—¡Ah, ya está usted aquí! —exclamó Mowett—. ¡Bienvenido!
Jack se sentó en una silla que Mowett colocó al borde de la larga mesa y justo enfrente de Butcher, su invitado de honor, que se encontraba sentado a su derecha. Era habitual ver la larga sala de oficiales abarrotada, con cuatro comensales muy juntos a ambos lados de la mesa y uno en cada extremo y, además, a muchos sirvientes caminando de un lado para otro o detrás de sus sillas, como Killick, que se encontraba detrás de Jack, y Padeen Colman, detrás de Stephen con la espalda encorvada. También era habitual aquel ambiente, ya que en la
Surprise
todos eran siempre muy hospitalarios. La conversación estaba tan animada y había tanta alegría que ni siquiera la llegada de un capitán de navío podía ponerle fin.
—Lo estábamos esperando para comer el postre, señor —dijo Mowett—. Mientras tanto, el señor Butcher nos ha explicado acertijos, algunos muy ingeniosos. El último, que no hemos podido adivinar, es: ¿Qué es lo que nunca pasa de moda?
Jack intentó responder con alguna agudeza, pero no se le ocurría ninguna tan poco tiempo después de juzgar a muchos hombres que iban a perder la vida, así que negó con la cabeza mirando a los demás con afecto e interés. Desde distintos puntos de la mesa se hicieron varias sugerencias, pero nadie acertó la respuesta.
—No, caballeros —dijo Butcher—. No lo adivinarán nunca, aunque es algo muy propio de hombres. Lo que nunca pasa de moda es tener hijos bastardos, ¡ja, ja, ja!
En la fracción de segundo que transcurrió antes de que Jack empezara a reírse a carcajadas, carcajadas más ruidosas de lo que requería la ocasión, notó que todos los oficiales le dirigían la mirada con una expresión de preocupación y apoyo. Todos rieron con él, y sus fuertes risotadas complacieron a Butcher y sorprendieron al alto guardiamarina norteamericano, que había oído los acertijos del cirujano a lo largo de diez mil millas y desde la primera vez había pensado que eran muy malos. Butcher, animado, preguntó:
—¿Qué dijo un tipo que se dio de narices contra una puerta a pesar de ir con los brazos extendidos?
Pero la llegada del postre le impidió continuar. El postre, un
perro manchado
[7]
era el favorito de Jack y el primer pudín de sebo realmente brillante y sabroso que comía desde que había pasado al norte del trópico de Capricornio. No obstante, Jack habría dado cinco libras por poder tirarlo por un imbornal o metérselo en un bolsillo envuelto en un pañuelo. Se necesitaba una férrea determinación para tragarse toda aquella masa bajo la mirada de aprobación de Mowett —que había cortado para él un extremo, una de las partes más untuosas—, y la del repostero de la sala de oficiales, que había supervisado la cocción.
Por suerte, poco después recogieron la mesa y empezaron los brindis. En uno de ellos cantaron
Esposas y novias
, y aunque alrededor de la mesa se oyó la conocida frase «y ojalá que no se encuentren nunca» en tono humorístico, sorprendentemente casi ninguno de aquellos hombres que estaban en la última etapa de su viaje dejó de conmoverse. Quizás el vino pudo haber influido, pero no en todos los casos. Jack no había bebido y, sin embargo, se emocionó tanto al recordar su casa justo al final de un día horrible y entre las numerosas ideas que bullían en su cabeza, que decidió que sólo podría comportarse debidamente con los oficiales y los invitados si bebía una copa con cada uno de ellos; sin embargo, no tuvo en cuenta la antigüedad sino el orden en sentido inverso a las agujas del reloj.
—Señor Mowett, bebamos una copa de vino a su salud y a la de las musas. Señor Butcher, bebamos a su salud y a la de las riberas del Potomac.
Allen, el veterano oficial de derrota de la
Surprise
, que era un excelente marino, no se sentía a gusto en las reuniones formales y solía permanecer callado y retraído, por lo que a nadie le gustaba dirigirse hacia él, pero esa tarde tenía la cara roja de satisfacción. Respondió a la invitación de Jack con una profunda inclinación de cabeza, llenó su copa hasta el borde y, después de decirle en tono afable que recibiera todo su afecto, se bebió hasta la última gota. Al lado de Allen estaba sentado Honey, un ayudante de oficial de derrota a quien Jack le había nombrado teniente provisionalmente, y cuando Honey terminó de explicar qué significaba ser un par inglés al hombre que estaba sentado a su lado, Jack le llamó y bebió con él. Después de que la botella diera la vuelta alrededor la mesa, Jack le dijo:
—Señor Winthrop, brindemos por las damas de Boston.
Adams, el contador, era el siguiente. Era un hombre feliz y en ese momento estaba radiante de alegría porque la carne de cerdo, la ternera, el pan, las velas, el tabaco, el ron y la ropa de los marineros ya estaban perfectamente almacenados a bordo. Cuando iba a servirse el vino, Jack le interrumpió:
—Bebamos, señor. Veo en esa copa la luz del Todopoderoso, que descubre la alta traición. Vamos a acabar con ella.
El brindis con el señor Martin podría haber sido muy parecido, pero Jack respetaba demasiado los hábitos como para hacerlo así. Después de vaciar su copa, llenó otra y dijo:
—Killick, lleva esto al señor Maitland y dile que voy a beber a su salud.
Maitland, otro teniente interino, en ese momento era el encargado de la guardia en la cubierta. El siguiente era Howard, el teniente de Infantería de Marina cuya cara estaba tan roja como su chaqueta y cuyo cuerpo no admitía ya una gota más de vino, aunque era obvio que lo deseaba. El último de todos estaba sentado a la izquierda de Jack, y éste le dijo:
—Doctor Maturin, bebamos una copa de vino a su salud.
Había bastante ruido, pues en la mesa se oían tres animadas conversaciones a la vez, y Mowett y el señor Allen tuvieron que sacar a Stephen de sus meditaciones, sobre cosas tristes, por desgracia, para que oyera lo que el capitán le proponía.
—¿Una copa de vino? ¿Quiere beber una copa de vino conmigo? ¡Por supuesto! Por usted, señor, por que no ocurra nada nuevo y por que tengamos suerte en nuestro viaje.
Era evidente que pensaba que necesitarían suerte, y sus palabras habrían hecho temblar a todos si el teniente de Infantería de Marina no hubiera escogido ese momento para resbalarse de la silla y caer debajo de la mesa, donde se quedó inmóvil y con una sonrisa petrificada, como en estado de coma.
Poco después empezaron las despedidas y los norteamericanos fueron transportados a su ballenero vacío donde retumbaba el eco. Allí recogerían sus pertenencias para emprender el viaje de regreso a su país en el barco sueco con bandera blanca.
En el camarote, mientras Stephen y Jack afinaban sus instrumentos para pasar otra velada con el almirante, Jack dijo:
—Es una tontería afirmar que el vino cambia el estado de ánimo. He bebido con todos los que estaban en la mesa y me encuentro tan melancólico como un gato castrado y tan sereno como un juez.
—¿De verdad estás sereno, Jack?
—Bueno, es posible que en algún breve fragmento dé las notas un poco más rápido de lo habitual, pero tengo la mente lúcida, y un ejemplo de ello es que no pienso correr el riesgo de arruinar mi carrera por el placer de decirle a ese viejo zorro lo que pienso de las ejecuciones en domingo.
—Como veo que tu mente no está turbada, escúchame, Jack: esta tarde el secretario ha cometido un acto estúpido e inapropiado al informarme de que, al parecer, el
Spartan
, el barco corsario que persiguió a Tom Pullings, zarpó de New Bedford hace cinco días. Seguramente te lo dirá el almirante, pero quizá te convenga saberlo ahora.
—¿Que ha zarpado ese demonio? —preguntó Jack, y la rabia se reflejó en su semblante—. Entonces tal vez pueda matar dos pájaros de un tiro, tal vez pueda escaparme de esas condenadas ejecuciones y tenga la oportunidad de capturar un barco corsario. ¡Killick, Killick! Dile al señor Mowett que venga. Mowett, quizá nos hagamos a la mar mañana cuando suba la marea en lugar de la semana que viene. ¿La fragata está lista para zarpar?
—Sólo faltan por llegar un barco abastecedor con ron, dos con azúcar y otro con un poco de leña.
—Entonces, en cuanto todo esté a bordo, concede permiso a un número razonable de marineros para que bajen a tierra y vuelvan mañana a mediodía; pero debe haber suficientes marineros sobrios para sacar adecuadamente la fragata de aquí si tenemos que zarpar por la tarde, cuando suba la marea. Por tanto, a menos que recibas otras órdenes, tienes que estar preparado para levar anclas en cuanto mi falúa emprenda el regreso mañana. Quiero al menos un grupo de marineros sobrios para que desplieguen las velas y enganchen las anclas, y no debe haber ni una sola mujer a bordo. Espero que el juicio termine antes de que cambie la marea, aunque lo dudo.
—Sería improcedente que tratara de influir de alguna manera en los actos que realiza un consejo de guerra —dijo el almirante cuando finalizó el primer trío, mientras se pasaban unos a otros las partituras y los panecillos de Barbados—, pero confío en que ustedes, caballeros, tomen mañana una resolución, cualquiera que sea. Si el juicio tiene que continuar hasta la semana que viene, gran parte de su efecto se perdería.
—Sí, señor —afirmó Jack—. Yo también confío en eso. Deseo con toda mi alma que termine pronto, porque, con su permiso, quisiera zarpar por la tarde cuando cambie la marea. El señor Stone me ha dicho que el
Spartan
salió de Bedford hace cinco días y creo que podría encontrarlo a este lado de las Azores si los vientos son favorables y, por supuesto, si no pierdo ni un segundo.
—Me encantaría que pudiera encontrarlo. Los colonos nos presentan quejas constantemente al gobernador y a mí porque los barcos corsarios están arruinando esta isla, y el
Spartan
es el peor. Pero, ¿también le ha dicho Stone que lleva carronadas de cuarenta y dos libras? Tenía la esperanza de poder mandar el
Harrier
y el
Diligence
a capturarlo, pero nunca puedo prescindir de los dos al mismo tiempo y ninguno es tan potente como para luchar solo contra él. Incluso a usted le parecería un poderoso adversario si llegara a entablar un combate con él. Una bala de cuarenta y dos libras puede ocasionar un enorme boquete en las cuadernas de un barco como el suyo. Discúlpeme, doctor, por estar hablando de asuntos que sólo nos interesan a los marinos e impedirle disfrutar de la música. Le ruego que me perdone. Vamos a tocar el
Dittersdorff.
El
Dittersdorff
era una pieza espléndida, y cuando Jack y Stephen regresaban a la
Surprise
por entre suaves olas a la luz de la luna, aún resonaba en sus oídos. Al día siguiente por la mañana aún recordaba Jack la melodía mientras esperaba en el alcázar para subir a su falúa; sin embargo, la olvidó de repente en cuanto vio que se izaba una bandera rápidamente al mástil del buque insignia.
—¿Saben qué significa eso? —preguntó a los guardiamarinas, seis muchachos que se habían reunido allí para participar en la ceremonia que se llevaba a cabo cuando él bajaba por el costado, seis muchachos que él había llevado a bordo de su barco cuando eran niños y que aún no habían dejado de serlo.
—No, señor —respondieron dos guardiamarinas que estaban cambiando la voz y cuatro con voz aguda—. No, señor, nunca lo hemos visto.
—Son ustedes un hatajo de marineros de agua dulce muy poco observadores. La vieron ayer y anteayer, y esa visión tan desagradable no es fácil de olvidar: la bandera del Reino Unido en el tope de ese mástil significa que un consejo de guerra va a administrar justicia. Señor Boyle, dígale al doctor que si no está aquí dentro de cinco segundos no podrá ir en la falúa. Señor Mowett, sería conveniente que Jemmy Bungs bajara a tierra y recogiera algunos de los toneles viejos que ya no sirven para simular una carga en la cubierta y, además, unas cincuenta yardas de la arpillera con que se forran los barriles de azúcar. Puede gastarse diez libras.
Stephen llegó corriendo con una tostada en la mano, bajó apresuradamente hasta la falúa y se subió a ella. Jack le siguió con solemnidad entre los pitidos de los silbatos y cuando la falúa zarpó, pensó: «Espero que ésta sea la última vez. La sesión va a ser espantosa».
Fue la última vez y la sesión fue espantosa, mucho peor de lo que esperaba. Cuando se despejó la sala, después de que los prisioneros hicieran en vano sus últimas declaraciones —en general irrelevantes, aunque algunas realmente penosas—, los cinco miembros del tribunal se dispusieron a emitir el veredicto. Al más joven, Painter, le correspondía dar su opinión primero. Nunca había formado parte de un consejo de guerra, y le perturbaba la idea de que su sentencia pudiera acabar con la vida de un hombre. Dio vueltas y vueltas al asunto, pero Stone y Goole acabaron con sus escrúpulos y de forma pragmática, indicándole que según la ley no tenía elección; cuando se llevó a cabo la votación formal, dijo «culpable» después de cada nombre, aunque sin convencimiento y con desgana. Stone, el asesor legal, estaba inclinado sobre la mesa escribiendo con rapidez: «… creen que ha quedado demostrada la veracidad de las acusaciones… sentencian a todos y cada uno de ellos a morir ahorcados a bordo de un barco de su majestad, en el momento y en el lugar…». Luego levantó la vista del documento y, con el rostro impasible y afirmando con la cabeza, se lo entregó a los miembros del consejo para que lo firmaran. Era un documento tan espeluznante que a ninguno le gustó firmarlo, ni siquiera a Goole. Y aún les gustó menos la siguiente fase, en la que los acusados volvieron a entrar; después de que los asistentes guardaran silencio, cuando sólo se oían los sonidos habituales del buque y el lejano grito de «¡Lampaceros, lampaceros, a popa! ¿Me han oído?», el asesor legal leyó el documento con voz serena y fuerte para que cada uno, entre innumerables fórmulas legales y repeticiones, oyera claramente la sentencia dictada contra él.
Aquella fase fue espantosa. Jack se despidió a toda prisa de Goole y los demás y subió a la cubierta justo en el momento en que el encargado de las señales, que estaba en la toldilla, doblaba la bandera que había anunciado el juicio. Entonces miró a lo lejos, entrecerró los ojos para protegerlos de los deslumbrantes rayos del sol que se reflejaban en el mar, vio que la
Surprise
ya se estaba moviendo hacia el ancla de barlovento y oyó el agudo sonido del pífano que acompañaba los giros del cabrestante.
Stephen Maturin le esperaba a Jack junto a la escala del costado con la misma expresión solemne y triste; mientras el capitán se acercaba, le decía al mayor de los ayudantes del señor Waters: «Tres gotas cada hora y, si es posible, continúe con la quinina mañana». Luego descendió en silencio y subió a la falúa.