—Bueno —dijo Jack con una sonrisa forzada—, no tiene importancia. Pero tal vez tenga usted algunos periódicos que me permitan hacerme una idea de cómo están las cosas en el mundo, porque supongo que está demasiado ocupado con el maldito juicio que celebrará el consejo de guerra para contarme lo que ha pasado en los últimos meses.
—Qué va, en absoluto. No tardaré nada en contarle que las cosas han ido de mal en peor. Bonaparte no para de construir barcos en todos los astilleros, mientras que nuestros barcos se están deteriorando cada vez con más rapidez porque siempre están navegando o haciendo el bloqueo. Tiene un servicio secreto muy bueno y aviva la discordia entre los aliados, aunque no necesita azuzarles demasiado para que desconfíen unos de otros y se odien. Es asombroso cómo toca siempre el punto donde más duele. Parece que envíe a alguien a escuchar detrás de la puerta o bajo la mesa del consejo de ministros. Nuestro ejército ha hecho algunos avances en España, pero los españoles… Bueno, me parece que usted sabe unas cuantas cosas sobre los españoles, señor. En fin, que no sabemos si podremos seguir ayudándoles ni si podremos seguir afrontando los gastos de nuestra participación en la guerra. Un hermano mío que trabaja en la City me dijo que las acciones nunca habían bajado tanto, que no hay actividad mercantil y que los hombres caminan por la sección de Cambio con las manos en los bolsillos y la expresión triste. Me contó que no se puede conseguir oro, que sí uno va al banco a sacar el dinero que depositó en forma de guineas, lo único que le dan son billetes. También me dijo que la mayoría de los valores eran imposibles de vender y que, por ejemplo, la renta anual de los negocios del Pacífico no supera las cincuenta y ocho libras y media. Incluso las acciones de los negocios de las Indias Orientales están asombrosamente bajas, y en cuanto a las letras de cambio… Al principio del año hubo mucha actividad porque circuló el rumor de que habría paz y subieron los precios; sin embargo, cuando se supo que el rumor era falso, la City se quedó más deprimida que nunca. Lo único que prospera es la agricultura. El trigo se paga a ciento veinte chelines el cuarto de libra y no se pueden conseguir tierras por ninguna cantidad de dinero. Pero en la actualidad, señor, un hombre con unas cinco mil libras en el bolsillo puede comprar un paquete de excelentes acciones que antes de la guerra equivalían a una considerable fortuna. Aquí tiene algunos periódicos y revistas que hablan de todo esto con más detalle. Le aseguro que se desmoralizará. ¿Qué pasa, Billings? —preguntó a uno de sus ayudantes.
—Aunque no hay cartas para el capitán Aubrey, señor —dijo Billings—, dice Pedacito que un hombre de color ha preguntado por él y que tal vez tenga una carta o al menos un mensaje que darle.
—¿Es un esclavo? —inquirió Jack.
—¿Que si es un esclavo? —gritó Billings, aguzando el oído para oír la respuesta, y luego dijo—: No, señor.
—¿Un marinero? —preguntó Jack.
Tampoco era un marinero. Pedacito se acercó sigilosamente y añadió con sonidos casi inarticulados que parecía un hombre educado y que cuando la escuadra llegó a Bridgetown había preguntado por la
Surprise
a los marineros que habían bajado a tierra; y que al enterarse de que la fragata navegaba por aquellas aguas, había preguntado por el capitán Aubrey.
—No conozco a ningún negro educado —dijo Jack, negando con la cabeza.
Era posible que un abogado de las Antillas tuviera un ayudante negro y que, debido a que las cosas estaban tan mal en Inglaterra, le buscara para ejecutar un mandato judicial contra él. Pero eso sólo podría hacerlo en tierra, así que Jack tomó de inmediato la decisión de permanecer a bordo mientras estuviera allí. Cogió los periódicos, dio las gracias al señor Stone y a sus ayudantes y regresó al alcázar, donde encontró al guardiamarina que le acompañaba; iba muy mal vestido en comparación con los impecables guardiamarinas del buque insignia que le rodeaban, pero les contaba extraordinarios sucesos ocurridos en el cabo de Hornos y el sur del Pacífico.
—Señor Williamson —dijo—, presente mis respetos al capitán Goole y pregúntele si no le molesta que vaya a visitarle dentro de diez minutos.
El señor Williamson volvió con la respuesta de que la visita del capitán Aubrey no sería ninguna molestia y, por iniciativa propia, añadió que el capitán Goole le presentaba sus respetos. Por afecto a su capitán, habría agregado otras expresiones que indicaran respeto, pero no encontró el momento oportuno y se reprimió.
Durante ese tiempo Jack permaneció recostado en la barandilla del alcázar de estribor, en esa cómoda postura que suelen adoptar todos los de su rango, mirando hacia el combés y de cara al exterior. Había dado permiso a la tripulación de su falúa para bajar a tierra, pero un hombre se había quedado en la embarcación para cuidarla; y ahora, por una porta de la cubierta inferior, hablaba con unos amigos que él no podía ver. Había algunos marineros en el pasamano y en el combés que estaban frente a la popa y le observaban con la típica mirada de quien ha sido antiguo compañero de tripulación y quiere ser reconocido. Una y otra vez Jack interrumpió su conversación con los oficiales para saludar: «¿Cómo está, Symonds?» «¿Cómo le va, Maxwell?» «¡Veo que ha regresado, Himmelfarht!»; los marineros en cuestión inclinaban la cabeza y sonreían a la vez que se tocaban la frente con los nudillos o se quitaban el sombrero. Poco después, Bonden y el hermano que pertenecía a la tripulación del
Irresistible
salieron por la escotilla de proa y Jack se dio cuenta de que no sólo le miraban con atención sino también con curiosidad y malicia, más o menos de la misma forma que lo habían hecho todos los marineros del buque insignia que habían navegado con él. No pudo descubrir el motivo, pues antes de que pudiera reflexionar sobre ello llegó la hora de dirigirse hacia el camarote del capitán, que estaba en la popa.
Por su propia voluntad, el capitán Goole no hubiera recibido al capitán Aubrey. Años atrás, cuando era guardiamarina, Goole había tenido un comportamiento mezquino y vergonzoso en el asunto del embutido. Participó en el robo, aunque como un subordinado, comió tanto como los otros guardiamarinas y cuando lo llevaron a ver al capitán Douglas no sólo se convirtió en un delator al revelarle lo ocurrido sino que además negó su participación. Había actuado de forma despreciable y por eso nunca olvidaría a Jack Aubrey. Sin embargo, estaba obligado a recibirle, ya que el protocolo naval era muy estricto respecto a las visitas oficiales.
—No le recibiría y mucho menos te lo presentaría si las normas de la Armada no lo exigieran —dijo Goole a su esposa—. Vendrá dentro de poco y se quedará aquí al menos diez minutos. Pero no le brindaré nada de beber para que no eche raíces. Bebe demasiado, como su amigo Dundas, otro que no sabe mantener los calzones puestos. Los dos son tal para cual, la escoria de la sociedad.
Hizo una pausa y luego añadió:
—Aunque ahora nadie diría que es guapo, hace tiempo lo consideraban muy atractivo, tal vez por eso… ¡Silencio! ¡Ya está aquí!
Jack no había olvidado el episodio del embutido del capitán Douglas. Las consecuencias del robo le habían parecido entonces desastrosas, pero, en realidad, no podía haber aprovechado mejor el tiempo. El medio año que pasó como un simple marinero le había permitido conocer muy bien los gustos de los marineros, cuáles eran sus creencias y sus opiniones y cómo transcurría en realidad su vida cotidiana. Tampoco había olvidado a Goole, aunque no recordaba todos los detalles acerca de su comportamiento. Le parecía un desvergonzado, pero no le guardaba rencor. Cuando entró en su cabina sintió un gran placer al ver a un compañero de tripulación tan antiguo, le felicitó sinceramente por su matrimonio, sonrió y les dirigió a ambos una mirada tan afectuosa que hizo que la señora Goole mejorara la buena opinión que ya se había formado sobre él. A la señora Goole no le sorprendió que le hubieran considerado guapo, pues incluso ahora que pesaba algunos kilos de más, que su cara había perdido la tersura de la juventud y que estaba curtida y llena de cicatrices, no dejaba de resultar atractivo. A diferencia de su esposo (que carecía de personalidad), el capitán Aubrey era muy robusto, mucho más alto y desprendía una gran vitalidad. Sus ojos azules, que contrastaban con el color caoba de su cara, tenían la expresión de quien desea agradar a los que están en su compañía.
—Estoy a favor del matrimonio, señora —dijo.
—¿Ah, sí? —La señora Goole, pensando que debía decir algo más, añadió—: Me parece que conocí a la señora Aubrey en casa de lady Hood justo antes de salir de Inglaterra.
—¿Cómo estaba? —inquirió Jack, y una sonrisa de satisfacción iluminó su rostro.
—Espero que se trate de la misma dama, señor —dijo la señora Goole en tono vacilante—. Era alta y rubia y tenía un hermoso cutis; los ojos grises, y llevaba el cabello recogido en un moño. Vestía un traje azul de manga larga fruncido aquí…
—Bueno, señora Goole… —le interrumpió su esposo.
—No cabe duda de que ésa es Sophie —certificó Jack—. Hace un siglo que no recibo noticias de casa, porque he estado en el lejano cabo de Hornos. Daría todo lo que tengo por saber algo de ella. Por favor, dígame qué aspecto tenía, qué dijo… ¿No estaba allí ninguno de los niños?
—Sólo uno, un niño muy hermoso. La señora Aubrey le contó al almirante Sawyer que las niñas habían tenido la varicela hacía algún tiempo, pero que ya se encontraban tan bien que el capitán Dundas se las había llevado a navegar en su cúter.
—¡Qué Dios las bendiga! —exclamó Jack, sentándose junto a ella.
Entonces ambos empezaron a hablar de la varicela. Comentaron que se trababa de una enfermedad benigna y que era inevitable pasar enfermedades como ésa a una edad temprana. Luego hablaron de la difteria, el sarampión, el sarpullido, las aftas… hasta que al sonar la campana del buque insignia Jack recordó que debía volver a la
Surprise
a buscar su violín.
El doctor Maturin y el señor Waters hablaban de enfermedades mucho más graves cuando al fin Stephen se levantó, se desdobló los puños de la chaqueta y dijo:
—Me atrevo a asegurarle, aunque con reservas, naturalmente, que no es maligno. No es un tumor del tipo que creía usted y mucho menos una metástasis, que Dios no lo quiera, sino un fibroma. Pero se encuentra en un lugar muy delicado y tendremos que extirparlo enseguida.
—Por supuesto, estimado colega —afirmó el señor Waters, sintiendo un gran alivio—. Enseguida. Le agradezco mucho que me haya dado su opinión.
—No me gusta nada tener que abrir un vientre —dijo Stephen, clavando la mirada en el vientre en cuestión como un carnicero que debe decidir los cortes que va a hacer—. Y, por supuesto, en un caso así quiero un buen ayudante. ¿Son competentes los suyos?
—Los dos son torpes, beben en exceso y sólo tienen conocimientos prácticos. Son un par de matasanos ignorantes. No me gustaría que ninguno me pusiera las manos encima.
Stephen se quedó pensativo unos segundos. Sabía que era difícil apreciar a los compatriotas o al menos mantener con ellos una relación cordial cuando estás en tierra; y mucho más difícil aún cuando estás encerrado con ellos en el mismo barco, sin posibilidad de evitar el trato diario. Evidentemente, el señor Waters no había logrado hacer esa proeza naval.
—Pues yo no tengo ayudante porque el condestable se volvió loco y lo mató frente a la costa de Chile, pero el pastor, el señor Martin, sabe mucho de física y cirugía y es un eminente naturalista. Juntos hemos hecho la disección de muchos animales de sangre fría y caliente. Si no recuerdo mal, no ha visto abrir el vientre de ningún ser humano, y estoy seguro de que le gustará mucho. Si usted quiere, le pediré que me ayude. Ahora tengo que ir a mi barco a buscar el violonchelo.
Stephen subió varias escalas del
Irresistible
y se desorientó una o dos veces, pero al fin salió a la luz, la cegadora luz que inundaba el alcázar. Parpadeó unos instantes, luego se puso las gafas oscuras y vio que junto al costado de babor del buque insignia había muchos vivanderos y lanchas que transportaban a los marineros de permiso. El primer teniente del buque insignia estaba inclinado sobre la borda masticando un trozo de caña de azúcar y discutía el precio de una cesta de limas, una de guayabas y una enorme pina. Cuando al fin subieron la fruta a bordo, Stephen le dijo:
—Mi querido William Richardson, ¿podrías decirme dónde está el capitán?
—Bueno, doctor, regresó a la fragata justo antes de que sonaran las cinco campanadas.
—Cinco campanadas-repitió Stephen—. ¡Claro! Me dijo algo sobre las cinco campanadas. Volverá a reñirme por ser impuntual. ¿Qué puedo hacer?
—No se preocupe, señor —dijo Richardson—. Le llevaré a ella en el chinchorro. No está a mucha distancia de aquí, y, por otro lado, quisiera ver otra vez a mis antiguos compañeros de tripulación. El capitán Pullings me dijo que ahora Mowett era el primer oficial. ¡Dios mío! ¡Pensar que Mowett es el primer oficial! Pero, señor, no es usted el único que ha preguntado por el capitán Aubrey. Hace poco ha vuelto a subir a bordo un hombre que también le busca. ¡Ahí está! —exclamó, señalando con la cabeza el pasamano de babor, donde un joven negro muy alto destacaba entre un grupo de marineros.
Stephen se dio cuenta de que eran marineros que habían navegado en otras misiones con él, la mayoría de ellos irlandeses y todos católicos. También advirtió que sonreían y miraban al joven negro con curiosidad mientras le decían amable y respetuosamente que avanzara hacia la popa. Pero antes de que tuviera tiempo de saludar con un «¡Hola, compañeros de tripulación!» o «¿Qué tal, compañeros?», el joven negro empezó a caminar hacia el alcázar. Llevaba un sencillo traje de color tabaco, pesados zapatos de puntera cuadrada y un sombrero de ala ancha. Por su aspecto parecía un cuáquero o un seminarista, pero un seminarista fuerte y atlético como los que podían encontrarse en la parte occidental de Irlanda o por las calles de Salamanca. Antes de dirigirse a Stephen como un seminarista irlandés, se quitó el sombrero.
—Es usted el doctor Maturin, ¿verdad?
—El mismo —respondió Stephen—. El mismo, para servirle.
Había hablado mecánicamente, pues el joven que estaba sin sombrero e iluminado por el sol delante de él era la viva imagen de Jack Aubrey, pero de color ébano y con veinte años y muchos kilos menos. Sólo se diferenciaba de Jack en que tenía rizos negros y no dorados, y en que el puente de su nariz no era como el de los romanos. Sus cuerpos eran idénticos e incluso movió la cabeza de la misma forma cuando se aproximó a Stephen mirándole respetuosamente.