El reverso de la medalla (27 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El reverso de la medalla
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La tarde fue incluso mejor que la mañana, y Stephen pasó la mayor parte de ella paseando por el bosque y los prados. Fue a visitar las currucas y vio otras muchas aves de ojos brillantes; entre ellas una faisana que estaba incubando y un azor con una campanilla de plata en una pata que estaba posado en una rama y le miró con desconfianza cuando pasó por su lado. Tuvo mucho tiempo para reflexionar sobre la situación de Babbington y lo hizo, pero no encontró ninguna solución. Al anochecer, cuando el partido, como Martin había previsto, acabó en empate, dijo a Babbington:

—William, siento decirte que no puedo darte ninguna solución ni sugerirte nada medianamente inteligente. Espero que hayas pensado que un esposo que ocupa un puesto en el Almirantazgo es capaz de arruinar la carrera del oficial de marina que le ha herido.

—Sí. He sopesado eso, pero no me importa porque mis primos y yo podemos contar con cinco o probablemente siete votos en la Cámara de los Comunes, y ahí es donde realmente está hoy en día el apoyo al Gobierno, no en la Cámara de los Lores.

—Sin duda, sabes más de estas cosas que yo. Lo otro que quería decirte es que no es sensato confiar en un hombre que uno no conoce bien, sobre todo si ese hombre le detesta a uno. No digo esto por Wray, sino en general. Tengo que confesar que ésta es una referencia a la generalidad de los hombres que hizo La Pallice.

—Estaba seguro de que usted estaría a favor de que nos fugáramos —dijo Babbington, estrechándole la mano.

—No estoy a favor de eso —dijo Stephen.

—Sabía que era la persona más sensata de toda la Armada, y voy a decírselo a Fanny cuando lleve la
Tartarus
a Londres.

—Si no recuerdo mal, estás haciendo el bloqueo a Brest.

—Sí. Desgraciadamente, zarparemos el lunes, a menos que algo lo impida.

—No podrás ver a Sophie.

—Me temo que no, y es una lástima, pero al menos ayudaré a que la casa esté arreglada cuando llegue.

Stephen había visto al capitán Aubrey, a sus oficiales y a sus marineros arreglar un barco como era debido para pasar la inspección de un almirante, pero nunca había visto a Jack arreglar su casa para cuando regresara su queridísima y largamente esperada esposa, y le sorprendió ver lo que hacía. Parecía nervioso, asustado y afligido, seguramente porque cada vez le parecía más probable que Sophie pensara que él la había ofendido.

En la Armada los marineros pintaban los barcos casi constantemente, siempre que el tiempo lo permitía, y en algunos formaban un gran espacio de proa a popa cuando eran llamados a sus puestos de combate. Eso ocurría en todos los barcos que Jack gobernaba, y a sus brigadas de carpinteros y a sus ebanistas les parecía algo normal derribar todos los mamparos y las paredes interiores y quitar las puertas perfectamente ajustadas y las taquillas y luego, más o menos una hora después, volver a colocarlo todo. Por tanto, Jack disponía de trabajadores muy hábiles que habían estado a sus órdenes y además de los mejores de la
Tartarus
y de dos expertos ebanistas que habían venido de Portsmouth. El miércoles todos habían empezado a trabajar en la casa. Habían quitado todas las puertas, las ventanas y las contraventanas y las habían rascado y fregado, y luego les habían dado la primera mano de pintura.

Ese día iban a darle la segunda mano con una pintura para barcos que se secaba rápido. Luego empezarían a limpiar a fondo todo lo que estaba a la vista de modo que el domingo pudieran volver a colocar las cosas en las principales habitaciones, para que pudieran usarse. Mientras, tenían hamacas colgadas en los compartimientos del establo y los muebles metidos en la cochera.

—Espero que no te importe levantarte temprano mañana, Stephen —dijo Jack esa noche—. Si tenemos un poco más de tiempo, podremos quitar las baldosas del vestíbulo, la cocina, la trascocina, y el comedor y limpiarlas con piedra arenisca hasta que se vuelvan a poner blancas. Además, podremos cuadrar las esquinas y pulir la superficie. La idea se le ocurrió a Babbington, y el encargado de la bodega de su barco, que es experto en hacer baldosas, dice que lo único que necesita es una gran piedra arenisca, un andamio y medio celemín de gres de Purbeck.

Stephen estaba acostumbrado a sufrir incomodidades en la mar, o en cualquier otro sitio en que los miembros de la Armada hacían limpieza según un ritual que parecía hebraico, pero nunca había visto ningún lugar que hubiera quedado devastado como Ashgrove Cottage poco después de que al alba entraran allí varios grupos de hombres a limpiar. Todas las puertas y ventanas estaban fuera, en el establo, sujetas con clavijas a una serie de cuerdas extendidas que formaban un ingenioso sistema que permitía que a ambas caras les diera tanto aire y tanta luz del sol como fuera posible. Por toda la casa se oía el agua corriendo, los cepillos frotando con fuerza, violentos golpes y los gritos que habitualmente daban los marineros, por lo que parecía que había sido asaltada por sorpresa. A pesar de que hacía un tiempo celestial, la casa parecía una mezcla de fábrica, cisterna y correccional donde los presos hacían trabajos forzosos. Stephen se alegró de irse de allí por tener que llevar a Martin en el coche a Portsmouth, donde cogería la diligencia de Salisbury.

Como Martin ya no estaba atendiendo al juego de críquet, volvió a ser un agradable compañero, y ambos disfrutaron contemplando en Ports Down los zorzales, los culiblancos y un pájaro carpintero con algunas manchas que comía hormigas y que ninguno de ellos había visto antes. Pero en cuanto entraron en la ciudad, se comportó como un típico futuro esposo. Sacó una lista del bolsillo y dijo:

—Un colador cónico para hacer salsa, un botellero, un sifón, tres cucharas de hierro, una bolsa de exprimir la fruta para hacer jalea más bien grande. Maturin, espero que no le importe que vayamos a una ferretería. Ahora que estoy seguro de que recibiré mi paga, creo que puedo comprarme un colador de cobre y un botellero de latón, pero como esta compra es tan importante, le agradecería que me aconsejara usted. Los consejos que Stephen podía darle sobre los botelleros no eran muy valiosos, pero se los dio durante media hora llena de vacilaciones e indecisión, porque apreciaba sinceramente a Martin. Sin embargo, por muy grande que fuera su afecto, no podía hablar de los méritos de las cazuelas de hojalata con el fondo de cobre durante mucho tiempo, así que dejó a Martin con la amable e infinitamente paciente esposa del ferretero, cruzó la calle y entró en una platería donde compró, como regalo de boda, una tetera, una jarra para la leche y un azucarero.

Cuando regresó con el paquete, encontró a Martin indeciso entre comprar uno u otro de dos potes para congelar, que apenas se diferenciaban ni en tamaño ni en calidad y le dijo:

—Le ruego que usted y su esposa acepten esto que les ofrezco con cariño.

—¡Oh! —exclamó Martin con asombro—. Muchísimas gracias. ¿Puedo verlo?

—Pero no podrá envolverlo bien otra vez.

—Yo se lo envolveré al caballero —se ofreció amablemente la esposa del ferretero.

—¡Oh, Maturin! —exclamó Martin, alzando la tetera—. Es usted muy amable. Se lo agradezco mucho, mucho. A Polly le encantará. Dios le bendiga.

—Oiga, señor, ¿qué se ha creído usted? —preguntó el platero en tono malhumorado al entrar de repente en la ferretería—. Si Bob no le hubiera visto entrar en la tienda de la señora Westby, ¿en qué situación habría quedado yo? Habría hecho el tonto, claro. Ahora cuente conmigo —añadió en tono enfático y puso uno a uno los billetes y las monedas que traía en un lugar—. Y cinco, diecisiete, lo que hace un total de diecisiete libras y cuarenta y tres peniques, señor… con su permiso.

Terminó de hablar bruscamente y lanzó una significativa mirada a la señora Westby, que frunció los labios y movió la cabeza de un lado a otro.

Stephen puso la mejor expresión que pudo, pero ése no era su día. Volver a envolver el paquete y empaquetar los objetos de la ferretería llevó tanto tiempo que ambos tuvieron que correr furiosamente para alcanzar la diligencia de Salisbury, e incluso gritar para que se detuviera. Martin pudo subir, pero cuando la diligencia empezó a alejarse a toda velocidad, porque ya llevaba un poco de retraso, Stephen notó que en la mano que agitaba en el aire tenía la bolsa de exprimir fruta de tamaño mediano.

Lentamente, él y Moisés regresaron a Ashgrove Cottage, y a la luz del atardecer pudo ver que la devastación era mayor ahora, porque habían quitado el suelo del vestíbulo, la cocina y todas las habitaciones de la planta baja. Vio con asombro que donde antes había baldosas ahora había tierra húmeda y maloliente, como la de un campo de batalla, con charcos de agua atravesados por tablones. Los marineros, colocados en el andamio, pulían las baldosas de seis en seis. Cuatro de ellos, todos muy fuertes, movían la pesada piedra arenisca mientras otro, subido encima de ella y riendo, rociaba el gres de Purbeck y cambiaba de dirección el chorro de agua, y al mismo tiempo una pátina de doscientos años salía por un canal que llegaba hasta el terreno donde Jack había sembrado espárragos. El jardín estaba atravesado en todas direcciones por tablones colocados sobre lona mojada, y encima de ellos podían verse grandes objetos que en la penumbra parecían amorfos.

—¡Oh, Stephen, no sabes lo satisfecho que estoy con las baldosas! —exclamó al ver la expresión desconsolada de su amigo—. Tardan en limpiarlas un poco más de lo que pensaba, y aunque me parece que no podrán terminar esta noche, ya hemos vuelto a colocar las de la parte trasera de la trascocina. Ven a verlas. ¿No crees que son preciosas?

—Son tan hermosas que parecen los cuadros de un tablero de ajedrez —dijo Stephen, alzando la voz para que pudiera oírse entre unos golpes que se oían arriba, los golpes que los marineros daban con los lampazos al suelo para secarlo.

—Sophie se sorprenderá-dijo Jack—. Ven a ver cómo las pulen.

Pero los hombres que pulían las baldosas habían interrumpido su trabajo. Los cuatro que movían la piedra habían soltado las cuerdas y el otro estaba en una posición como si estuviera a punto de saltar, dejando caer el agua tranquilamente y mirando con la boca abierta, como sus compañeros, hacia una silla de posta. Jack volvió la vista con impaciencia hacia donde ellos miraban y vio la cara de Sophie. Su gesto incrédulo y desconsolado se transformó inmediatamente en una expresión alegre.

Jack la ayudó a bajar y la besó apasionadamente. Luego le explicó qué estaban haciendo y le dijo que al día siguiente todo estaría como debía: la pintura seca, las baldosas colocadas… Añadió que habían encontrado un pozo en desuso en el vestíbulo y preguntó cómo estaban los niños. A su vez, ella, con las palabras saliendo a borbotones de su boca, le contó que el viaje por mar había sido tan bueno que había dormido todo el tiempo, que en las posadas la habían atendido con cortesía y gentileza y que todos los cocheros eran muy amables. Dijo que su madre y los niños estaban bien, así como Frances y su bebé, que era un varón, y que el señor Clotworthy estaba muy satisfecho, y agregó que le encantaba estar en casa de nuevo. Entonces recuperó la sensatez, apartó la vista de la destartalada casa y estrechó la mano a Babbington, abrazó tiernamente a Stephen y saludó a todos los oficiales, guardiamarinas y marineros que conocía. Dijo que no les molestaría porque llevaría parte de su equipaje a un compartimiento y descansaría allí, y añadió que no había mejor lugar que un compartimiento realmente cómodo para descansar.

Fue en un compartimiento, en uno donde había estado Jezebel, el candidato al premio de Oaks que Jack había presentado, donde cenaron iluminados por un farol del establo. Tenían que contarse muchas cosas, aunque no habían estado separados demasiado tiempo, y rara vez se quedaban silenciosos. Una de las dificultades que tenían era averiguar lo que ambos sabían por las cartas y cuáles eran las que habían llegado y las que se habían perdido.

—Tu última carta… —empezó a decir Jack, y se dio cuenta de que comenzaba a pisar terreno pantanoso, pero comprendió que no podía evitarlo y, mirando hacia su plato, continuó hablando en tono grave— la recibí en Barbados. Era una copia de una que también mandaste a Jamaica.

—¡Ah, sí! —exclamó Sophie—. La que ese amable joven se ofreció a llevar. Así que te encontró, ¿eh? Me alegro mucho, cariño.

Entonces le miró fijamente, vaciló unos momentos y luego, sonrojándose, continuó:

—Me pareció que era tan afable en su trato como uno desearía que lo fuera un joven. Espero que venga a hacernos una larga visita tan pronto como se lo permitan sus obligaciones. Me gustaría mucho que los niños le conocieran.

A las once de la mañana del lunes, los últimos fragmentos del deshecho dibujo fueron colocados en su sitio. Ashgrove Cottage, recién pintada, con el suelo acabado de poner y con los cristales, los tiradores y los pomos de latón y todos los objetos de metal brillantes, tan brillantes como podían dejarlos los marineros con su característica forma agresiva de limpiar, estaba ahora como Jack quería que Sophie la hubiera visto cuando llegara.

A mediodía los hombres de Babbington fueron obsequiados con rosbif y pudín de pasas y luego, todavía relativamente sobrios, fueron metidos en dos carros para ir hasta donde se encontraba la
Tartarus
, que debía zarpar esa noche cuando cambiara la marea. Entonces Jack condujo por el bosque a Sophie hasta llegar más allá de la parte cubierta de arbustos, y le explicó las mejoras que pensaba hacer.

—Éste es el sendero que Stephen llama la trocha —explicó Jack—. El pobrecillo usa algunas palabras muy raras. Sé que a veces es demasiado sensible, y espero no haberle ofendido por haberme fijado en la forma en que pronuncia Catón.

El domingo Stephen había ido a Portsmouth a oír misa en una iglesia católica que había allí y todavía no había vuelto, pero había mandado a Padeen con el recado de que tenía que irse a Londres y que se excusaba por ello.

—Estoy segura de que no, cariño —dijo Sophie.

También estaba segura de que sus muestras de afecto hacia Stephen le habían resultado más dolorosas que las de cualquier otra persona. Cuando se preguntaba si era posible expresar eso con palabras y cuáles usaría en caso de que lo fuera, ambos vieron a Killick salir de la casa y correr hacia ellos.

Killick estaba acostumbrado a que los alguaciles persiguieran al capitán por sus deudas y a deshacerse de ellos, y ahora tenía una expresión preocupada y una significativa mirada que les hizo recordar algunos de los episodios relacionados con esos hombres.

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