—Pero al ser negro y católico, puede convertirse en otro obispo africano, como san Agustín, y llevar una mitra y un báculo. Quizá pueda llegar incluso a ser nombrado obispo de Roma, Sumo Pontífice, y llevar la tiara. Por otro lado, Jack, debes tener en cuenta que el hecho de que sea papista significa que ha seguido el ejemplo de muchos de sus antepasados ingleses desde la época en que los misioneros irlandeses les enseñaron la Sagrada Escritura y la diferencia entre el bien y el mal hasta los tiempos gloriosos de Enrique VIII, sólo unas pocas generaciones anteriores a la nuestra.
Jack no parecía del todo satisfecho y, tras unos minutos de silencio, dijo:
—Tengo que ir al buque insignia. Ese maldito consejo de guerra va a celebrar el juicio a las diez.
—Yo también tengo que ir —recordó Stephen—. Debo atender a un paciente.
Mientras caminaban hacia el embarcadero Jack comentó:
—De todas formas, me ha gustado que dijeras eso de tu santo.
—También es el tuyo, ¿sabes? San Agustín está reconocido incluso por las sectas más modernas. Al fin y al cabo es uno de los padres de la Iglesia.
—Tanto mejor. Que un santo y además padre de la Iglesia pueda mantener una relación prohibida representa un consuelo para los demás.
—Sí, pero creo que aún no era santo en aquella época.
Jack siguió andando en silencio y poco después dijo:
—Quise preguntarle una cosa a Sam, pero por alguna razón no fui capaz de hacerlo. No me atreví a decirle: «Sam, cuando llegaste a Ashgrove Cottage, ¿explicaste el motivo por el que deseabas verme?».
—No lo explicó. Estoy tan seguro como si hubiera estado allí. Aunque es un joven sincero y abierto, no tiene un pelo de tonto… ni jamás haría algo que pudiera molestar.
—A pesar de todo, temo que Sophie lo haya adivinado al ver su cara, por muy negra que sea. Tú lo adivinaste enseguida, pues de lo contrario no me hubieras dicho que no me preocupara.
—Hay que admitir que el parecido es asombroso.
—Stephen… —continuó Jack, vacilante—. ¿Crees que sería conveniente hablarle a Sophie de san Agustín? Ella respeta mucho a la Iglesia y se opone a ese tipo de comportamientos. ¿Sabes? Me fue casi imposible lograr que sintiera simpatía por…
En ese momento los ángeles de la guarda intervinieron otra vez, uno de ellos con una mordaza —Jack tenía ya formado en la garganta el nombre de Diana, prima de Sophie y esposa de Stephen, quien había tenido una conducta más que reprobable en muchas ocasiones— y el otro con la inspiración necesaria para que Jack continuara sin hacer pausa:
—… Heneage Dundas, que tiene una tribu de bastardos, hasta que le expliqué que me había salvado de morir ahogado cuando éramos niños.
—Bueno, tampoco estaría de más —respondió Stephen.
No pudo continuar porque ya estaban en el muelle donde atracaban las lanchas de los barcos de guerra y allí se encontraba Bonden con la falúa de la fragata, que era nueva, pues el almirante había cumplido su palabra y la
Surprise
había recibido grandes cantidades de pertrechos. Ya habían cargado en la fragata el agua, el pan, la carne de vaca y casi toda la leña, y esa misma tarde llenarían la santabárbara con la pólvora que traería un barco abastecedor. Mowett, el primer teniente, Adams, el contador, y todos los marineros habían encontrado tiempo para embellecer la falúa a pesar de haber estado muy ocupados. Por otro lado, los tripulantes de la falúa habían pasado su tiempo libre arreglándose o, al menos, arreglando su ropa. A muchos capitanes les gustaba que los tripulantes de su fama usaran uniformes, que en algunos casos se diseñaban según los dictados del capitán y en otros guardaban alguna relación con el nombre del barco; por ejemplo, los de la
Emerald
consistían en camisas de color verde brillante; los de la
Argo
, en camisas teñidas de amarillo; y los de la
Niger
eran todos negros, pero a Jack no le interesaban esos detalles. No obstante, los tripulantes de su falúa se habían puesto de acuerdo para vestirse igual, pues pensaban que así aumentarían el prestigio de su barco, como era su deber, algo difícil de lograr en las Antillas, donde todo estaba impoluto e incluso los sepulcros relucían. En esta ocasión pensaron que la mejor manera de conseguirlo sería llevando una camisa blanca como la nieve, un pantalón blanco, también impecable, con la parte superior muy ajustada, de pata ancha y con ribetes azules y rojos en las costuras, una coleta recién hecha que les llegaba a la cintura —y que aquellos con los que la naturaleza había sido menos generosa suplían con estopa—, un pañuelo de Barcelona negro atado al cuello, un sombrero de paja de ala ancha doblada hacia atrás y una cinta de tres pies de larga con el nombre
Surprise
bordado, que rodeaba la copa y quedaba flotando en el aire. Por último, un par de botines estrechos y de puntera alargada en sus enormes pies, ensanchados de tanto correr descalzos por la cubierta. Con aquel atuendo podrían transportar dignamente a su capitán hasta el
Irresistible
, donde el consejo de guerra iba a celebrar el juicio, un acontecimiento que requería traje de gala; sin embargo, no podían bajar a la sucia orilla sin poner en peligro el resultado obtenido, así que contrataron a cuatro muchachos de Barbados para que colocaran la
plancha
[5]
y luego apartaran la falúa de la orilla. La plancha era pequeña, pero todos los tripulantes de la falúa habían navegado durante años con el doctor Maturin y sabían que podía caerse por las ventanas de popa, de las escalas e incluso de los muelles, así que volvieron la cabeza para mirarle y vieron que avanzaba con cautela y paso vacilante. Esta vez no temían por su vida, pues había poca profundidad, aunque debido a la bajamar el agua estaba muy turbia y temían que les salpicara la ropa si se caía. Además, corrían el riesgo de manchársela al ir a rescatarle. El doctor no era un compañero digno del capitán esa mañana. El capitán lucía un resplandeciente uniforme azul y dorado, con el sable que le había regalado la Asociación Patriótica Lloyd al cinto, la medalla del Nilo colgada del cuarto ojal de la chaqueta y el
chelengk
, un broche de diamantes turco en forma de penacho, prendido en su mejor sombrero, adornado con una cinta dorada, que llevaba con las puntas hacia delante y hacia atrás, como Nelson. Se había lavado y afeitado (como acostumbraba a hacer diariamente, aunque hiciera muy mal tiempo) y también se había cepillado el pelo a conciencia y lo llevaba empolvado y recogido atrás con una ancha cinta negra; el doctor Maturin, en cambio, no se había afeitado ni probablemente tampoco había sentido la necesidad de lavarse. Además llevaba medias desparejadas, los calzones desabrochados en las rodillas y una vieja y horrible chaqueta que su sirviente ya había querido tirar dos veces. Tenía puestas todas sus esperanzas en aquella raquítica peluca que, confiaba, le otorgaría un aspecto civilizado.
—Tal vez el doctor quiera regresar a la fragata en un barco abastecedor —aventuró Bonden—. Hay uno que está a punto de zarpar cargado de verdura —añadió, señalando con la cabeza una embarcación con forma de cesta amarrada al muelle destinado a los barcos de guerra y que, al tener el fondo plano, resultaba más estable y, por tanto, un medio de transporte más apropiado para él.
—¡Tonterías! —exclamó Stephen subiendo a la plancha—. Voy al
Irresistible
. En esta embarcación… en esta falúa le reciben a uno como a un perro en una partida de bolos —murmuró en tono irritado mientras avanzaba con dificultad.
Una ola distante sacudió ligeramente la plancha y Stephen se tambaleó y dio un grito. Entonces Jack, que estaba detrás, lo agarró por los codos, lo alzó en el aire y lo pasó por encima de la borda hasta el interior de la falúa, donde fuertes marineros le llevaron hasta la bancada de popa como si de un paquete se tratara.
Esos mismos marineros lo dejaron en la escala del buque insignia y le advirtieron que tuviera cuidado al subir los escalones y que se sujetara con las dos manos. Jack había subido como era debido y fue recibido con la ceremonia de rigor y conducido a la popa. Por esa razón Stephen no lo vio cuando llegó al alcázar, pero sí vio al señor Butcher, antes cirujano de la
Norfolk
y ahora prisionero de guerra.
—Buenos días, señor Butcher. Le agradezco que haya tenido la amabilidad de venir.
Butcher era un hombre de gran experiencia y a pesar de no ser demasiado instruido ni versado en otra materia que no fuera su profesión, poseía una habilidad para hacer diagnosis y prognosis que rara vez Stephen había visto en otras personas.
—No tiene importancia. Es un placer corresponder aunque sea mínimamente a la amabilidad que ha tenido usted con el capitán Palmer.
En ese momento inspiró un poco de rapé y añadió:
—El señor Martin ya está abajo.
—Quizá deberíamos reunimos con él —propuso Stephen.
—Me parece que sí —dijo Butcher—. Pero antes de bajar, permítame preguntarle por qué operó usted aquí en vez de trasladar al paciente al hospital. En Jamaica, donde hay fiebre amarilla y miasmas, lo entendería, pero un lugar tan saludable como la isla Barbados…
—La verdad es que es un hombre de carácter difícil y se ha peleado con casi todos sus colegas, incluyendo los que trabajan en el hospital.
—Entonces entiendo su reticencia. Por otro lado, aunque un hospital es el lugar más conveniente para ser operado, sobrevivir es algo muy distinto. Yo preferiría estar en la mar. He visto cómo todos los hombres que había en una sala de hospital con miembros amputados morían una semana después de haber sido operados, mientras que algunos de los que se habían quedado en el barco por falta de espacio sobrevivieron. Varios todavía viven.
El paciente no parecía tener un carácter muy difícil. Dio las gracias al señor Butcher por su visita, le felicitó por su inminente liberación —el barco sueco que llevaría a los oficiales norteamericanos prisioneros de vuelta a su país había anclado esa mañana— y le dio algunos mensajes para sus amigos de Boston. Sin embargo, se imaginó que habrían estado hablando de sus probabilidades de sobrevivir y miró con atención a Butcher mientras éste le observaba para juzgarle objetivamente. Le pareció que su expresión indicaba que él estaba condenado a muerte y empezó a hablar cada vez más rápido para demostrarle que sus ojos le engañaban, que se encontraba en perfecto estado y que la herida y las constantes décimas de fiebre carecían de importancia.
—Un poco de pus —explicó al tiempo que les lanzaba una mirada inquisitiva—. Sólo es un poco de pus. Lo he visto miles de veces.
—¿Y bien, señor? —preguntó Stephen cuando regresaron al alcázar.
—Bueno, tiene una infección, como usted muy bien sabe —respondió Butcher—. En cuanto a su evolución… —añadió, imitando con las manos un movimiento descompasado—. Tanto una victoria como una buena noticia podrían inclinar la balanza, pero tal y como están las cosas, sería conveniente prepararse para un desenlace fatal. Supongo que no intentará usted aplicar remedios heroicos.
—No. Es de constitución débil y está demasiado amargado por problemas familiares. Vamos a ver al capitán Palmer.
Durante ese tiempo el consejo de guerra había rechazado la petición de tres de los prisioneros de ser juzgados individualmente. Además, ya se habían leído los cargos contra ellos con la monótona reiteración propia de los asuntos legales y se había puesto en marcha la lenta maquinaria que los conduciría irremisiblemente hacia la horca.
Había pocas dudas acerca de su identidad, pues su descripción, junto con la de todos los demás que habían participado en el motín de la
Hermione
, había llegado a todas las bases navales:
George Noris, ayudante del condestable, veintiocho años. De constitución delgada, mide cinco pies y ocho pulgadas y tiene la piel cetrina y el pelo negro y largo. Perdió una falange del índice derecho. Lleva tatuada una estrella debajo de la mama izquierda y una cinta alrededor de la pierna derecha con la inscripción: Honi soit qui mal y pense. Además, tiene una herida causada por bala de mosquete en un brazo.
John Pope, armero, cuarenta años. Robusto, mide cinco pies y seis pulgadas y tiene la piel blanca, la cara marcada por la viruela y el pelo gris. Lleva tatuado un corazón en el brazo derecho.
William Strachey, diecisiete años. Robusto, mide cinco pies y tres pulgadas y tiene la piel blanca y el pelo castaño oscuro y largo. Lleva tatuado su nombre y la fecha del 12 de diciembre en el brazo derecho.
No se podían refutar pruebas así. Algunos alegaron que viajaban bajo el nombre falso de un contador para evitar ser apresados por deudas o bien obligados a pagar la manutención de sus hijos ilegítimos, y que una acusación que utilizara un seudónimo quedaba invalidada. Sin embargo, no sirvió de nada, ya que un consejo de guerra naval no tenía en cuenta las sutilezas aplicables en el Old Bailey, el principal tribunal civil de Londres, y la mayoría de los acusados habían admitido su identidad, aunque no su culpabilidad. Todos echaban la culpa a los demás e incluso algunos no sentían escrúpulos al revelar quiénes eran los verdaderos instigadores del motín. En ese momento Aaron Mitchell argumentaba con vehemencia que un joven de dieciséis años, como él entonces, no podía oponerse a doscientos hombres enfurecidos, porque habría resultado inútil y le habría ocasionado la muerte. También aducía que estaba totalmente en contra de que entregaran la fragata a los españoles, pero que no pudo hacer nada para evitarlo.
Jack pensó que llevaba parte de razón, pues un joven debía haber tenido una fuerza moral y un valor extraordinarios para resistirse a la determinación de hombres mayores que él, algunos de ellos fieros y sanguinarios, que habían sido maltratados de forma intolerable hasta límites insospechados. Hugh Pigot, con el poder que le otorgaba su título de capitán de un barco de guerra, había convertido la
Hermione
en un infierno flotante. La noche antes del motín, cuando los tripulantes estaban arrizando las gavias, había dicho a gritos que el último en bajar de la verga sobremesana sería azotado, y como sus azotes eran tan temidos, los dos marineros que ataban las empuñaduras de barlovento y sotavento —y, por tanto, estaban más alejadas, justamente en los penoles—, saltaron por encima de los que trabajaban en la parte interior para alcanzar las burdas o los obenques, por donde se deslizarían hasta la cubierta, pero perdieron el equilibrio y cayeron sobre el alcázar. Cuando los marineros que les recogieron comunicaron a Pigot que estaban muertos, el capitán les había ordenado: «Arrojen a esos marineros de agua dulce por la borda».