—Suponía que diría eso. También opinan así varios caballeros de América del Sur, los llamados abolicionistas, algunos de los cuales tienen mezcla de sangre india y española. Se encuentran ahora en Londres y han pedido apoyo a nuestro gobierno.
Ambos se separaron para esquivar un charco del camino, y cuando volvieron a unirse sir Joseph continuó:
—Seguramente no le asombrará saber que a la Administración no le disgustaría que en esa parte del mundo hubiera varios países independientes en vez de un imperio potencialmente peligroso. Pero es obvio que no puede hacer nada abiertamente, como, por ejemplo, enviar un barco de guerra para ayudar a los insurgentes; pero podría ayudarlos discretamente dando apoyo a una expedición no oficial. Aunque tal vez no sea éste el mejor momento, es posible que me pidan que le proponga a usted ocuparse del asunto. Sé muy bien que esto no puede despertar en usted los mismos sentimientos que la independencia de Cataluña, pero cuando la propuesta quedó flotando en el aire pensé en las grandes oportunidades que brindaría a alguien como usted, un naturalista y un liberador por naturaleza.
—Es usted muy amable, y aunque eso me ofrecería realmente grandes oportunidades, muchas más de las que tuvo Humboldt, y en otro momento al pensar en ellas el corazón me habría brincado dentro del pecho, ahora…
—¡Por supuesto! ¡Por supuesto! Sólo quería hablarle en líneas generales del asunto para saber si usted se oponía a él o si creía posible ocuparse de ambos casos a la vez. Ahora está lloviendo más fuerte. ¿No le parece que deberíamos regresar? Tenemos que estar arreglados dentro de media hora y es muy desagradable, e incluso peligroso, ponerse medias de seda con los pies húmedos. Además, es mejor darles tiempo para que se sequen naturalmente que secarlos frotándolos con una toalla.
—Pero, ¿por qué tengo que arreglarme?
—Porque vamos a comer en Soho Square con sir Joseph Banks y una docena de caballeros más. Donovan estará allí.
—Me alegraré mucho de ver al señor Donovan —dijo Stephen, pasándose la mano por la frente, y antes de separarse de su amigo preguntó—: ¿Me permite que le haga una pregunta indiscreta? La persona que intentó negociar esa obligación no procedía de la parte del Almirantazgo implicada en la cuestión, ¿verdad?
—No, no, claro que no. Debería habérselo dicho. Natham no ha podido seguir todos los pasos de la propuesta, que no llegó a ser más que eso, porque el documento no salió de Inglaterra y la persona la retiró, quizá porque pensó que corría un gran riesgo. Pero uno de los mensajeros del rey estaba involucrado en el asunto, y es obvio que la iniciativa la tomó alguien que ocupa un cargo más alto y pertenece a otro ministerio. Me temo que será muy difícil sacar al hombre a la luz.
Antes de emprender el viaje, Stephen Maturin visitó por última vez a Lawrence, que parecía cansado, descontento y más viejo.
—Maturin —dijo—, es verdaderamente difícil ayudar a su amigo. Cuando le sugerí que permaneciera fuera de la sala porque algunas de las pruebas serán desagradables de oír, enseguida me miró con desconfianza, como si pensara que yo no era capaz de defender los intereses de mis clientes, y afirmó que prefería «ver lo que pasaba». Hice todo lo que pude para no contestarle, y si nos despedimos amistosamente fue porque estaba allí su amable esposa, una persona mucho más amable e inteligente de lo que él se merece.
—Debe usted tener en cuenta que pasé una considerable cantidad de tiempo minando su confianza no propiamente en la ley pero sí en los tribunales y los abogados.
—¡Pero, por Dios, no debería desconfiar de su propio abogado! Eso es una exageración imperdonable.
Lawrence se volvió hacia un lado y reprimió un estornudo.
—Discúlpeme —rogó—. ¿No está irritado a veces por la mañana?
—Casi siempre estoy irritado por la mañana, y más aún si tengo un catarro común, y mucho más si estoy enfermo de gripe, que Dios no lo quiera. ¿Quiere que le tome el pulso?
—No, gracias. Estuve hace un momento en la consulta de Paddy Quinn. Me dijo que no tenía nada grave y me dio un frasco de medicina. Pasé una mala noche, eso es todo.
Stephen no tenía buena opinión de aquel charlatán y ladrón de ganado pero, como pensaba que los médicos debían respetarse unos a otros, no dijo nada.
Tras sonarse dos veces y rebuscar unos papeles entre el montón que había sobre su mesa, Lawrence preguntó:
—¿Quién es ese tal Grant de la Armada que quieren presentar como testigo?
—Es un teniente de mucha antigüedad que, según creo, ya está jubilado. Como conocía muy bien la ruta a Nueva Holanda o, si lo prefiere, Australia, formó parte de la tripulación del
Leopard
cuando Jack Aubrey recibió la orden de llevarlo allí. Pero durante el viaje, en la zona de altas latitudes sur, el
Leopard
chocó con un iceberg, y, como el señor Grant pensó que se iba a hundir, se fue en una lancha con varios hombres que pensaban lo mismo. Aubrey se quedó en el barco, lo llevó a una isla remota y, además, encantadora, lo reparó y lo llevó a su destino, un lugar al que nuestro admirado Banks puso nombre: Botany Bay. Grant sobrevivió, pero nunca fue ascendido, y eso lo atribuye a la mala voluntad de Jack. Ha escrito algunas cartas ofensivas en relación con el asunto e incluso panfletos en que acusa a Jack de toda clase de felonías. Está loco, el pobre.
—Comprendo —dijo Lawrence.
—Parece usted preocupado.
—Lo estoy. Las declaraciones que los enemigos de una persona hacen acerca de ella siempre tienen más fuerza que las de los amigos, y Dios sabe que la fiscalía ha logrado reunir a muchos y ha tratado de manipular a todos los que le conocen. Seguramente es falso que es el padre de un sacerdote católico.
—El joven no es un sacerdote porque sólo ha recibido las órdenes menores. Además, un bastardo no puede ser sacerdote, a no ser que tenga una dispensa.
—Da igual que sea un exorcista, un acólito o un sacerdote si es papista. Imagínese el efecto que eso producirá en un juez ultrapuritano que, además, se opone a la emancipación de los católicos y posee esclavos en las Antillas. Quinborough es un hombre locuaz y en los juicios siempre expresa su opinión sobre asuntos de este tipo. Precisamente ésa es una de las cosas que quería evitar que Aubrey oyera, y por eso le sugerí que se quedara fuera.
—Creo que ha juzgado mal a su cliente. Por su apariencia de persona bien alimentada y satisfecha no podría imaginarse que es un estoico. Aprecia la fortaleza más que cualquier otra virtud y piensa que si a uno le condenan a la hoguera debe soportar el castigo con entereza. Pero, dígame, ¿Jack puede ausentarse de la sala cuando quiera, sin pedir permiso?
—¡Por supuesto! El juicio se celebra en Guildhall.
—Entonces el prisionero puede estar representado por alguien que tenga su autorización.
—Seguramente los abogados que han preparado el caso de Aubrey le habrán explicado eso de forma que lo entiendan incluso los menos inteligentes. Éste es uno de los delitos por los que envían a los culpables a la prisión King's Bench, y, por tanto, el juicio tiene cierta semejanza con los civiles, así que los acusados pueden asistir personalmente o estar representados por sus abogados. Sólo tienen que asistir personalmente unos días después de que se llegue al veredicto para escuchar la sentencia.
—Me parece muy lógico. Por favor, no se olvide de proporcionarme un informe basado en las actas.
—Ya he hablado con Tolland. ¿Qué pasa? —preguntó en tono irritado a un ayudante.
—Disculpe, señor —respondió el ayudante con un frasco y una cuchara en las manos—, pero el doctor Quinn dijo exactamente cada hora.
—Que le aproveche —dijo Stephen, levantándose—. También le vendría bien acostarse. Parece usted exhausto.
—Si no tuviera que defender a un desafortunado joven esta tarde, me acostaría. El muchacho robó un reloj de cinco guineas y le pillaron con las manos en la masa. A menos que yo demuestre al jurado que valía menos de doce peniques, será sentenciado a muerte. Esto sólo es el efecto de la mala noche; mañana se me pasará. Además, tengo la medicina que me dio Quinn.
Cuando Stephen iba en el coche, que se abría paso entre el intenso tráfico del paseo Strand, pensó: «Maldito Quinn y maldita la medicina. Si hubiera podido darle una buena dosis de
pulvis Doveri
, dejaría de sentir ansiedad. Unos diez o quince granos habrían bastado. Thomas Dover también fue un corsario y, si no me equivoco, saqueó Guayaquil, lo que fue un comportamiento impropio de un médico; sin embargo, salvó a más de doscientos de sus hombres que tenían la peste».
Mientras en la parte más superficial de su mente hacía reflexiones sobre aquel médico corsario emprendedor, por la profunda pasaban una y otra vez ideas sobre el juicio de Jack, que le provocaban gran ansiedad.
Desde una bodega de la calle James envió una docena de botellas de vino Hermitage a Marshalsea y desde una tienda de comestibles de Picadilly envió un enorme pastel, un queso de Stilton y varios frascos de anchoas en conserva. Luego recogió a Pullings en Fladong's y ambos fueron en un coche hasta Cross Key, donde les esperaba un carruaje.
—Esto es viajar con elegancia —dijo Pullings, mirando por la ventanilla hacia el conocido camino de Portsmouth—. Sólo una vez he viajado en un carruaje de cuatro caballos, cuando el capitán llevaba unos despachos. Cabalgamos como si fuéramos en busca de la gloria, a una velocidad de casi diez millas por hora durante todo el viaje, y no paramos para comer, sino que comimos un pan con queso en la mano. El capitán estuvo casi todo el camino asomado a la ventanilla animando a los cocheros.
—Ésa es la única forma que conozco de ahorrar tiempo —dijo Stephen—. Tampoco nosotros pararemos a comer.
Sólo nos detendremos en Portsmouth para ver al capitán Dundas, pues debo darle un recado, y luego visitar al señor Martin si aún es de día. También he pensado pasar por Ashgrove para recoger a Bonden y a Padeen, pero no sé si merece la pena llevar más peso y, por tanto, avanzar a menos velocidad, con tal que ayuden a trasladar la fragata. ¿Qué opinas?
—Su ayuda será muy valiosa, señor, pues probablemente allí sólo encontraremos a algunos marineros que llevan mucho tiempo en tierra y son muy lentos. Para llevar la fragata hasta Shelmerston en poco tiempo deberíamos tener a algunos suboficiales diligentes, pero estoy seguro de que el capitán Dundas nos proporcionará uno o dos y ellos podrán ir en un coche con Bonden. No los necesitamos el primer día. Es mejor llegar rápido y hacer el negocio primero. Ellos podrían ir al día siguiente, ¿comprende?
—Sin duda eso es lo mejor. Muy bien, Thomas Pullings. Pero, dime, ¿los corsarios son realmente despreciados por la gente? ¿Crees que es ofensivo llamar a alguien corsario?
—Es ofensivo, señor, pero como ese tipo de quien Mowett siempre está hablando, el nieto del almirante…
—Byron.
—Sí, Byron. Como escribió ese libro, a algunos jóvenes no les parece ofensivo que les llamen corsarios, pero tal vez al capitán sí. En cuanto a que sean despreciados, parece que la palabra inspira tanto desprecio como
sodomita
, pero recuerdo algo que usted me contó: que el oficial de derrota del
Defender
decía que había que quemarlos a todos en vez de ahorcarlos, y que usted le dijo que había muchos buenos, valientes e inteligentes. Algo similar ocurre con los corsarios: algunos mantienen sus barcos de una forma tan parecida a los de la Armada Real que no se notaría la diferencia entre ellos, de no ser porque no tienen el gallardete propio de los barcos de guerra y sus hombres no llevan uniformes.
—Pero, en general, la palabra corsario produce aversión en la Armada, ¿no es cierto? ¿Y crees que por eso al capitán Aubrey no le gustaría estar al mando de un barco corsario en caso de que le expulsen de ella?
—Cuando navegara por nuestras aguas tendría dificultades con los miembros que no simpatizan con él, especialmente los numerosos oficiales estúpidos a quienes ha ofendido de una manera u otra. Cualquier teniente arrogante al mando de un cúter podría ordenarle que se presentara ante él para que le mostrara sus papeles y podría dejarle esperando en la cubierta; cualquier oficial de la Armada Real podría reclutar forzosamente a sus hombres, lo que desafortunadamente arruinaría su viaje; cualquier sinvergüenza que sirva en la Armada podría reprenderle y, sin embargo, él no podría replicar. Pero si navegara por las aguas de otros territorios como, por ejemplo, Madagascar o las colonias españolas del continente americano y el Caribe, se encontraría entre amigos y, además, podría mantenerse a distancia de cualquier capitán desagradable que estuviera en la base naval más cercana, porque no hay ninguna fragata de la clase de la
Surprise
que pueda darle alcance cuando él la gobierna. De todas formas, incluso navegar por nuestras aguas sería mejor para él que consumirse de tristeza en tierra.
Los dos se quedaron mirando el tráfico durante un rato y luego Pullings, en voz muy baja, casi en tono confidencial, preguntó:
—Doctor, ¿qué posibilidades hay de que él… no sé cómo decirlo… salga perjudicado?
—Mi opinión no vale nada, porque desconozco las leyes, pero recuerdo que en la Biblia se compara la justicia con los paños sucios de una mujer,
quasi pannus menstruate
, y tengo muy poca confianza en que la verdad sea la salvaguarda de una persona en este mundo.
—Lo que temo es que le condenen por tener datos falsos en el rol.
—¿Datos falsos en el rol?
—Por ejemplo, inscribir en el rol al hijo de un amigo cuando en realidad aún está en su casa, usa pantalones cortos y va a la escuela para que pueda decir que ha navegado durante ese tiempo. De ese modo, cuando hace el examen de teniente, puede presentar un certificado que demuestra que ha navegado durante seis años. Todos los capitanes lo hacen, y podría nombrar a media docena de ellos ahora mismo; pero si algún marinero malintencionado jura que el muchacho nunca aparecía cuando pasaban revista, entonces el capitán en cuestión es expulsado de la Armada como si hubiera tenido realmente un rol falso, quiero decir, con nombres de personas que no existen, con el propósito de quedarse con sus pagas y sus víveres.
—Sin duda, ése es un delito contemplado en el Código Naval, y como este juicio se celebra según el Código Civil, no tiene importancia: un rol falso no afecta a la bolsa.
—No sé… El capitán Dundas nos lo dirá.