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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (37 page)

BOOK: El reverso de la medalla
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El hombre miró a Bonden y a los hombres con cara seria y expresión amenazadora que estaban detrás, hombres bronceados y fuertes con pendientes y largas coletas; luego miró a los de su grupo, escuálidos y pálidos, y casi sin pausa replicó:

—Bueno, no me importa. ¡Que lo pases bien, marinero!

Davis, un hombre muy robusto, feo y peligroso que había acompañado a Jack en muchas misiones, despachó aún más fácilmente a un grupo de tipos forzudos contratados por Wray. El grupo, cuyos miembros llevaban ropa de colores brillantes y sombreros de copa baja, se destacaba entre la masa formada casi enteramente por marineros. La mayoría de las personas, incluidos los aprendices y los niños callejeros, que tenían cubos llenos de basura, se habían quedado al otro lado de esa barrera o se habían ido a edificios cercanos. Davis, acompañado de sus cuatro hermanos, que eran más feos que él, y un ayudante de oficial de derrota negro y mudo, se aproximó al grupo gritando furiosamente:

—¡Que se vayan los cabrones!

Después de ver cómo se alejaban, se abrió paso entre sus compañeros a codazos y llegó hasta los escalones de la picota, donde estaba Stephen con unos cuantos luchadores que el investigador había logrado contratar y que también se destacaban entre los demás. Entonces les dijo:

—Y ustedes también tienen que irse de aquí. No queremos hacerles daño, caballeros, pero tienen que irse de aquí.

Stephen les miró, asintiendo con la cabeza, y ellos se movieron hacia un lado en dirección a Saint Michael. Cuando llegaron a la iglesia, el reloj de ésta marcó un cuarto para la hora y el señor Essex dio la orden por fin.

Jack salió de la oscura habitación a la intensa luz, y cuando los policías le hicieron subir los escalones no podía ver nada por el resplandor.

—Por favor, señor, ponga la cabeza aquí y las manos aquí —dijo un policía muy nervioso en voz baja y tono amable.

El policía puso lentamente el perno, luego lo aseguró con la tuerca y se movieron las bisagras. Jack se quedó inmóvil con las manos apoyadas en la parte inferior de los orificios y enseguida se le aclaró la vista. Entonces vio que la ancha calle estaba llena de hombres silenciosos y atentos, y aunque algunos llevaban largas capas, otros la ropa de bajar a tierra y otros jerséis, se dio cuenta de que todos eran marineros. También había docenas, montones de oficiales y guardiamarinas. Babbington estaba allí, justo frente a la picota, con la cabeza descubierta y mirándole fijamente. También estaba Pullings y, naturalmente, Stephen, y Mowett, Dundas… Les hizo una inclinación de cabeza, aunque sin cambiar su expresión impasible. Luego vio a Parker, Rowan, Williamson, Hervey y a otros hombres que hacía mucho tiempo que no veía y cuyos nombres apenas podía recordar: capitanes, tenientes y suboficiales que ponían en peligro su ascenso y guardiamarinas y ayudantes de oficiales de derrota que ponían en peligro sus puestos.

—Por favor, señor, eche la cabeza un poco hacia delante —murmuró el policía.

Luego la parte superior de la armazón de madera inmovilizó la cara de Jack y él oyó el sonido metálico del perno. Entonces, en medio del silencio, se oyó una potente voz gritar:

—¡Quítense el sombrero!

Al mismo tiempo cientos de marineros lanzaron al aire sus sombreros de ala ancha y empezaron a dar vivas a voz en cuello, como los que Jack había oído a menudo en las batallas.

CAPÍTULO 10

—Debe quedar claro que usted no entablará ningún combate —dijo el señor Lowndes, un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores—, a menos que las circunstancias sean extraordinariamente favorables para ello. Se limitará usted a establecer contactos en Valparaíso y Santiago. Y respecto a las presas capturadas, su valor menos el diez por ciento será deducido de la subvención diaria acordada y no habrá reclamación de ningún otro pago al Gobierno de Su Majestad.

—También pido la mitad de los gastos de mantenimiento —dijo Stephen—. Se calcula que el mantenimiento de un barco de tanto valor como ése, cuando navega por aguas extremadamente agitadas, cuesta ciento setenta libras al mes: ciento setenta libras cada mes lunar. Insisto en este punto y quiero que conste por escrito.

—Muy bien —admitió el señor Lowndes malhumorado, e hizo una nota—. Aquí tiene una lista de los militares y personas notables recomendadas por la Organización para la Liberación de Chile y por nuestras propias fuentes de información; aquí tiene una de las municiones y el dinero que puede proporcionarle la organización. Debe quedar claro que el material y el dinero siempre los suministrará la organización, no el Gobierno. Creo que es innecesario repetir que si tiene algún conflicto con las autoridades locales, tendrá que abandonar el plan y dejará de tener apoyo oficial. Esto es todo, si el coronel Warren y sir Joseph no tienen nada que añadir.

—Por mi parte sólo quiero dar al doctor Maturin los nombres y los códigos de las personas más importantes con que puede ponerse en contacto —dijo el coronel Warren, que no hablaba como militar sino como miembro del comité, al que los tres pertenecían—. Probablemente querrá usted revisarla, señor —añadió, entregándole un fajo de papeles a Stephen.

—Por lo que respecta a las cuestiones navales, aquí tiene estos dos documentos —dijo sir Joseph, dándoles golpecitos con las gafas—. Uno es una dispensa que impedirá el reclutamiento forzoso de los hombres del doctor Maturin; el otro le permitirá repostar y obtener pertrechos de los astilleros de su majestad a precio de coste y pagar en Londres a noventa días.

—Entonces sólo me queda desear éxito al doctor Maturin —dijo el señor Lowndes, poniéndose de pie.

—Y un feliz regreso —dijo el enorme coronel con su voz aguda, estrechando la mano a Stephen y mirándole con afecto.

Sir Joseph les acompañó a la puerta de la calle y en cuanto se cerró se acercó a la escalera de la parte trasera y, proyectando la voz hacia abajo, gritó:

—¡Señora Barlow, puede servir la cena cuando quiera! —Luego volvió a la habitación y dijo—: Lo siento, Maturin. Fue inhumano que Lowndes se extendiera tanto. Parecía que intentaba firmar un tratado con una potencia hostil en vez de… espero que no le haya quitado el apetito. Como sé que las personas que profesan la antigua fe tienen que mortificar su cuerpo hoy, fui temprano al mercado y conseguí algunas ostras y dos langostas realmente frescas. Además encontré un excelente rodaballo, y si se ha cocinado demasiado no se lo perdonaré al Ministerio de Asuntos Exteriores mientras viva —añadió mientras servía dos copas de jerez—. Pero debo confesar que admiro su tenacidad al discutir la parte financiera.

—Eso es producto de la riqueza —aseguró Stephen— Desde que dispongo de dinero me disgusta mucho desprenderme de él, sobre todo si tratan de forzarme. Antes cedía dócilmente cuando alguien intentaba que lo entregara usando ardides o la fuerza, pero ahora contraataco con una seguridad y una aspereza que me sorprenden y casi siempre me hacen ganar.

Entonces levantó su copa y dijo:

—Brindo por su éxito.

—Gracias —dijo Blaine—. Warren y yo creemos que ya estamos muy cerca del zorro. Indudablemente, se trata de un caso de alta traición, y sólo veinte hombres podrían cometerla, es decir, están en posición de cometerla. El hombre en cuestión es muy astuto y prudente, pero creo que Warren, con todos los recursos de que dispone, lo encontrará. Warren es mucho más inteligente de lo que uno podría imaginarse viendo su cara de militar y su figura. ¿Sabe usted que es un eunuco, un hombre sin…?

—Cuando quiera, señor —dijo la señora Barlow en tono grave desde la puerta.

Sir Joseph, ruborizado, condujo a Stephen al comedor y cuando estuvieron sentados, preguntó:

—¿Qué sabe del pobre Aubrey?

—Tiene a todos los marineros que quiere. Ha rechazado a muchos y ha aceptado sólo a los que le gustaban. Piensa hacer un pequeño viaje por el golfo de Vizcaya durante un mes para ver si se comportan satisfactoriamente. Tomaré la diligencia que parte mañana temprano para reunirme con él el sábado.

—Me alegro de que tenga suerte con la tripulación. Es lógico que los hombres más listos acudan en tropel a enrolarse en el barco de un capitán tan bueno y que captura tantas presas. ¡Qué diferente es eso a la dependencia de los barcos reclutadores! Merece un poco de suerte después de pasar tantas desgracias. A pesar de todo, ese horrible asunto no le hizo bien al Consejo de Ministros, y probablemente Quinborough sea el hombre más impopular del país. La gente le insulta por la calle y está tan molesto por la sentencia y la forma en que se celebró el juicio que no se acuerda de los radicales. En toda la ciudad alaban a los oficiales y a los marineros que dieron vivas frente a la bolsa. Es obvio que el Gobierno no comprendió bien cuáles eran los sentimientos de la nación. A la gente le gusta ver en la picota a un panadero que engaña en el peso de los productos y a intermediarios financieros que hacen operaciones fraudulentas, pero no puede soportar ver en ella a un oficial de marina.

—Los marineros eran dignos de verse. Estaba encantado y asombrado de ver a tantos.

—El Gobierno no podría haber hecho las cosas peor. Retrasó la ejecución de la sentencia hasta que toda la isla fue un clamor de indignación y hasta que llegó una gran escuadra frente a los
downs
, anclaron varios barcos en Nore y atracaron en Medway y en los embarcaderos de la parte norte del Támesis más embarcaciones de las habituales. Había gran cantidad de marineros en esos barcos y muchos otros desocupados en tierra y, además, a esa hora del día la marea y el viento eran favorables para venir navegando río arriba y regresar navegando río abajo. Naturalmente, también vinieron numerosos oficiales y muchos grupos de tripulantes de permiso. Me contaron que incluso vinieron algunas brigadas reclutadoras con la excusa de buscar desertores. A Quinborough y a sus amigos no les ha quedado más remedio que mandar escribir unos panfletos para justificar su comportamiento.

Llegó el excelente rodaballo junto con una botella de vino de Montrachet y, después de una pausa en la que estuvieron muy ocupados, Stephen dijo:

—Creo que puede perdonar al señor Lowndes, a pesar de todo.

—Es un animal parlanchín —dijo sir Joseph sin mala intención—. Hablando de escritos, ¿qué piensa del de su amigo, el señor Martin?

—La verdad es que no lo he leído —respondió Stephen—. Recibí un paquete del remoto lugar donde vive el pobrecillo justo antes de partir para Bury. Por la nota adjunta supe que su estado era bueno, que ningún punto se le había soltado y que la herida se le había cerrado bien, así que decidí leerlo más tarde. Me imagino que es un ensayo sobre los auténticos gorgojos que pensaba escribir desde hacía tiempo.

—¡Oh, no! el título es:
Informe sobre ciertas prácticas inmorales que prevalecen en la Armada Real y algunos comentarios sobre los azotes y el reclutamiento forzoso.

Stephen soltó el tenedor y un pedazo de pan que tenía en la mano.

—¿Es muy duro? —preguntó.

—Tiene escorpiones dentro. Excluye la fragata
S…
, gobernada por el capitán A…, de honorable conducta, de las embarcaciones en que se practican la prostitución y la sodomía, se aplican castigos crueles y se tiraniza a los hombres, a las cuales ataca con la fuerza de mil ladrillos. También ataca el sistema de reclutamiento forzoso. Afortunadamente, él puede permitirse el lujo de hacerlo, pues, según tengo entendido, está casado y cuenta con recursos económicos para vivir en el campo.

—No cuenta con recursos económicos para vivir en el campo ni en ninguna otra parte. Piensa seguir viajando con Aubrey y conmigo como capellán.

—Lo lamento mucho, porque es un excelente entomólogo y un amigo suyo, pero después de haber hecho este ataque, aunque con razón y en defensa de la moral, no volverá a encontrar un barco. Hubiera sido más conveniente que hablara de los auténticos gorgojos o, mejor aún, de los cicindélidos del Nuevo Mundo. Espero que su esposa pueda proporcionarle una moderada fortuna para que pueda seguir dándose el lujo de hablar de las faltas de los demás. ¡Ah, los cicindélidos, esos hermosos insectos! Sólo he podido ordenar y clasificar poco más de la mitad de los insectos que tuvo usted la amabilidad de traerme, a pesar de que a veces lo hago hasta la una de la madrugada. Maturin, quiero confesarle algo respecto a un ejemplar muy raro, aunque me da mucha vergüenza: el
duodecimpunctatus
se cayó al suelo al hacer un movimiento torpe, y al tratar de salvarlo me moví aún con más torpeza y lo pisé. Si por casualidad pasa por la ribera del Orinoco, le agradecería…

Hablaron de los insectos, la Asociación de Entomólogos y la Royal Society hasta que llegó el queso, y cuando la señora Barlow trajo el café, dijo:

—Sir Joseph, he puesto los huesos del caballero bajo su sombrero, que está en la butaca del vestíbulo.

—¡Ah, sí! —exclamó Blaine—. Cuvier envió a Banks un paquete de huesos para que se los entregara a usted, y Banks me los dio porque sabía que usted vendría hoy.

—Probablemente serán los de un pájaro solitario —dijo Stephen, palpando el paquete cuando se levantó para despedirse—. Cuvier ha sido muy amable.

Fue rápidamente hasta Black's y se apresuró a subir a su habitación, por donde estaban esparcidas todas sus posesiones en espera de que las metiera en el baúl. Enseguida abrió el paquete y vio que no eran los huesos de un pájaro solitario ni mucho menos los de un dodó, sino una mezcla de huesos de cigüeñas y grullas comunes y posiblemente de un pelícano pardo. Los huesos estaban envueltos en una piel de alcatraz y se habían conservado bastante bien, aunque no perfectamente. Podían haberse encontrado en cualquiera de las tiendas naturalistas cercanas
al Jardín des Plantes
, pero a Stephen le parecía improbable que alguien hiciera un broma de tan mal gusto como ésa y examinó los huesos uno a uno. No encontró en ellos nada de particular, pero vio escrito un mensaje en la parte interior de la piel. Parecía la nota de un taxidermista; decía: «
Si la personne qui s'intéresse au pavillon de partance voudrait bien donner rendez-vous en laissant un mot chez Jules, traiteur à Frith Street, elle en aurait des nouvelles».


«Pavillon de partance
» —murmuró Maturin, frunciendo el entrecejo.

Hizo otras muchas combinaciones, pero la única que tenía sentido era
pavillon de partance
, y cuanto más la repetía más seguro estaba de que había oído la frase, hacía mucho tiempo, en Francia.

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