Pero el argumento que Mitchell utilizaba en su defensa, por desgracia, era demasiado común y se debilitaba a medida que lo repetía. Lo cierto era que los amotinados no sólo habían matado a Pigot sino también al primer, al segundo y al tercer oficiales, al contador, al cirujano, al secretario del capitán, al teniente de Infantería de marina, al contramaestre y a un joven guardiamarina, primo de sir William; y por si fuera poco, habían entregado la fragata al enemigo. No obstante, el carpintero y el condestable, que habían sobrevivido, no declararon en ningún momento que algún marinero hubiese sido insultado ni golpeado, herido o asesinado por oponerse a los amotinados. Uno tras otro, los demás marineros aseguraron no haber tenido nada que ver con lo ocurrido, que les habían avasallado y que pedían por Dios que pensaran en lo que habían sufrido. Pero todo fue en vano. Algunos, los más elocuentes, hablaron sorprendentemente bien; otros, los típicos buscapleitos, se limitaron a usar términos legales y a intimidar a los testigos recordándoles que se encontraban bajo juramento y que el perjurio se castigaba con la pena de muerte en este mundo y con el infierno en el otro; la mayoría de ellos, temerosos de lo que les rodeaba y sin fuerzas debido al largo tiempo que habían estado prisioneros, se limitaron a negar todo mecánicamente una y otra vez, pero casi todos se defendieron a sí mismos, casi todos trataron de salvar sus vidas haciendo gala de toda la habilidad y la inteligencia que poseían, aunque seguramente sabían que había muy pocas esperanzas de conseguirlo.
En realidad, ninguna. Todos los miembros del tribunal estaban en contra de ellos y el veredicto se había emitido mucho antes de que comenzara el juicio. Aparte del horror que ese motín inspiraba, las pruebas contra los marineros eran abrumadoras, y, para asegurarse de que había suficientes, habían logrado que dos de ellos se convirtieran en traidores y delataran a los demás a cambio de que les perdonaran la vida. Pero todos se defendieron de las acusaciones y contraacusaciones, como si lo que ellos hicieran pudiera influir en el tribunal.
Jack les escuchaba con gran atención y una expresión grave, y su esperanza disminuía a medida que pasaban las horas. A su izquierda estaba sentado el capitán Goole, el presidente del tribunal, y a su derecha, un capitán de pelo gris. Al otro lado de Goole se encontraba Berry, capitán de la
Jason
, y al lado de éste un joven de apellido Painter que acababa de ser ascendido a capitán y estaba al mando de la corbeta
Víctor
. Todos tenían la misma expresión seria y estaban sentados formando un sólido tribunal azul y oro, detrás de aquella mesa cubierta de papeles. Stone desempeñaba la función de asesor legal y, ayudado por sus colaboradores, dirigía el juego, porque aquello no era más que un juego, juego odioso; y, como todos, se regía por una intrincada red de reglas. Una de ellas era que a los acusados se les permitía decir lo que quisieran, interrogar a los testigos y dirigirse al tribunal para que el juicio pareciera justo. A Jack le parecía repugnante participar en aquella solemne farsa, y una indecencia estar sentado allí juzgando a esos hombres que luchaban inútilmente. Jamás se atrevería a jurar que de haber estado en el lugar del joven Mitchell habría arriesgado la vida por el infame Pigot; probablemente varios hombres habían sido eliminados por intentar ser neutrales, pero los delatores habían jurado que todos los acusados usaban armas. ¡Cuánto deseaba haberles golpeado con furia hasta matarlos! ¡Cuánto deseaba que el deber no le hubiera obligado a permanecer sentado allí, en medio de toda aquella podredumbre!
La podredumbre no estaba solamente en el lado de la mesa donde se encontraban los hombres bien vestidos, bien alimentados y a salvo; muchos de aquellos marineros escuálidos, pálidos por haber estado encarcelados, harapientos, sin afeitar y con el pelo largo, grotescos frente a los infantes de marina —con sus impecables chaquetas de color escarlata— que les vigilaban, habían empezado a mentir descaradamente y a echar la culpa al primero que se les ocurriera. Por supuesto era más comprensible que la podredumbre se instalara en aquella parte de la sala, pero eso no la hacía menos condenable. Jack había visto en otras ocasiones cómo se quebraba la lealtad que existía entre los marineros. Cómo muchos de los que intentaban alejarse en lanchas de un barco que se hundía empujaban a los que se acercaban nadando e incluso les cortaban los dedos cuando se agarraban de la borda. Un espectáculo similar al que presenciaba en esos momentos.
Cuando el tribunal suspendió la sesión para comer, bastante tarde, Jack estaba muy desanimado, sobre todo porque era evidente que el juicio iba a durar mucho tiempo.
Stephen Maturin no estaba mucho mejor que él. El señor Palmer, el capitán de la
Norfolk
, sufría de melancolía y tenía fiebres palúdicas cuartanas desde que estaba en el Pacífico, y, puesto que el botiquín de Butcher se había hundido con la fragata, Stephen le había administrado otros medicamentos, con mucho éxito al principio. Las fiebres, con sus inevitables secuelas, habían remitido con quinina y sasafrás, pero la melancolía se le había agudizado desde que doblaron el cabo de Hornos.
—Se cortará las venas si lo dejan solo —sentenció Butcher cuando se iban.
—Eso me temo —admitió Stephen—. Pero parece que el láudano le ha hecho mucho efecto. Me gustaría tener hojas de ese arbusto peruano llamado coca: le activarían la mente mucho más que esa mezcla de eléboro, agua y leche.
En ese momento les interrumpió la llegada de la falúa, y Stephen regresó a la
Surprise
. El capitán acababa de subir a bordo sin ninguna ceremonia, apoyándose en el pescante de babor, y sacó la mano fuera de la borda para ayudar a Stephen.
—¿Has comido? —preguntó Jack, pues la hora de comer de los oficiales ya había pasado.
—¿Que si he comido? —inquirió Stephen—. No, no he comido.
—Entonces ven a comer algo conmigo —le invitó Jack—. Aunque bien sabe Dios que no hay nada como formar parte de un consejo de guerra para quitarle el apetito a uno —añadió mientras conducía a Stephen a la cabina.
—Todavía faltan diecisiete minutos para la hora, señor —informó Killick con una expresión malhumorada, como si le hubieran cogido en falta—. Me dijo a las cuatro porque el consejo de guerra celebraba hoy el juicio.
—No tiene importancia —dijo Jack—. Dile al cocinero que se dé prisa y sírvenos jerez mientras tanto.
No tuvieron que esperar mucho rato. El cocinero de Jack era de las Indias Orientales y estaba acostumbrado a recibir latigazos si no terminaba la comida de su patrón puntualmente, así que antes de que acabaran de beber la segunda copa de jerez, el camarote se inundó con el olor de una sopa de pescado hecha con atún, langosta, cangrejo, mejillones, almejas y una amplia variedad de pescados de pequeño tamaño procedente de los arrecifes de coral.
Era una sopa magnífica, una sopa de la que no habrían dejado ni rastro en circunstancias normales, pero que en esta ocasión pidieron que se la llevaran casi sin haberla probado.
—¿Le preguntaste al almirante por el señor Barrow y el señor Wray? —inquirió Stephen en cuanto sirvieron el pudín de carne y riñones.
—Sí —respondió Jack—. Me dijo que la situación no había cambiado.
—Gracias por acordarte —dijo Stephen, mientras partía la masa blanca y blanda con la cuchara—. Prefiero el pudín más cocinado.
No expresó su opinión sobre la noticia, pero le había causado una gran satisfacción. Aunque el señor Barrow todavía era oficialmente el vicesecretario del Almirantazgo, quien desempeñaba su trabajo desde hacía ya tiempo era el señor Wray, un hombre bastante joven y muy bien relacionado que había demostrado ser muy competente en el Ministerio de Hacienda. Stephen y Wray habían sido presentados mucho antes de que éste tuviera algo que ver con la Armada, pues era un conocido de Jack, pero llegó a conocerlo bien en Malta, adonde Wray había sido enviado para acabar con la corrupción en los astilleros y resolver un asunto mucho más serio, un caso de traición en la Administración de la isla, ya que, al parecer, un alto cargo pasaba información confidencial de suma importancia a uno de los servicios secretos franceses. Pero aquello no había contribuido a estrechar su relación, porque Stephen tenía la impresión de que Wray, un novato en una actividad tan delicada y peligrosa, no gozaba de toda la confianza de su propio jefe, sir Joseph Blaine, el director del servicio secreto naval, quien, naturalmente, esperaba a que sus agentes demostraran su habilidad y, sobre todo, su discreción, antes de confiarles la vida de todos los hombres que integraban la red de espionaje. Esa reserva era usual en las redes de espionaje y contraespionaje, y aunque un hombre fuera admitido en ellas, debía esperar cinco años antes de enfrentarse a los asuntos más delicados. Por esa razón, a pesar de que Stephen tenía amistad con Wray y escuchaba música y jugaba a las cartas con él —aunque Wray tenía muy mala suerte y ya le debía casi una fortuna—, no consideró apropiado hablarle de su trabajo en el Mediterráneo ni de su relación con sir Joseph hasta el último momento, cuando no tuvo elección. Había identificado al traidor y a su colega francés por su cuenta, pero una vez conseguida la valiosa información, tuvo que abandonar la isla; sin embargo, envió a Wray que estaba en Sicilia, una carta urgente en la que le contaba todo lo que sabía (por tanto, le había revelado su identidad) para que acabara con toda la organización. El traidor fue apresado, pero, desgraciadamente, el principal agente secreto francés había escapado, quizá debido a la inexperiencia de Wray. Stephen se enteró de la noticia en Gibraltar justo antes de partir hacia el Pacífico, y aunque no había visto a Wray, que haría parte del viaje de regreso a Inglaterra por tierra, aceptó su ofrecimiento de llevar una carta suya hasta allí. En Malta había utilizado a una hermosa dama italiana para descubrir a los agentes secretos al servicio de Francia, y puesto que les habían visto juntos a menudo y los dos habían ido a Gibraltar en la
Surprise
, se creó la opinión general de que eran amantes. Aquello había llegado a oídos de Diana, una mujer extremadamente apasionada e impulsiva, y la carta tenía como objetivo paliar su posible resentimiento por el comportamiento que había mostrado, no porque fuese inmoral —a ella el comportamiento inmoral no le parecía censurable—, sino porque lo consideraría una intolerable afrenta pública. Por desgracia, debido a la naturaleza de aquel asunto, en la carta no podía expresarse con toda sinceridad; no podía contar toda la verdad, por lo que le había pedido a Wray que con sus propias palabras y en un tono de voz convincente le explicara lo que no podía escribir. Ahora deseaba conocer hasta el último detalle de la conspiración maltesa y las circunstancias que habían rodeado el insólito suicidio del traidor, y era mejor enterarse directamente, a través del propio Wray, que no después de que la información fuera filtrada por el señor Barrow, con su interminable y estúpido discurso de autocomplacencia, o por sir Joseph, a quien Stephen había conseguido numerosos insectos y algunas mariposas, que a pesar de ser diez veces superior a Wray por su extraordinaria sagacidad y su gran experiencia, no se hallaba en Malta por aquel entonces. Por otro lado, aunque Wray no tuviera la talla de sir Joseph, era perspicaz, astuto e inteligente, tal vez demasiado inteligente. A pesar de que le gustaba mucho vivir en el lujo y apostar grandes sumas de dinero, a Stephen no le resultaba antipático, aunque al final de su estancia en Valletta había llegado a aburrirle con su insistencia en seguir jugando a las cartas con él; fue perdiendo cada vez más dinero hasta que por fin se percató de que no podía pagarle y le pidió indulgencia. Además, Stephen le tenía simpatía por su profundo amor a la música y porque había solicitado, o, al menos, recomendado, que se le concediera un ascenso a Tom Pullings, el primer teniente de Jack Aubrey, a pesar de que él y Jack habían tenido una pelea varios años atrás, una pelea cuyos pormenores Stephen no conocía, pero que habría provocado rencor en una persona con peores sentimientos. En cuanto a las promesas que Wray había hecho a Stephen para agradecerle su indulgencia, las promesas de que ayudaría a Jack a conseguir una potente fragata en la base naval de Norteamérica y a Pullings el mando de un barco, Stephen no era tan ingenuo como para pensar que tenían el valor de un contrato, pero creía que las cumpliría.
Aunque no era una de sus cualidades más sobresalientes, Stephen no carecía de ingenuidad, y por eso nunca sospechó que Wray fuera un agente secreto al servicio de Francia. Pero también era cierto que sir Joseph, mucho menos ingenuo que él, tampoco lo había sospechado, y que los únicos defectos que encontraba en Wray eran no ser la persona adecuada para el cargo y carecer de experiencia y discreción. Ni Stephen ni sir Joseph podían imaginar que un servicio secreto francés reclutaría a un hombre derrochador, jugador, presumido, locuaz y poco fiable, por muy inteligente y perspicaz que fuera.
Tampoco ninguno de ellos podía imaginar que Wray y su amigo Leward, también un ferviente admirador de Bonaparte, más inteligente, poderoso y discreto que él, participaban en la conspiración que existía en Whitehall para desacreditar a sir Joseph y a sus colaboradores y sustituir a éste por el mediocre Barrow, fácilmente manipulable incluso aunque volviera a ocupar su puesto. Si la conspiración triunfaba, Wray y Leward lograrían conocer ese extraño organismo tan selecto y casi fantasmal conocido simplemente como «el Comité», que vigilaba todos los servicios secretos de Gran Bretaña y sus aliados para conocer sus actividades al más alto nivel.
Para colmo, durante el poco tiempo que Stephen se había relacionado con Wray no se había percatado de que, en efecto, albergaba malos sentimientos y era vengativo. Wray odiaba a Jack Aubrey a causa de aquella pelea y había influido en el Almirantazgo para perjudicarle tanto como fuera posible. También odiaba a Stephen por ser amigo de Jack y un agente secreto que había eliminado a muchos de sus colegas franceses; y si se presentaba la ocasión, no dudaría en entregarle al otro bando.
—Me gustaría volver a verle, sobre todo porque me debe un montón de dinero —dijo Stephen.
—¿A quién? —inquirió Jack, pues entre su respuesta y el comentario de Stephen habían pasado varios minutos, tiempo suficiente para comerse una libra de pudín de riñones, y el pudín bajo el sol tropical quitaba más agudeza a los sentidos que al sur del cabo de Hornos.