, y ambos se abrieron paso entre la multitud.
Mientras atravesaban Green Park, Wray contaba a Stephen con bastantes detalles lo que había ocurrido en Malta, y Stephen le escuchaba con atención, aunque ni siquiera la décima parte, mejor dicho, la centésima parte de la atención con que lo hubiera hecho pocos días antes. Wray se culpó a sí mismo por la huida de Lesueur, el principal agente francés en la isla, pero dijo que al menos la organización había sido destruida y desde entonces ninguna información había pasado de Valletta a París.
—El problema era que no me encontraba en buenas condiciones —confesó Wray—. Y aún no lo estoy. Me gustaría que me recetara algo para la descomposición de vientre —añadió, sonriendo, y luego abrió la puerta de su casa—. Pase, por favor.
«Si le recetara algo —pensó Stephen—, debería recetárselo para la mente, amigo mío, porque ésa es la parte que le causa problemas. Pero si le prescribo láudano, el medicamento más adecuado para su caso, se convertiría en un adicto a él, en un tragaopio, en un mes, aparte de ser ya un adicto al alcohol.»
Subieron a la biblioteca de Wray, y después de que Stephen rechazase vino, pastel, sorbete, bizcochos y té, Wray dijo que tenía la esperanza de que no creyera que intentaba esquivarle o dejar de saldar la deuda que tenía con él. Agregó que se acordaba bien de la deuda, que le agradecía que hubiera tenido paciencia durante un período tan largo, pero que le daba vergüenza decir que debía rogarle que la tuviera durante un poco más de tiempo. Luego aseguró que a final de mes tendría dinero y podría pagarle por fin y, además, que le daría un pagaré. Finalmente, dijo que esperaba que el retraso no le causara inconvenientes.
Después de una breve y desagradable pausa, Stephen aceptó la propuesta. Aprovechando que estaba en una posición ventajosa, fijó sus ojos claros en Wray, como desafilándole a que diera alguna señal de que conocía su situación y explicó:
—Cuando nos vimos por última vez, en Gibraltar, tuvo usted la amabilidad de ofrecerse a traer una carta a mi esposa, ya que iba a hacer parte del viaje por tierra. Por favor, ¿cuándo la recibió ella?
—Siento decirle que no se lo puedo decir —respondió Wray, bajando los ojos—. Cuando llegué a Londres fui enseguida a la calle Half Moon, pero un sirviente me dijo que su esposa se había ido al extranjero y añadió que tenía orden de mandarle las cartas que recibiera, así que se la entregué.
—Le estoy muy agradecido, señor —dijo Stephen y se despidió.
Si hubiera visto que Wray le observaba riéndose desde detrás de las cortinas de encaje, saltando sobre un solo pie y haciendo con los dedos una señal indicando que era un cornudo, seguramente habría regresado y le habría matado con su daga, porque eso era una crueldad. Era obvio que Diana no esperó a recibir una explicación, aunque no fuera satisfactoria, sino que le había condenado sin escucharle. Eso demostraba que ahora Diana era una mujer más dura y menos afectuosa que la Diana que él conocía, o creía conocer, un ser mítico inventado por él, indudablemente. En la carta de Diana se notaba claramente que era eso lo que había ocurrido, pues en ella no hacía referencia a la suya, pero él no quiso admitir lo que estaba tan claro, y ahora que se veía obligado a hacerlo volvía a sentir en los ojos una quemazón y un hormigueo. Además, se sentía muy solo porque le habían arrebatado su mito.
—¡Oh, señor! —exclamó el portero cuando Stephen entró en el Black's tras un paseo que duró toda la tarde, un paseo en que había atravesado el parque, había ido más allá de Kensington y luego había bajado hasta el río cuando la marea estaba baja—. Un mensajero especial trajo esto para usted y me encargó que no dejara de dárselo en cuanto llegara.
—Gracias, Charles —dijo Stephen. Notó que la carta tenía el sello negro del Almirantazgo, se la metió en el bolsillo y subió la escalera. Como esperaba, en la biblioteca encontró a sir Joseph, que estaba leyendo a Buffon.