Entonces hizo algunos comentarios sobre el mercado de valores a los que Stephen prestó poca atención y luego se rió y añadió:
—¡Qué estupenda trampa! Si no hubiera existido, tendría que haberla inventado. Pero, ¿se me habría ocurrido una idea tan buena como ésta? Lo dudo. Dígame, estimado Maturin, ¿sabe alguien que usted venía a verme?
—Nadie, aunque es posible que lo sospechara el portero de mi club, a quien le encargué que le enviara la nota.
—¿Cuál es su club?
—El Black's.
—Ése también es el mío. No sabía que usted era miembro.
—Casi nunca voy.
—Será más prudente que nos veamos allí. Y también será prudente que vaya usted armado, Maturin. Puede que esté equivocado respecto a la mala fe de esos hombres, como acabo de decir, pero no le hará daño suponer que tengo razón. Se encuentra usted en una posición en que es vulnerable. Le sugiero que haga ver a los demás que es capaz de defenderse, que tiene aliados y que no pueden tratarle como a un hombre insignificante, que no pueden humillarle ni inculparle de nada, ni destruirle. ¿No va a ir al cumpleaños del regente? Allí estarán muchos de sus amigos más importantes y el duque de Clarence.
—Es posible —dijo Stephen, sin convicción.
Se puso de pie para despedirse y se metió el cofre en el bolsillo. Tenía la mente embotada por cansancio.
—Por último quiero sugerirle… —empezó a decir muy bajo y en tono vacilante—. Quiero sugerirle que si le proponen una misión al otro lado del Canal, no la acepte.
Stephen, con la mente despejada otra vez, levantó los ojos.
—No, no quiero decir eso —dijo sir Joseph al leer en su rostro asombrado una pregunta—. Lo que quiero decir es que no tienen discreción y son ineficientes, pero creo que sería muy raro que llegaran a ser siniestros. Sin embargo, en su caso creo que debería usted extremar las precauciones. Venga, haré que le acompañen hasta su club; las calles no son seguras por la noche. Aunque le ahorrarían muchos problemas, si le robaran otra vez.
Por la mañana, una radiante mañana en la cual, sin embargo, cualquier marino podría notar que se estaba formando una tormenta al estenoreste, Jack y Stephen atravesaron el parque y fueron hasta el Almirantazgo. El capitán Aubrey, que iba a hacer una visita oficial, llevaba puesto su uniforme; el doctor Maturin, en cambio, iba allí como un consejero civil y llevaba una decente chaqueta de color pardo con botones forrados. Les hicieron pasar a una sala de espera en la que Jack había pasado muchas horas de su vida, y en ella encontraron sentados a una docena de oficiales. La mayoría de ellos eran tenientes y capitanes de corbeta, naturalmente, pues constituían la clase más numerosa, y eran tantos los que no habían obtenido un ascenso que Jack vio a varios contemporáneos suyos. Uno de ellos era un teniente que era el segundo de a bordo del
Resolution
cuando él viajaba en ese barco como guardiamarina, y ambos estaban hablando de su bodega de popa cuando llegó un conserje y anunció a Jack que el primer lord estaba libre.
Aunque el primer lord era frío y poco expresivo, dijo que era un placer darle la bienvenida a Inglaterra al capitán Aubrey y comunicarle que la Junta se había alegrado mucho de que la expedición del Pacífico terminase satisfactoriamente y de que la
Surprise
hubiese regresado en buenas condiciones. Añadió que lamentaba no tener disponible ningún barco adecuado para él cuyo mando pudiera darle y que, como sabía que los marinos llegaban a encariñarse mucho con sus barcos, lamentaba aún más tener que comunicarle que la Junta había decidido vender la
Surprise.
—Sí, milord, todos la queríamos mucho —dijo Jack—. Conozco la
Surprise
desde que era un muchacho, desde hace veinte años, y sé que nunca ha habido ninguna embarcación como ella. Pero confío en que podré comprarla, pues no creo que valga mucho dinero.
—Esperemos que al menos obtengamos una moderada suma por ella para aumentar los recursos de la Armada —dijo Melville, mirando fijamente a Jack Aubrey.
La mayoría de los oficiales de marina se preparaban para una entrevista en el Almirantazgo bebiendo coñac, ron o ginebra, pero no Jack Aubrey. La razón por la que no había protestado al oír aquella noticia —una noticia que le afectaba poco, pues sabía que la paz estaba próxima y la fragata dejaría de ser útil— era que estaba alegre porque pensaba que volvería a ser rico, que vería a Sophie y a los niños dentro de pocos días y que sus preocupaciones terminarían.
—Por último, milord —dijo, poniéndose de pie cuando la conversación llegó a su fin—, quisiera recomendarle a Tom Pullings, un capitán de corbeta que es un excelente marino y que actualmente está desempleado. Trajo el
Danaë
a Inglaterra como voluntario.
—Le tendré en cuenta —respondió Melville—, pero, como usted sabe, Whitehall está lleno de capitanes de corbeta que son excelentes marinos y desearían tener una corbeta bajo su mando.
Jack se dirigió hasta la puerta y justo antes de abrirla dijo:
—Ahora que nuestra entrevista oficial ha terminado, quisiera preguntarle cómo está Heneage.
Heneage Dundas era el hermano menor de Melville, y cuando éste oyó mencionar su nombre puso una expresión de disgusto.
—Heneage está en Portsmouth, supervisando el aprovisionamiento de la
Eurydice
para llevarla a la base naval de Norteamérica. Debe zarpar dentro de un mes como máximo, y cuanto antes mejor. Aubrey, quisiera que, como amigo, le hiciera comprender que todos desaprueban los actos indebidos que comete. El sábado dejaron frente a su puerta a otro bastardo y eso es una vergüenza para él, su familia e incluso para sus amigos.
En otra parte del edificio, Stephen todavía estaba esperando. Había preguntado por sir Joseph y le habían llevado a una zona oscura situada en la parte trasera. Luego le dijeron que sir Joseph no podía atenderle.
—En ese caso, quisiera hablar con el señor Wray —solicitó.
Entonces le hicieron pasar a una pequeña sala oscura y casi vacía. Para poder dormir la noche anterior, había tomado el láudano, la tintura de opio, y la relajación que le produjo, al menos la relajación física, todavía duraba. Por otro lado, ya no daba importancia al asunto del cofre de latón, y lo único que deseaba era poder deshacerse de él. Lo que realmente le interesaba de esa entrevista era averiguar cuándo había entregado Wray la carta a Diana.
Por tanto, estuvo esperando sin hacer ningún movimiento, absorto en sus meditaciones. Pero incluso él tenía un límite, y cuando el ruido del reloj interrumpió sus pensamientos al dar la hora, se dio cuenta de que le estaban tratando irrespetuosamente. Esperó a que el reloj marcara el cuarto de hora y entonces salió de la sala, atravesó una gran oficina llena de asombrados empleados, recorrió dos pasillos y entró en a sala de espera principal, donde Jack le esperaba. Allí dejó una nota en la que informaba del asunto que deseaba tratar con sir Joseph o el señor Wray, el paquebote
Danaë
, y que regresaría al día siguiente a las once de la mañana.
—Vamos —dijo a Jack—. Busquemos alguna casa de comidas respetable donde puedan darnos de comer. ¿Conoces alguna que abra temprano?
—Fladong's —respondió Jack—. Suele tener un horario similar al de los marinos. Cuando era joven y disponía de algún dinero, comía allí a la dos.
Fladong's todavía tenía un horario como el que habitualmente tenían los marinos, y aunque no comieron a las dos, lo hicieron a una hora temprana en Londres. Cuando terminaron, Stephen explicó:
—Ven conmigo hasta la calle Upper Grosvenor, Jack. Quiero ver a Wray, que seguramente irá a su casa a comer ahora. Sólo voy a concertar una cita con él.
—Si quieres ver a Wray, tienes muchas probabilidades de encontrarle en su casa —dijo Jack algunos minutos después, señalando con la cabeza la parte del parque donde desembocaba aquella calle.
—¡Qué vista tienes, amigo mío! —exclamó Stephen—. No habría podido distinguirle desde aquí sin un catalejo. Ahora escúchame: si no quieres acompañarme, da un par de vueltas por la plaza hasta que me reúna contigo.
—Muy bien —dijo Jack—, pero después iré a cambiarme el uniforme por ropa de paisano, pues no me gusta andar por ahí como un maldito soldado.
Se separaron. Stephen fue hasta la casa, tocó el timbre y entregó su tarjeta de visita. Le comunicaron que el señor Wray no estaba en casa y regresó a la plaza.
—¿Le encontraste en casa? —preguntó Jack.
Stephen podría haber respondido que le había encontrado fuera, pero no tenía valor para mentir y se limitó a decir:
—El pobre hombre me debe una gran cantidad de dinero que perdió jugando a las cartas, y cree que intento reclamársela; sin embargo, lo único que quiero es que me diga una fecha relacionada con otro asunto. Por supuesto, eso no significa que no recibiría el dinero de buen grado. Arriesgué el mío y habría pagado si hubiera perdido.
Cuando Jack, vestido con su chaqueta de espantapájaros y sus pantalones de color pardo, bajó la escalera para ir con su amigo a un concierto de música antigua, Stephen dijo:
—Perdóname, amigo mío, pero no puedo cumplir lo acordado para el martes. Tengo que asistir al cumpleaños del regente.
Podría haber añadido «porque tampoco voy a ver a Wray en el Almirantazgo mañana», si ese comentario no hubiera sido impropio de su reserva, en parte innata y en parte adquirida.
No vio a Wray al otro día, y casi se alegró de ello. No estaba en buenas condiciones, y cuando pensaba que tendría que ver su expresión compasiva y su alegría bien disimulada, aunque no totalmente oculta, por haber triunfado, le acometía una inmensa rabia. Mientras se dirigía a Whitehall para acudir a su cita, le empujaron varias veces y él devolvió los empujones con fuerza, lo que raramente hacía, ya que solía evitar el contacto físico con otras personas y dominaba sus emociones. Al llegar le hicieron pasar a una habitación que podría haber sido el despacho de Wray, una amplia habitación con un gran fuego en el hogar y una alfombra de considerable tamaño, pero detrás del espacioso escritorio, encima del cual se encontraba un tintero de plata, estaba sentado un hombre de mediana estatura y facciones corrientes que vestía un brillante traje negro y un corbatín blanco excesivamente almidonado, tenía una extraordinaria cantidad de polvos en el pelo, y por todo eso tenía aspecto de funcionario de alto rango. Su gesto mostraba su autoritarismo y su propensión al enfado y, además, el nerviosismo que sentía en ese momento. Se presentó como el señor Lewis, dijo que representaba al jefe del departamento y, para mostrar su superioridad desde el primer momento, añadió que el doctor Maturin había llegado con diez minutos de retraso, pues ya eran las once y diez.
—Es posible —dijo Stephen—, pero, ¿sabía usted que ayer me hicieron esperar más de una hora y no me dieron ninguna explicación ni se disculparon?
—Lamento que le hicieran esperar, pero no supondrá usted que el vicesecretario interino, el hombre que sustituye al vicesecretario del Almirantazgo, puede recibir a todas las personas en el momento en que estiman conveniente venir.
—Todas las personas —dijo Stephen, poniéndose de pie y acercándose al fuego—. Todas las personas —repitió, metiendo el atizador en el fuego para lograr que entrara más aire en el centro.
Lewis le miró con profundo desagrado, pero como había leído las notas que tenía sobre el escritorio, se esforzó por ser cortés.
—Tal vez la expresión «todas las personas» no sea la más adecuada, pues, según tengo entendido, posee usted una llave de la puerta secreta. Tengo orden de pedir a todos los que poseen una que me la entreguen, ya que van a cambiar la cerradura. ¿Trae usted la suya?
—No.
—Entonces, por favor, tenga la amabilidad de traerla o enviarla hoy por la tarde. Bueno, señor, quería usted hablarme del
Danaë
, ¿no es así?
—¿Sabe usted que recibí la orden de sacar algunos documentos de ese barco si me encontraba con él en el Atlántico?
—Tengo todos los detalles aquí —dijo Lewis en un irritante tono insolente como si tratara de demostrar su superioridad, a la vez que tocaba un cartapacio atado con una cinta roja.
Stephen comprendió enseguida que el hombre mentía, que no sabía nada del servicio secreto y casi nada de ese asunto, pues el cartapacio era extraordinariamente delgado. Estaba claro que era un administrativo a quien habían enviado allí para escuchar lo que el doctor Maturin tenía que decir. No obstante, continuó:
—Me encontré con el paquebote y saqué los documentos. Dadas las circunstancias, no me pareció conveniente mandarlos a Inglaterra en el propio paquebote después de recuperarlo.
Volvió a sentarse.
—¿No lo notificó inmediatamente a las autoridades competentes?
—No.
—Desembarcó usted en Inglaterra el día 17. ¿Por qué no lo notificó entonces?
—A ver si nos entendemos, señor Lewis. Su pregunta no es realmente una pregunta sino un reproche, y yo no he venido aquí para que me recriminen.
—Si ha venido aquí con la idea de obtener una comisión adicional, permítame decirle que sus superiores…
—¡Dios mío! Es usted un pajarraco repugnante, ignorante e incompetente —soltó Stephen en voz muy baja y en tono rabioso mientras se echaba hacia delante—. ¿Cree usted que soy un espía a sueldo o un informador? ¿Cree que tengo dueño, que me han comprado? ¡Por Dios!
La pena que sentía era ahora más profunda, porque veía que un eficiente servicio secreto estaba al borde de la ruina y su forma de luchar hábil y tenaz había desaparecido. Entonces gritó:
—¡Estúpido hombrecillo!
Lewis se echó hacia atrás en la silla y le miró con un gesto estúpido y asombrado. La expresión de Stephen le intimidaba y enseguida dijo:
—Cálmese, estimado señor, cálmese.
Pero Stephen alargó el brazo hasta el otro lado del escritorio, agarró la nariz de Lewis, la sacudió furiosamente de un lado a otro haciendo caer los polvos que tenía en el pelo, y luego la retorció a la derecha y a la izquierda y otra vez a la derecha y a la izquierda. Después lanzó el tintero al fuego, y se limpió la mano manchada de sangre en la corbata de Lewis.
—Si quiere encontrarme, estaré en el Black's —dijo, y luego salió de la habitación.
Cuando llegó al Black's vio a sir Joseph subiendo lentamente la escalera.
—¡Cuánto me alegro de verle, Blaine! —exclamó—. ¿Qué le parece si tomamos té en la sala de escritura?