Pero Stephen no pudo ver al capitán Dundas en la abarrotada cubierta de la
Eurydice
cuando subió a bordo y el oficial de guardia le dijo que dudaba que estuviera libre.
—Por favor, tenga la amabilidad de decirle mi nombre: Maturin, doctor Maturin.
—Muy bien —dijo el teniente con frialdad y, después de llamar a un guardiamarina, se fue y dejó solo al doctor Maturin.
A los miembros de la Armada les gustaba que los visitantes se presentaran limpios, arreglados y bastante bien vestidos, pero Stephen no se afeitaba desde hacía algún tiempo, había usado su chaqueta como almohada durante la última parte del viaje y ahora tenía la ropa polvorienta y llena de arrugas y los calzones desabrochados en la rodilla. Nada de eso, sin embargo, influyó en la bienvenida del capitán Dundas, quien, vestido de paisano, salió a toda prisa de su cabina y fue a verle.
—¡Querido Maturin, cuánto me alegro de haberme retrasado! —exclamó—. Cinco minutos más y no le hubiera visto, pues estoy a punto de irme a Londres.
Entonces le llevó a la cabina y le preguntó con ansiedad por Jack Aubrey. Dijo que la cuestión del falso rol era irrelevante y preguntó cuál era su opinión del caso y si le parecía que, desde el punto de vista del Código Civil, Jack estaba en peligro.
—Si el asunto se considera objetivamente, creo que no; pero a juzgar por la expresión de su abogado defensor y, si se tiene en cuenta lo que ha pasado en otros juicios con un matiz político, temo lo peor. Por esa razón voy a comprar la
Surprise.
—¿Ah, sí? —preguntó Dundas, que enseguida comprendió su propósito—. Pero… —dijo en tono vacilante—. ¿Sabe una cosa? Será una nave de guerra costosa, muy costosa.
—Eso me dijo un alto cargo del Almirantazgo. A pesar de todo, creo que podré comprarla. ¿Podría prestarme uno o dos marineros de primera para ayudarme a trasladarla a Shelmerston? Contarían con la ayuda de Bonden y mi sirviente, mientras que Pullings y yo iríamos en el coche para cerrar el negocio.
—Enseguida dispondrá usted de una brigada. La venta es mañana, ¿verdad? Así que no tiene tiempo que perder. Si quiere estar allí antes de que caiga la noche, debe partir inmediatamente. Le llevaré a tierra en mi falúa, que está abordada con la fragata. Zarparemos tan pronto como dé las órdenes a los hombres que irán con usted. No debe llegar tarde a la subasta por ningún motivo. Me alegro mucho de que Tom Pullings vaya con usted. Si hubiera estado solo, le habría acompañado yo para protegerle de los tiburones. Para comprar un barco hace falta gran experiencia, lo mismo que para cortar una pierna o un par de piernas. Tengo una cita en Londres con la joven de quien le hablé. Me hospedaré en Durrant's.
—¿No estará en casa de su hermano?
—No. Melville y yo no nos hablamos. Quien insulta a los hijos de otro hombre o a la madre de éstos debe suponer que él se pondrá en contra suya. Me quedaré allí hasta que usted regrese, y le agradecería que me informara de cómo han ido las cosas. No piensa usted asistir al juicio, ¿verdad?
—No, a menos que me llamen como testigo el tercer día.
—Sin duda habrá muchos ataques —dijo Dundas, moviendo la cabeza—. Tal vez presencie alguna parte medio oculto y vaya a dar gritos de alegría al final. Por favor, acuérdese de saludar a Tom Pullings de mi parte.
En ese asunto Stephen no podía tener un aliado mejor que Tom Pullings. Ambos llegaron al hostal cuando el cielo se había despejado, después de una noche lluviosa, y fueron caminando por los brillantes adoquines hasta el muelle. De vez en cuando Tom Pullings respondía cuando le decían «Buenos días, capitán Pullings» o algún otro saludo. Le conocían muy bien en la ciudad y era obvio que le respetaban mucho. Stephen se dio cuenta de que, a medida que se acercaban al mar, Tom Pullings parecía mayor. Sin embargo, cuando doblaron una esquina y vieron la
Surprise
en un extremo del largo puerto, iluminada por la luz que se reflejaba en el mar y bajo un cielo moteado de blanco que parecía el marco apropiado para pintarla, volvió a ser durante breves instantes el joven que Stephen había conocido tiempo atrás.
—¡Ahí está! —exclamó—. ¡Ahí está! ¿No es lo más hermoso que ha visto?
—Sí —respondió Stephen, pues a pesar de su ignorancia notaba que la fragata se distinguía entre los demás barcos como un pura sangre entre un grupo de caballos de tiro.
A pesar de ese grito de entusiasmo, el Pullings que guió a Stephen hasta la escalera del muelle era un oficial serio, competente y con dotes de mando. Cuando ambos se sentaron en la lancha que les llevaba al extremo del puerto, su desconfianza había desaparecido. Stephen se dio cuenta de que Tom podía estar al mando de cualquier actividad en la Armada, ya fuera tratar con intermediarios financieros que compraban barcos, con hombres que se dedicaban a su desguace o con subastadores.
Vista desde el mar, la fragata no había cambiado. Incluso el doctor Maturin hubiera reconocido su gran mástil con algunas roturas, sus suaves curvas y su graciosa proa desde más de una milla de distancia. Pero cuando subieron a bordo la vieron muy diferente, pues las cubiertas, la sala de oficiales y la gran cabina estaban llenas de comerciantes, quienes, puesto que se disponían a asistir a la subasta de un ballenero norteamericano capturado, iban vestidos con ropa vieja y manchada de grasa. Por esa razón los movimientos que hacían para evaluar la embarcación y satisfacer su curiosidad parecían más ofensivos a los observadores con escrúpulos. Algunos grupos se acercaron a Pullings para llegar a un acuerdo sobre la compra de varias partes de la fragata; según ellos, con el fin de que no hubiera innecesaria competencia y de que todos los interesados obtuvieran ventajas. Mientras Pullings hablaba con ellos en tono amable, Stephen estaba absorto en sus meditaciones, con la mano puesta por encima de su reducido estómago, como Napoleón.
Bajo su mano, su chaleco de ante y su camisa había un fajo de crujientes billetes del Banco de Inglaterra, el equivalente de un barco de guerra sacado directamente de la calle Threadneedle, y lo presionó con los dedos durante un rato porque le gustaba oír el ruido que hacían. Estuvo pensando casi todo el tiempo en Diana. Recordó cuánto le gustaba ir a las subastas, su emoción, su rubor, el brillo de sus ojos y su incapacidad de estarse quieta y callada. También recordó que en una ocasión compró un conjunto de libros de teología calvinistas por error y otra, catorce relojes de caja. Aunque prestó atención a los preliminares y a las primeras ofertas de Pullings, muy pronto volvió a abstraerse y vio con nitidez la imagen de Diana de pie en el interior de Christie's, muy cerca de la puerta, con la cabeza alta y un gesto triunfante en la boca, una imagen que no desapareció hasta que el mazo del subastador golpeó la mesa con estrépito y Pullings le felicitó por la compra.
—¡Dios mío! —exclamó cuando se terminaron las formalidades y subieron a la cubierta otra vez—. ¡Y pensar que es usted el dueño de la
Surprise
, doctor!
—Es un título pomposo —dijo Stephen—. Pero espero no ser el dueño durante mucho tiempo. Tengo la esperanza de encontrar al señor Aubrey contento y dispuesto a quitármela de las manos, aunque la quiero mucho porque es para mí una casa flotante, un arca que me ha servido de refugio.
—¡Oiga, señor, deje esos cabos! —gritó Pullings, poniendo la mano en una cabilla.
—Sólo estaba mirando —dijo el marinero.
—Baje por la plancha tan pronto como pueda —dijo Pullings, y después de acercarse a un costado miró hacia una lancha y dijo—: Jospin, tenga la amabilidad de llamar a su hermano. Tenemos que remolcar la fragata hasta donde queremos anclarla antes de que pierda la jarcia y los mástiles.
Luego miró a Stephen y exclamó:
—¡Dios mío, cuánto me gustaría que Bonden y su brigada ya estuvieran aquí! Aunque esté anclada en un lugar aislado, sólo tengo dos ojos para vigilarla.
Cogió un cubo de agua y, con gran habilidad, tiró el agua a varios muchachos que estaban en una balsa hecha de tablones robados y que intentaban arrancar algunas placas de cobre del casco de la fragata.
—¡Malditos granujas! —gritó—. ¡Bastardos! ¡Hijos de puta! ¡La próxima vez que los vea, haré que los ahorquen! Señor, ahora que los subastadores se han ido, todos nos consideran una presa fácil. Cuanto antes la traslademos, mejor, y aun así…
—Por lo que veo, lo que quieres es separarla de la costa y, por tanto, del muelle.
—Exactamente, señor. Quiero anclarla en el centro del puerto.
—Entonces bajaré a tierra por la plancha, pues cuando estemos en el centro del puerto tendré que descender hasta una lancha. Lo que no siempre hago bien, como habrás notado.
—No diga eso, señor —replicó Pullings— Cualquiera puede resbalar.
—Además, debo partir enseguida, pues tal vez el señor Lawrence me llame como testigo el tercer día. No tengo ni un momento que perder.
El coche no perdió ni un momento. El tiempo fue bueno en todo momento y el elegante vehículo negro y amarillo avanzó hacia el norte durante el resto de aquel día y toda la noche, y en ninguna posta faltaron caballos ni cocheros diligentes. Stephen llegó a la calle Saint James a tiempo para desayunar y llamó a un barbero para que le afeitara y empolvara su peluca. Luego se puso un traje negro y otra corbata y, muy tranquilo, subió al coche que le llevó hasta la City.
Tenía tiempo de sobra, y, aunque hubo un momento en que el coche se detuvo en una parte de Saint Clement debido al intenso tráfico, no se impacientó. Cuando por fin llegó a Guildhall, no le molestó ver el vestíbulo lleno de abogados hablando sobre un caso que no comprendió pero que no tenía nada que ver con Jack Aubrey ni con la bolsa. Siempre había oído hablar del retraso de los abogados, y durante un rato pensó que habían aplazado el juicio de Jack por algún motivo y que tal vez se celebraría por la tarde. Se quedó sentado allí, contemplando al juez, lord Quinborough, un hombre corpulento con la cara gorda, una verruga en la mejilla izquierda y una expresión triste e insatisfecha. Tenía la voz grave y a veces la levantaba para interrumpir a algún abogado. Rara vez Stephen había visto tanta satisfacción de uno mismo, tanta dureza y tan poco sentido común reunidos bajo una sola peluca. Intentaba enterarse de qué discutían a la vez que estaba alerta para ver a los abogados de Jack o a sus ayudantes cuando llegaran, pero a medida que el tiempo pasaba, se ponía más nervioso, y, cuando comprendió que aquel caso aún iba a durar mucho tiempo, fue sigilosamente hasta la puerta y preguntó a un conserje:
—¿Dónde se va a celebrar el juicio de Jack Aubrey?
—¿El del fraude a la bolsa? Ya terminó… terminó ayer. Dictarán sentencia a principios de la próxima semana. Creo que las pagará todas juntas.
Stephen no conocía bien la City, pero, como no pudo conseguir ningún coche, empezó a caminar con rapidez entre la multitud en la dirección que, según creía, era la del Temple. Le pareció que pasaba por delante de la misma iglesia una y otra vez y llegó a la puerta de Bedlam dos veces. Ya su apresurado caminar le parecía una pesadilla y la cuarta vez que llegó a la calle Love, la calle que siempre le engañaba, se encontró con un transportista del puerto desempleado que le condujo hasta el río. Allí tomó un bote de remos y, como el barquero remó a favor de la corriente, pudo llevarle al Temple en menos tiempo del que él había tardado en ir de Guidhall a Bedlam.
Cuando llegó al despacho de Lawrence, le comunicaron que estaba enfermo, pero que había dejado un recado para el doctor Maturin: que el informe basado en las actas del juicio estaría listo al día siguiente y que si el doctor Maturin no temía contagiarse, el señor Lawrence le recibiría con mucho gusto en un ala de la prisión King's Bench.
Tal vez «le recibiría haciendo un esfuerzo» hubiera sido una frase más exacta, pues cuando Lawrence se sentó en el lecho y se quitó el gorro de dormir, parecía encontrarse muy mal, le lloraban los ojos, le chorreaba la nariz y era obvio que le dolían la cabeza y la garganta. La alta fiebre tenía mucho que ver con eso, pero también el hecho de que estuviera decepcionado como hombre y como abogado.
—Seguramente ya se ha enterado del resultado —dijo—. Aubrey y todos los acusados fueron declarados culpables. Tendrá el informe completo mañana, así que ahora sólo le contaré algunos detalles.
En ese momento tuvo un acceso de tos.
—Lo haré lo mejor que pueda —continuó, y entonces empezó a estornudar y a jadear otra vez—. Perdóneme, Maturin. Me encuentro en muy mal estado y la mente me falla. Por favor, alcánceme ese frasco que está en la repisa. —Después de beber un poco, prosiguió—: ¿Recuerda que le pedí que intentara que Aubrey tuviera una idea más realista de las leyes, mejor dicho, de la administración de justicia? Pues bien, aunque usted hubiera hablado con todas las lenguas de los hombres e incluso la de los ángeles, no podría haberlo hecho mejor que Quinborough y Pearce. El juicio fue una matanza, Maturin, una calculada y fría matanza. He visto algunos desagradables juicios de carácter político, pero ninguno como éste. No sabía que el Gobierno pensara que el general Aubrey y sus amigos radicales eran tan importantes, ni imaginaba que pudiera llegar a estos extremos para atacarlos y lograr que los declararan culpables.
Lawrence tuvo otro acceso de tos, bebió un poco más de medicina y luego, sujetándose la cabeza con ambas manos, rogó a Stephen que le perdonara.
—Me temo que mi relato no será bueno. Como le decía, Pearce quería conseguir un veredicto de culpabilidad. Es un joven apuesto y debo admitir que su discurso fue muy bueno. Constantemente sonreía al juez e intentaba desprestigiar a todos los acusados. Le resultó fácil lograr que los especuladores de la bolsa parecieran un grupo de granujas y los destruyó. Bueno, eso podrá leerlo en el informe. Quien nos interesa es Aubrey. Pearce le atacó de una manera que no esperaba y que debía haber previsto si aquel día no hubiera tenido la mente embotada y si hubiera mirado al jurado más atentamente. Todos tenían relación con el comercio: unos eran comerciantes y otros hombres de negocios. Pearce se dirigió solamente al jurado porque no tenía que hacer ningún esfuerzo por convencer al juez. Dijo que era tan patriota como cualquier hombre y que nadie admiraba tanto la Armada como él. También dijo que el capitán Aubrey era un prestigioso marino y que no tenía intención de negarlo. Añadió que sentía mucho que su deber le obligara a procesar a un hombre como él y que le gustaría más verle en la toldilla de una fragata que en esa penosa situación, pero que, a pesar de que su hoja de servicios era excelente, no siempre había sido así, pues había perdido nada menos que tres barcos de un valor considerable, de varios miles de coronas, y le habían juzgado varios consejos de guerra. Agregó que no quería disminuir el mérito que había conseguido el capitán por sus servicios, pero quería aclarar que no los había prestado voluntariamente sino que le habían pagado por ellos con grandes sumas, le habían proporcionado alojamiento y sirvientes gratuitamente y le habían premiado con medallas, condecoraciones y cintas. ¡Oh, Dios mío, Dios mío! Por favor, alcánceme esos pañuelos. —Estuvo jadeando durante unos momentos mientras se limpiaba la nariz con un pañuelo de cambray seco y, cuando pudo respirar mejor y se reanimó, continuó—: Lo que voy a contarle ahora no sigue el orden real, pero le permitirá hacerse una idea del mensaje que transmitió al jurado mediante afirmaciones, pruebas y el interrogatorio de los testigos. Protesté al oír muchas de sus afirmaciones y también cuando presentó muchas de las pruebas, que me parecían inadmisibles. Quinborough tuvo que darme la razón algunas veces, pero, naturalmente, el daño ya estaba hecho, el jurado ya se había formado determinadas ideas, tanto si las afirmaciones le servían de fundamento como si eran deducciones erróneas, y era inútil decirle que las desecharan. En resumen, Pearce dijo que no tenía que recordar a los caballeros del jurado que el valor era una de las más admirables virtudes de los británicos y una de las que los distinguían de los hombres de otras naciones, pero que no necesariamente llevaba aparejadas otras virtudes. Además, dijo que seguramente los caballeros del jurado pensarían que a un capitán le faltaba integridad o por lo menos delicadeza si recibía a un negro como huésped de honor en un barco de su majestad, sobre todo si ese negro era no sólo el fruto de la relación ilícita entre él y una mujer negra, sino también un clérigo papista y, por tanto, un oponente a la supremacía de su majestad. Hizo hincapié en que el capitán Aubrey compartía las ideas de los radicales sobre el papado y que también estaba a favor de la emancipación de los católicos. Luego habló de la desagradable cuestión de navegar con bandera falsa y afirmó que el capitán lo había hecho repetidas veces, y que sus propios diarios de navegación y otras pruebas lo demostraban, así que era inútil que la defensa intentara probar lo contrario. Dijo que no tenía nada en contra de navegar con bandera falsa en la guerra, aunque a la gente sencilla y a los honestos comerciantes eso podía parecerles raro, pues incluso el inmortal Nelson había atacado al enemigo en Trafalgar con una bandera falsa; pero agregó que se preguntaba si el capitán, que había ordenado usarla cientos de veces, hacía lo mismo en tierra, y que ésa era la única razón por la cual mencionaba el asunto. Preguntó si el imaginario señor Palmer no era una prueba de que el capitán usaba esa estratagema y aseguró que había amasado una considerable fortuna usando el dinero de los botines y empleando artimañas de ese tipo. Añadió que el capitán había hecho algunas especulaciones erróneas, que junto con los pleitos que tenía pendientes, podían acabar con esa fortuna y dejarle sin todo lo que poseía, así que necesitaba gran cantidad de dinero urgentemente. Según él, el hecho de que el capitán compartiera un coche con un caballero desconocido después de llegar a Dover en el barco de bandera blanca, le había dado la oportunidad de izar de nuevo una bandera falsa, y aunque acusara al imaginario señor Palmer de haberle engañado e hiciera recaer sobre él la culpa de todo lo ocurrido, eso no le serviría de nada porque la culpa no podía recaer en el inexistente señor Palmer, a quien llamaba así porque, en derecho,
de non aparentibus et non existeniibus eadem est ratio
. Aseguró que los conspiradores habían inventado todo eso acerca del inocente caballero desconocido que había ofrecido un sitio en su coche al capitán Aubrey. Por último, dijo que ese inocente caballero existía y que sus ayudantes podían presentar a media docena de mozos de cuadra y sirvientas que podían probarlo, pero que no había ni la más mínima prueba que demostrara su relación con el imaginario Palmer ni con aquella horrible conspiración.