El reverso de la medalla (17 page)

Read El reverso de la medalla Online

Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El reverso de la medalla
10.57Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero estoy casi seguro de que iré el domingo, tan seguro como puede estar uno de las cosas en la mar, y no encuentro palabras que expresen los deseos que tengo de que llegue ese día. Después de tanto tiempo tendremos muchas, muchas cosas que contarnos.

Se puso de pie y se acercó a la ventana que daba a la montaña donde se encontraba el
semáforo
[13]
, cuyas banderas estaban en continuo movimiento mandando información a Londres, desde donde respondían con extraordinaria rapidez. Los miembros del Almirantazgo debían de saber que la
Surprise
había llegado desde el día en que mostró su número de identificación fuera de la rada, y tal vez ya habían decidido lo que iban a hacer con ella. Esperaba que en lugar de excluirla de la Armada y venderla la dejaran en la reserva, y pensaba que mientras no tuviera roturas había esperanzas.

«La fragata serviría para el canje de prisioneros, por ejemplo —pensó el martes siguiente, sentado solo en la cabina del
Despatch
, mientras el barco navegaba velozmente por el Canal con el viento del oestesuroeste—. Sería mejor, mucho mejor que esta carraca. Es muy apropiada para esta tarea por todas sus cualidades: belleza, gracia, rapidez… Además, a diez millas es inconfundible. ¡Qué desperdicio! ¡Qué lástima! Pero si sigo dándole vueltas a la cabeza, me moriré de tristeza o me volveré loco.»

Sin embargo, continuó pensando en ella. En la parte más objetiva de su mente surgió la idea de que, aunque la rapidez era una buena cualidad en un barco con bandera blanca que hacía el canje de prisioneros, el hecho de que fuera reconocido no era importante, o por lo menos no lo era en los que hacían el recorrido entre Francia e Inglaterra. Bonaparte había decidido no canjear prisioneros, y no había muchas razones que justificaran la existencia de esos barcos con bandera blanca, que se parecían poco a los normales. No obstante, iban continuamente de una costa a la otra y a veces transportaban enviados de un bando u otro con propuestas y contrapropuestas; otras, eminentes naturalistas, como sir Humphry Davy o el doctor Maturin, cuando eran invitados a dar una conferencia en alguna de las academias de París o en el Instituto de Francia; otras, objetos de interés científico recogidos por la Armada Real y enviados a la
Royal Society
[14]
, a la cual el Almirantazgo encargaba su custodia; otras (con mucha menos frecuencia), ejemplares de alguna especie desde Inglaterra a Francia; y, constantemente, periódicos de los dos bandos y muñecas con elegantes vestidos para que en Londres supieran cuál era la moda en Francia. Algo muy importante en esos barcos era la discreción, y a veces los pasajeros permanecían en diferentes cabinas durante el viaje y desembarcaban por separado durante la noche. Esta vez el
Despatch
, después de reunirse con el barco del práctico de puerto en la rada de Calais, atracó en un muelle vacío. Pero a las cuatro de la madrugada, Jack, que estaba medio dormido en un coy colgado en la cabina comedor de Tennant, oyó subir a un grupo de personas, al que siguieron otros tres a intervalos de media hora. Sabía bastante bien cómo se hacían las cosas en esos barcos, porque Stephen y él habían viajado en el predecesor del
Despatch
una de las raras veces en que se había violado la convención. A ambos les hicieron prisioneros en Francia, y Talleyrand preparó su fuga para que Stephen, que le pareció un agente secreto, pudiera llevar al Gobierno inglés y a la corte francesa exiliada en Hartwell sus propuestas para derrotar a Bonaparte. Por eso no le sorprendió que Tennant le pidiera que se quedara abajo mientras los otros pasajeros desembarcaban en un lugar apartado en el puerto de Dover, un lugar alejado del tráfico del puerto, aunque también alejado de la aduana, por donde Jack tenía que pasar. No le importaba pasar por allí, pues en su maleta no llevaba nada que tuviera que declarar, pero temía que las personas que estuvieran delante de él reservaran todos los asientos de la silla de posta de Londres, tanto los interiores como los exteriores, y alquilaran todos los coches, que eran muy pocos debido a la decadencia de la ciudad.

—Ven a comer conmigo en el Ship —dijo Jack cuando los tripulantes del
Despatch
amarraban el barco al muelle de la aduana y colocaban la plancha sobre él—. Prodgers hace una comida muy buena.

—Gracias, Jack —dijo Tennant, pero tengo que zarpar hacia Harwich antes de que cambie la marea.

Eso no contrarió a Jack. Harry Tennant era una magnífica persona, pero seguramente habría dicho: «A la
Surprise
le espera un horrible destino… La van a convertir en leña… ¡Qué desperdicio…! En estos casos, no hay esperanza de que se retracten… Es lamentable disgregar a una tripulación tan buena… Probablemente, tus oficiales se quedarán en tierra bastante tiempo… Tal vez nunca vuelvan a conseguir otro barco… Mi tío Coleman estuvo a punto de ahorcarse cuando llevaron la
Phoebe
al desguace, y eso, indudablemente, precipitó su muerte».

—¿Puedo llevarle la maleta, señor? —dijo alguien con voz aguda cerca del codo de Jack.

Jack miró hacia abajo y vio con asombro que a su lado no había un confiado granuja descalzo sino una nerviosa niña con delantal, cuyo rubor se notaba por debajo de la suciedad que cubría su rostro.

—Muy bien —respondió—. Tengo que ir al Ship. Coge tú un asa y yo cogeré la otra. Sujétala fuerte.

Ella agarró un asa con las dos manos y él estiró el brazo y dobló las rodillas. Y así, incómodos, los dos atravesaron la ciudad. Ella dijo llamarse Margaret y le contó que su hermano Abel era quien solía llevar las maletas a los caballeros, pero que un caballo le había pisoteado un pie y que los otros muchachos, muy amables, le habían permitido a ella ocupar su lugar hasta que se mejorara. Cuando llegaron al Ship, Jack le dio un chelín y ella puso una expresión de disgusto.

—Eso es un chelín —dijo Jack—. ¿No has visto nunca un chelín?

Ella negó con la cabeza.

—Tiene el valor de doce peniques —dijo Jack, mirando su dinero suelto—. ¿Has visto las monedas de seis peniques?

—¡Oh, sí, claro! ¡Todo el mundo las ha visto! —exclamó Margaret en tono despectivo.

—Pues ahí hay dos, porque dos veces seis es doce, ¿sabes?

La niña le devolvió el desconocido chelín y recibió con una expresión muy seria las conocidas monedas de seis peniques. Entonces su cara se iluminó como el sol atravesando una nube.

Jack entró en el comedor. Tenía mucha hambre porque estaba acostumbrado al anticuado horario de comidas de la Armada.

—Todavía falta media hora, señor —dijo un camarero—. ¿Quiere tomar algo en la salita mientras espera?

—Bueno —respondió Jack—. Quisiera una pinta de jerez, pero la tomaré aquí, junto al fuego. Así no perderé ni un minuto cuando sirvan la comida. Tengo tanta hambre que me comería un buey. Pero antes quisiera que me reservara un asiento en la silla de posta de Londres, da lo mismo dentro que fuera.

—¡Oh, no, señor! Están todos reservados desde hace una hora.

—¿Podría alquilarme un coche, entonces?

—Bueno, señor, como los negocios están tan flojos, ya no los alquilamos. Pero Jacob —añadió, señalando con la cabeza al único camarero con barba que Jack había visto en un país cristiano— podría ir a la compañía Union, o a la Royal, para ver si les quedan coches en las cocheras. Antes fue a buscar uno para otro caballero.

—Pídale que vaya —dijo Jack—, por favor, y dígale que su esfuerzo será recompensado con media corona.

Luego, mientras bebía tranquilamente la primera copa de jerez, pensó: «Supongo que no es realmente un camarero sino un empleado que atiende los caballos y a veces ayuda en el comedor, y por eso le permiten llevar barba».

Por fin llegó la comida, seguida de un grupo de caballeros hambrientos. El primero de ellos, un hombre delgado de expresión inteligente que vestía una chaqueta negra con botones dorados, se sentó junto a Jack. Inmediatamente le pidió que le alcanzara el pan y empezó a comerlo con avidez, aunque manteniendo los buenos modales, y no volvió a decir palabra. Era un hombre reservado, posiblemente un abogado con numerosa clientela. Al otro lado de la mesa estaba sentado un comerciante de mediana edad con un sombrero de ala ancha muy ajustado, que miró a Jack, primero con las gafas puestas y luego sin ellas, mientras comía el caldo y el pudín de finas hierbas con los que había comenzado la comida.

—Amigo cuáquero, ¿tiene usted un vehículo de piel?

—Lo siento, señor —respondió Jack—, pero ni siquiera sé lo que es un vehículo de piel.

—Bueno, la verdad es que pensé que era usted un cuáquero, por su modesto traje.

Efectivamente, Jack iba vestido austeramente, pues su ropa de paisano se había estropeado mucho en los trópicos, y aún más entre ellos, pero no imaginaba que pareciera tan modesta como para llamar la atención.

—Un vehículo de piel —continuó el comerciante—, es lo que el profano llama una máquina tirada por caballos, es decir, un coche.

—Bueno, señor-dijo Jack—, todavía no tengo ningún vehículo, pero espero disponer de uno pronto.

Apenas habló de su esperanza, la perdió. Mientras el sirviente con barba pasaba una fuente de chirivías por entre el caballero de la chaqueta negra y Jack, dijo al caballero:

—El coche de la Royal estará esperándole en nuestro patio, justo aquí detrás, al final de la comida —y dirigiéndose a Jack—: Lo siento, señor, pero ése era el último coche. No hay ningún otro en la ciudad.

Cuando aún no había terminado de hablar, el hombre que estaba sentado al lado del cuáquero, un tipo presuntuoso y con aspecto de subastador, bramó:

—¡Esto es un maldito engaño, Jacob! Yo te pedí primero que alquilaras un coche de la Royal. Ese coche es mío.

—Me parece que no, señor —dijo tranquilamente el hombre que estaba sentado junto a Jack—. Además, ya he pagado hasta la primera posta.

—¡Tonterías! —exclamó el tipo presuntuoso—. Le repito que es mío. Le llevaré a usted, si quiere —dijo, volviéndose hacia el cuáquero—, amigo anticuado.

Entonces se puso de pie y salió corriendo de la habitación gritando:

—¡Jacob! ¡Jacob!

El hombre dio realmente una escena y todos le miraron con asombro, pero, como estaban saciando su hambre porque el hostelero continuamente cortaba pedazos de carne de vaca, de cordero y de cerdo asada y los mandaba a servir en la mesa, la calma se restableció pronto, y con ella volvieron los pensamientos claros y enlazados lógicamente. Pocos hombres disfrutaban más de los dichos ingeniosos que Jack Aubrey, tanto de los suyos como de los que decían otros, y cuando estaba mezclando las chirivías con la mantequilla y dando vueltas a las palabras en la cabeza, con la esperanza de que se le ocurriera algo brillante, el hombre que estaba a su lado le dijo:

—Siento que no haya conseguido un coche, señor, pero le invito a compartir el mío si quiere. Voy a ir a Londres. ¿Podría pasarme la mantequilla, por favor?

—Es usted muy amable, señor —dijo Jack—. Se lo agradezco mucho. Precisamente deseaba llegar a Londres hoy. Permítame servirle una copa de vino.

No tardaron en entablar conversación. Fue una conversación trivial, ya que hablaron principalmente del tiempo que hacía, de la posibilidad de que lloviera más tarde, del apetito que daba la brisa marina y de la diferencia entre el lenguado de Dover y el del mar del Norte; sin embargo, fue muy agradable y amistosa. Aun así, molestó al hombre de gafas, que de vez en cuando les miraba con indignación y, cuando sirvieron el queso, se levantó bruscamente tirando la silla al suelo y fue a reunirse con el tipo presuntuoso en la puerta caminando muy estirado.

—Me parece que hemos molestado al cuáquero —dijo Jack.

—No creo que sea un cuáquero —dijo tranquilamente el hombre de la chaqueta negra, después de una pausa en la que se fueron también algunos de los caballeros que estaban sentados en el extremo de la mesa—. Conozco a muchos hombres respetables, como por ejemplo Gurneys y Harwoods, que son cuáqueros y se comportan como seres razonables, no como actores en un teatro de provincia. Según creo, ya no mantienen las peculiaridades de su lenguaje ni de su vestimenta; dejaron de usarlas hace más de cincuenta años.

—Pero ¿por qué quiere pasar por cuáquero? —preguntó Jack.

—¿Por qué? Seguramente para aprovechar que tienen fama de honestos y fiables. Pero el alma de los hombres es insondable —añadió el hombre de la chaqueta negra, sonriendo y cogiendo un cartapacio de piel que estaba apoyado contra su silla—. Tal vez tenga relaciones amorosas ilícitas o trate de escapar de sus acreedores. Ahora, señor, si me disculpa, voy a buscar mi equipaje.

—Pero ¿no se queda usted a tomar café? —preguntó Jack, que había pedido una cafetera.

—Desgraciadamente, no puedo —respondió el hombre de la chaqueta negra—. No me sienta bien. Pero no se dé prisa, se lo ruego. Tengo el estómago un poco revuelto y tendré que reposar durante más tiempo del que tardará usted en tomarse dos o tres cafeteras. Nos reuniremos junto al coche dentro de unos quince minutos. Estará en el patio desierto que está detrás de la cocina, donde solían guardar los coches del Ship.

Catorce minutos después, Jack llegó al patio con su maleta. Antes de doblar la esquina, había oído unos extraños gritos en tono irritado, y cuando llegó al portón vio que el cuáquero y el tipo presuntuoso forcejeaban con su amigo mientras el cochero, que era apenas un muchacho, sujetaba la cabeza de los caballos y, gritando tan alto como se lo permitía su voz aguda y débil, se levantaba del suelo cada vez que la alzaban. El tipo presuntuoso había golpeado al hombre de la chaqueta negra de modo que su sombrero había bajado hasta cubrirle los ojos, y ahora le apretaba el cuello. Mientras, el cuáquero le daba patadas e intentaba arrebatarle el cartapacio de piel que sujetaba con todas sus fuerzas.

Jack era lento para idear una broma, pero muy rápido para entablar una lucha. Corrió desde el portón a toda velocidad y empujó por la espalda al tipo presumido con el peso de todo su cuerpo, doscientas veinticinco libras, haciendo que se golpeara la cabeza contra el adoquinado. Luego se levantó de un salto para coger al cuáquero, pero éste, con una agilidad insólita en una persona de cierta edad y mucho peso, ya se alejaba corriendo. Cuando el hombre de la chaqueta negra se desencajaba el sombrero, pudo ver el brazo de Jack y al tipo presuntuoso arrodillado y dijo:

—Déjele ir, déjele ir, por favor. Le ruego que le deje ir. Y también a ese rufián borracho. Le estoy muy agradecido, señor, pero no quiero que se forme un escándalo.

Other books

Winterfall by Denise A. Agnew
Abel Sánchez by Miguel de Unamuno
Black by T.l Smith
Only You by Bonnie Pega
We Are Both Mammals by G. Wulfing
A Woman Lost by T. B. Markinson