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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (29 page)

BOOK: El reverso de la medalla
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—Sí, no tengo ninguna duda de ello.

—Ahora, señor —dijo Pratt poniendo a un lado su taza—, creo que debería seguir hablando del antiguo colegio mayor Lyon's. Debo admitir que pensé que había encontrado al hombre que buscaba, pues aunque actualmente viven allí muchísimas personas, sobre todo en el edificio del último patio, que parece una conejera, no muchas tendrían los rasgos correspondientes a la descripción que tengo. El hombre es delgado, mide aproximadamente cinco pies y siete pulgadas de estatura y, o bien usa una peluca corta o tiene su propio pelo empolvado. Además, tiene unos cincuenta años y, naturalmente, es un lagarto.

—¿Qué quiere decir
lagarto
?

—Siento haber usado la jerga del hampa. Esa palabra se usa para referirse a una persona deshonesta. Los del hampa le llaman a uno pardillo si no aprovecha todas las oportunidades que se le presentan y creen que el mundo está dividido en pardillos y lagartos. Indudablemente, el señor Palmer es un lagarto, pues sólo un lagarto habría tratado de despistar a sus seguidores como él. Además es un noble, un caballero de nacimiento, pues si fuese un delincuente corriente vestido para la ocasión no podría haber cenado con el capitán Aubrey ni haberle hablado de esa forma durante toda la noche sin que el capitán, a pesar de lo cándido… es decir, sin que el capitán lo notara. Así que pensé que había encontrado al hombre que buscaba, pero me equivoqué, porque no vive allí. O bien trataba de despistar otra vez o bien había ido a visitar a alguien para descansar un rato o para dejar algún mensaje. Me llevé una gran decepción, pero continúo la investigación. Estoy haciendo preguntas a sirvientas, muchachos de la calle, transportistas, basureros y otras personas, así como a muchas de mis relaciones. Sigo investigando en el hostal para averiguar a quién visitó y llegar hasta él a través de esa persona, pero también estoy investigando en otro lugar, entre los nobles que mis amigos conocen y que podrían tener interés en comportarse así. Pero, caballeros —dijo Pratt, mirando alternativamente a uno y a otro—, en vista de que no tenía tanta suerte como pensaba y de que no pude atraparle al primer intento, no me atrevo a hacerles muchas promesas. Ese tipo no es de categoría baja ni alta, sino de una que podría llamarse suprema. Un trabajo de esta clase, de escala similar a un fraude que he visto en la bolsa y a algunos que he visto en compañías de seguros y tan costoso y bien preparado como ellos, siempre los lleva a cabo un caballero que sólo ha hablado con un agente secreto, como podría llamarse, que es quien contrata a los participantes, que suelen ser dos o tres, y se ocupa de todos los detalles. Generalmente, los participantes son dos o tres. Si apresara al cuáquero o al tipo presuntuoso, que indudablemente pertenecen a la banda, no nos servirían de nada, ya que no conocen a los hombres que están detrás del tipo que les contrató. El agente secreto es el único que puede delatar a sus superiores, y ellos se aseguran de que no lo haga amenazándole con revelar un delito que ha cometido o de una forma más segura, si las cosas salen mal.

Stephen y sir Joseph se miraron de soslayo y pensaron que eso no era extraño en el servicio secreto.

—Es un tipo que se cuida mucho en cualquier circunstancia —prosiguió Pratt—. Seguiré buscando al señor Palmer, desde luego, pero aunque consiga encontrarle, dudo que nos revele algo acerca de los principales responsables de este asunto.

—En nuestra opinión, encontrar a Palmer es fundamental —dijo Stephen—. Y puesto que el juicio se celebrará muy pronto, es necesario encontrarle rápido. Dígame, señor Pratt, ¿tiene algún colega fiable con quien pueda trabajar para ganar tiempo? Le pagaría a él lo que usted estimara conveniente y duplicaría lo que le pago a usted con tal de poder hablar con el señor Palmer antes del juicio.

—Bueno, señor, por lo que respecta a mis colegas… —dijo Pratt en tono vacilante mientras se frotaba la barbilla—. Indudablemente, ganaríamos tiempo si Bill trabajara al sur del río —murmuró y luego, subiendo la voz, añadió—: Sólo podría trabajar a gusto con Bill Hemmings y su hermano. Los dos estuvieron conmigo en la calle Bow. Hablaré con ellos y le comunicaré su respuesta.

—Sí, señor Pratt, por favor, y le ruego que no pierda un minuto. No hay ni un momento que perder. Recuerde que puede comprometerse en mi nombre a dar una considerable retribución. No permita que unas cuantas guineas sean un obstáculo.

—Mi querido Maturin —dijo sir Joseph cuando Pratt se fue—, permítame decirle que si hace usted ofertas como esa nunca será un hombre rico. Prácticamente le ha rogado a Bill Hemmings que le desplume.

—Sin duda, hablé sin pensar —dijo Stephen y luego, sonriendo, continuó—: En cuanto a ser un hombre rico, estimado Blaine, quiero que sepa que ya lo soy. Mi padrino, que en paz descanse, me nombró su heredero. No podía imaginar que hubiera tanto dinero en el mundo, es decir, tanto en manos de una sola persona. Pero me gustaría que esto quedara entre nosotros, porque no deseo que llegue a ser del dominio público.

—Cuando habla de su padrino se refiere a don Ramón, ¿verdad?

—Sí, a don Ramón, a quien Dios bendiga —respondió Stephen—. Pero no airee este asunto, por favor.

—Por supuesto que no. Desde cualquier punto de vista, es mucho más conveniente y prudente tener una apariencia mediocre, aunque decente. Pero como ésta es una reunión privada, permítame felicitarle por tener esa fortuna.

Ambos se dieron la mano y sir Joseph prosiguió:

—Si no me equivoco, don Ramón era uno de los hombres más ricos de España. Tal vez podría usted fundar una cátedra de osteología comparada.

—Tal vez —dijo Stephen—. He pensado en eso a veces, cuando he tenido tiempo para pensar.

—Hablando de riqueza-dijo sir Joseph—, quiero que venga a mi estudio para que vea lo que Banks me mandó.

Él fue delante y abrió la puerta con precaución, pues la habitación estaba llena de cajas con ejemplares de plantas, insectos y minerales formando torres tambaleantes.

—¡Dios mío, qué belleza! —exclamó Stephen, cogiendo la piel de un sapo de Surinam.

—Y los insectos son extraordinarios —dijo sir Joseph—. He pasado una mañana muy alegre observándolos.

—¿De dónde proceden estas maravillosas cosas?

—Es una colección hecha para el Jardin des Plantes por numerosos agentes secretos, y en cuanto llegaron al Canal, la
Swiftsure
se apoderó de ella. El Almirantazgo se la entregó a la Royal Society y Banks se la enviará a Cuvier en el próximo barco con bandera blanca que zarpe, como hace siempre en estos casos. No obstante, me ha dejado verla antes de empaquetarla.

—Si los caballeros desean comer la comida caliente, pueden sentarse a la mesa ahora —dijo el ama de llaves de sir Joseph en tono comedido.

—¡Oh, señora Barlow, creo que se nos ha hecho tarde! —exclamó sir Joseph, mirando hacia el reloj que estaba detrás de un montón de serpientes conservadas en alcohol.

—¿No podemos comer de pie, como si fuera un sandwich? —preguntó Stephen.

—No, señor, no pueden —respondió la señora Barlow—. Un suflé no es un sandwich, pero parecerá una torta si no vienen enseguida.

—La gente dice cosas desagradables sobre lord Sandwich —dijo Stephen cuando se sentaron—, pero creo que la humanidad le debe mucho por su genial invención. Además, era muy buen amigo de Banks.

—La gente también dice cosas desagradables de Banks, como, por ejemplo, que se comporta como un tirano en la presidencia de la Royal Society, que no concede la importancia que debería a las matemáticas y que hace cualquier cosa por la botánica y sería capaz de hablar de ella hasta en la tumba de su madre. Varios de esos comentarios quizá se deban a que algunos le envidian por su riqueza. La verdad es que hace expediciones que pocas personas más pueden pagar y contrata a excelentes artistas para que dibujen o reproduzcan en grabados lo que él descubre.

—¿Es realmente muy rico?

—¡Oh, sí! Cuando heredó Revesby y las otras fincas obtuvo de ellas seis mil al año. El trigo estaba a menos de una guinea la libra en aquellos tiempos, y ahora está casi a seis libras; así que, descontando los impuestos, creo que obtiene treinta mil al año.

—¿Nada más? Bueno, bueno. Pero me parece que un hombre que gane treinta mil al año puede tener dificultades.

—Puede usted decir lo que quiera, señor Creso, pero incluso esa pequeñez le da una categoría y una autoridad que a algunos les desagradan.

Sir Joseph volvió a llenar la copa de Stephen, comió un pedazo de pudín y luego, con una expresión afectuosa, dijo:

—Dígame, Maturin, ¿le parece que la riqueza influye en usted?

—Cuando me acuerdo de ella, sí, y creo que la influencia es casi totalmente negativa. Me parece que me siento mejor que los demás hombres y, además, que soy superior a ellos y más rico en todo menos en belleza, claro, más rico en prudencia, virtudes, méritos, conocimientos, inteligencia, comprensión y sentido común. Cuando me da un ataque como ese, no tendría dificultad en tratar con desprecio a sir Joseph Banks, y al mismo Newton si me lo encontrara. Pero, afortunadamente, no me acuerdo de ella a menudo, y cuando lo hago, rara vez me creo que es real, pues los hábitos adquiridos en la penuria son difíciles de borrar. Me parece que nunca me comportaré como los hombres de familia acomodada, que presumen de su riqueza y creen que tienen muchos méritos.

—Permítame servirle un poco más de pudín.

—Con mucho gusto —dijo Stephen, acercándole su plato—. ¡Cuánto me gustaría que Jack Aubrey estuviera aquí! Se deleita comiendo pudín, sobre todo de esta clase, aunque sin caer en el pecado. ¿Le parecería una descortesía que le pidiera que me dejara llevar mi pudín a su estudio? Tengo que estar en Marshalsea antes de las seis, y lamentaría no poder observar los tesoros de Cuvier un poco más de tiempo antes de que los empaquetaran. A propósito de eso, ¿sabe usted dónde queda Marshalsea?

—¡Oh, sí! Está al sur del río, en el lado de Surrey. El modo más fácil de ir es cruzar el puente de Londres, seguir recto por Borough hasta la calle Blackman y luego continuar hasta la calle Dirty, que es la cuarta calle después de doblar a la derecha. No tiene pérdida.

Repitió las instrucciones y su comentario cuando se despidieron, pero se equivocó al juzgar a su amigo. Como Stephen había dicho, los hábitos adquiridos en la penuria son difíciles de borrar, y por eso en vez de alquilar un coche decidió ir andando. Cuando llegó al lado de Surrey se le ocurrió la desafortunada idea de preguntar cómo se iba hasta la calle Dirty, en vez de cómo se iba a Marshalsea. Un amable habitante del lugar se lo dijo, e incluso le indicó el camino asegurándole que llegaría a la calle Dirty después de avanzar exactamente dos minutos, no más, sólo exactamente dos minutos. Eso fue lo que Stephen hizo, pero había al menos dos calles Dirty en Southwark, y aquella era la calle Dirty equivocada. Desde allí recorrió rápidamente varias calles vacías, donde habitaban personas extrañas. Avanzó al trote, jadeando y mirando a menudo su reloj hasta llegar al paseo Melancholy, donde otro habitante del lugar, aún más amable, en un dialecto del que Stephen entendía sólo una palabra de cada tres, le dijo que se estaba alejando de Marshalsea y que si seguía avanzando en esa dirección llegaría a Lambeth y luego a Americay. El hombre también dijo que seguramente había estado tomando el fresco en Liberties, donde se encontraba la explanada Saint George, y señaló una franja de terreno insalubre salpicado de malas hierbas, y añadió que eso le había trastornado. Luego agregó que lo que debía hacer era tomar el camino correcto antes de que anocheciera y que sería mejor que le indicara el más rápido para que no tuviera que andar por las calles en la oscuridad, ya que por allí había muchos ladrones astutos.

—Es posible que a un caballero que ande solo nadie vuelva a verle —dijo—, ya que los pasteles de cerdo se venden muy bien en Marshalsea y King's Bench, que no se encuentran muy lejos, y el costo es insignificante porque los muelles donde se descarga la harina están muy próximos.

Stephen llegó sólo unos minutos tarde, y gracias al pago de varias pequeñas cantidades de dinero que no sumaban más que el triple del alquiler de un coche, pudo entrar por la parte donde se encontraban los deudores hasta lo que podía considerarse el corazón de la prisión, el edificio donde estaban recluidos los marinos. Marshalsea siempre había sido la prisión en que encerraban a los miembros de la Armada, y en ella cumplían sentencia los que se salvaban de morir ahorcados por haber pegado a sus superiores, los que habían presentado informes incompletos y confusos, los que habían sido sorprendidos sacando cosas de las presas antes de que fueran declaradas de ley, los que habían sido multados por cometer faltas y no podían pagar las multas, aquellos cuyos barcos habían encallado por su negligencia, algunos que se habían vuelto locos y algunos que habían cometido desacato a un tribunal presidido por un almirante o un vicealmirante, o al lord que presidía la Junta del tapete verde, o a sus subalternos o al representante de la Corona que investigaba las muertes violentas en el Verge, la zona que rodeaba el Palacio Real.

Por tanto, el capitán Aubrey estaba rodeado de hombres de mar, aunque tal vez no fueran los que él hubiera escogido para que le hicieran compañía. Ahora se oían los vozarrones característicos de los marinos, procedentes del estrecho patio interior, donde un grupo de oficiales jugaban a los bolos animados y observados atentamente por Killick desde una ventana cuadrada apenas lo bastante grande para que pudiera asomar la cabeza. Jack tuvo que alzar mucho la voz para que él oyera lo que decía:

—¡Killick! ¡Killick! ¡Ven a ayudarme! ¡Ven a ayudarme! ¡Alguien está llamando a la puerta!

Como el capitán Aubrey disponía de mucho dinero en ese momento, había alquilado dos habitaciones, y por esa razón el carcelero había tocado a la puerta en vez de entrar sin llamar.

—¡Pero si es el doctor! —exclamó Killick, y la expresión adusta y desconfiada que ponía cuando trataba con representantes de la justicia se transformó en un gesto alegre—. Tenemos una sorpresa para usted, señor.

La sorpresa era la señora Aubrey, quien salió de la habitación interior corriendo y sacudiéndose la harina de las manos. Su aspecto era más parecido al de una chiquilla que al de una mujer madre de tres hijos. Bajó un poco la cabeza y, sonrojándose, besó a Stephen en ambas mejillas y luego, por medio de una mirada significativa y un apretón de manos, le comunicó que estaba avergonzada de haber sido tan débil, que nunca volvería a comportarse así y que él no debía tener una mala opinión de ella.

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