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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (20 page)

BOOK: El reverso de la medalla
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Como tenía la mente en otra parte, se llevó una gran sorpresa cuando, al doblar la esquina de la calle donde estaba el hostal, levantó los ojos y vio una ennegrecida armazón separada de la calle por una barrera, con la bodega cubierta por la brillante agua de lluvia, unas cuantas barras chamuscadas donde habían estado los pisos y helechos y hierba dentro de los nichos que antes eran armarios empotrados. Las casas que se encontraban a ambos lados estaban intactas, lo mismo que las tiendas de la parte de la calle que pertenecía a Westminster. La calle estaba llena de gente que iba de un lado para otro como si el horrible espectáculo fuera algo normal. Cruzó para comprobar su posición y asegurarse de que aquellas eran las ruinas del Racimo de Uvas y no una ilusión óptica, y cuando estaba de pie frente a ellas, sintió una suave presión en la parte de atrás de la pierna. Entonces se volvió, haciendo con los labios una mueca que podía expresar satisfacción o rabia, y vio un perro grande y feo moviendo la cabeza y la cola. Enseguida reconoció al perro mestizo del carnicero, a quien le unía un gran afecto, pues, a pesar de que no era callejero y de que estaba casi siempre con su dueño, muchas veces había pasado el día con él.

—¡Pero si es el doctor! —exclamó el carnicero—. Pensé que tenía que estar usted por aquí cuando vi que el perro empezó a cabecear y a protestar. Estaba observando el pobre Racimo de Uvas, ¿verdad?

El incendio tuvo lugar cuando la
Surprise
salió de Gibraltar y no hubo que lamentar víctimas. La compañía de seguros disputaba con la señora Broad por la reclamación y ella no podía costear la reconstrucción hasta que recibiera el dinero. Hasta entonces se hospedaría en casa de unos amigos en Essex, y todos en el barrio la echaban de menos.

—Cada vez que miro al otro lado de la calle me parece que el condado tiene una herida —dijo el carnicero, señalando el lugar con el cuchillo.

Mientras Stephen caminaba hacia el norte pensó que también había sufrido una herida, una inesperada herida. Ignoraba cuánto significaba para él aquel tranquilo refugio donde había dejado varias colecciones bastante importantes, sobre todo la de pieles de aves, muchos libros… Después recibió otra herida mucho más profunda en la calle Half Moon cuando le dijeron: «La señora Maturin ya no vive aquí», pero esas palabras le sorprendieron menos y no le hicieron estremecerse.

Siguió andando hacia la calle Saint James mientras se decía: «No debo sentir nada hasta que tenga la confirmación. Hay mil explicaciones posibles».

El club de Jack no era el tipo de asociación de la que Stephen se habría hecho miembro por su propio gusto, pero a Diana le parecía importante que lo fuera y había pedido a sus amigos y a Jack que apoyaran su candidatura, por lo que desde hacía algún tiempo pertenecía a él.

—Buenos días, señor —le saludó el portero, que estaba en el vestíbulo—. Tengo varias cartas y una caja con un uniforme para usted.

—Gracias —respondió Stephen, cogiendo las cartas.

La única que era importante era la primera, y rompió el sello mientras subía la escalera. Empezaba así:

¿Por qué absurdas promesas que en la boda

hicimos, hace tanto tiempo,

nos obligan a seguir juntos ahora

cuando la pasión se ha extinguido?

Entre estas palabras y el último párrafo había una parte con las líneas muy juntas y con muchas palabras subrayadas que apenas podía leerse con aquella luz. El último párrafo, que tenía las líneas más espaciadas y escritas con más cuidado y con una pluma diferente, decía:

Tu nuevo uniforme llegó justo después de irte, y en vez de dejarlo en El Racimo de Uvas, donde hay tantos ratones y polillas a pesar de todo lo que hace la señora Broad, lo mandaré al club. ¡Ah, Stephen! Te ruego que te acuerdes de ponerte camiseta y calzoncillos de franela cuando estés en Inglaterra. Encontrarás algunos encima y debajo del uniforme.

Leyó esas palabras antes de llegar a lo alto de la escalera. Luego se metió la carta en el bolsillo, entró en la desierta biblioteca y echó un vistazo a los otros sobres. En uno había una petición de un préstamo a la que debía dar inmediata respuesta mediante un mensajero; en otros dos, sendas invitaciones a comidas que ya se habían digerido hacía tiempo; en otro, dos estudios sobre la pardela de la especie Manx, que leyó con gran atención. Después volvió a leer la carta de Diana. Diana decía que él debía haber sabido que ella consideraría una ofensa que, sin pizca de discreción, se paseara con esa dama pelirroja por el Mediterráneo, y que no juzgaba eso desde el punto de vista moral, porque era mejor dejárselo a otros y ése no era su estilo, pero que tenía que confesarle que no esperaba una grosería como ésa ni que, después de eso, tal vez en un arrebato, no se hubiera justificado al menos con una historia que ella pudiese fingir creerse sin perder la dignidad. En ese momento Stephen buscó la fecha de la carta, pero no la encontró. Además, Diana precisaba que cualquier mujer de carácter consideraría eso una ofensa, y que incluso lady Nelson, que era mucho más dócil que ella, se sentiría ofendida, a pesar de la intervención de sir William. Le confesaba que a pesar de todos los defectos que él tenía, jamás habría esperado que se comportara como un sinvergüenza. Le aseguraba que sabía muy bien que los hombres corrientes hacían esas cosas cuando «la pasión se extinguía», pero que él nunca le había parecido un hombre corriente. También decía que nunca olvidaría lo amable que había sido con ella y que su resentimiento nunca acabaría con su amistad, pero que se alegraba de no haberse casado en una iglesia católica ni en ninguna otra iglesia cristiana. Luego, obviamente después de una pausa y con la segunda pluma, había escrito que no debía juzgarla mal, y un poco más abajo la posdata en que hablaba de la ropa.

Stephen no la habría juzgado peor que a un halcón que se hubiera echado a volar creyendo estar herido. Había visto muchos halcones orgullosos y temperamentales amar con vehemencia y tener violentos enfados… Pero sentía mucha pena, tenía el corazón partido. Al principio sintió pena por la terrible pérdida, tanta que agarró fuertemente los brazos de la mecedora y empezó a mecerse; sin embargo, después se compadeció de ella. La conocía desde hacía tiempo, pero de todos los pasos que había dado precipitadamente, de todos los
coups de tête
que había hecho, ese era el más disparatado. Había huido con Jagiello, un lituano que era oficial del Ejército sueco y que mostraba ostensiblemente su admiración por ella desde hacía tiempo. Pero Jagiello era un hombre estúpido; alto, hermoso y con el cabello dorado, pero estúpido. Las jóvenes le adoraban y los hombres simpatizaban con él porque era sencillo, franco y alegre, pero era superficial y estúpido y era incapaz de resistir cualquier tentación que se le presentaba a menudo por el hecho de ser rico y muy atractivo. Era mucho más joven que Diana, y la constancia no era una de sus virtudes. No era posible que él y Diana se casaran, pues, pensara ella lo que pensara, puesto que la ceremonia de su matrimonio se había celebrado a bordo del
Oedipus
, un navío de su majestad, el matrimonio era legal. Diana necesitaba la vida de sociedad tanto como la carne y las bebidas, y él no tenía motivos para suponer que la sociedad sueca sería amable con una extranjera que no estaba casada y cuyo único protector era un húsar joven y estúpido. Pensó adonde la llevaría su destino dentro de cinco años o incluso menos, y se le cayó el alma a los pies. Lo único que dio un poco de luz a aquella oscuridad fue la idea de que al menos ella era libre, que no dependía de la generosidad de ningún hombre. Pero ni siquiera estaba seguro de eso. En otro tiempo ella había tenido gran cantidad de dinero, pero él no sabía si había invertido bastante para proporcionarle una renta razonable durante el resto de su vida. Sin embargo, era probable, porque su asesor financiero, un banquero amigo suyo llamado Nathan, con quien él simpatizaba, era competente. «Le preguntaré a Nathan», pensó. Entonces se movió en la mecedora y sintió que se le encajaba en la cadera el borde del maldito cofre de latón que tenía atado a un costado con una venda (lo había hecho porque una vez había dejado documentos secretos en un coche), y recordó que tenía que entregarlo cuanto antes.

Reflexionó unos momentos. Sintió un gran alivio al poder pensar fríamente después de haber estado turbado por tan profundos sentimientos, de soltar interiormente tantas exclamaciones, de hacer incoherentes protestas por aquella injusticia y de repetir muchas veces el nombre de Diana. Se puso de pie, fue hasta un escritorio y escribió: «El doctor Maturin presenta sus respetos a sir Joseph Blaine y le comunica que estará encantado de visitarle cuando lo estime conveniente». Se sorprendió al notar que la mano le temblaba tanto que las palabras apenas se podían leer, y entonces escribió de nuevo el mensaje con mucho cuidado y bajó para pedir que lo entregaran en casa de sir Joseph, cerca del mercado Shepherd, en vez de en el Almirantazgo.

—¡Ah, Stephen, estás aquí! —exclamó Jack, que entraba en ese momento—. ¡Cuánto me alegra verte! ¿No te parece horrible lo que le ocurrió al Racimo de Uvas? Pero al menos nadie salió herido. Ven, sube, tengo algo muy importante que decirte.

—¿Se ha resuelto alguno de los casos? —preguntó Stephen.

—No, no; no es eso. No ha pasado nada en mis asuntos legales. Esto es muy diferente. Te asombrará.

La biblioteca todavía estaba vacía. Stephen se sentó de espaldas a la ventana y vio cómo Jack, que tenía la cara totalmente iluminada, puso una expresión satisfecha porque pensaba que podía ayudarle a conseguir una fortuna.

—Lo importante es que hay que hacer las inversiones en los próximos días —concluyó Jack—. Por eso me alegré tanto de encontrarte ahora. Iba a ir a la calle Half Moon a llevarte esta lista por si estabas allí.

Trajeron un mensaje para el doctor Maturin en una bandeja.

—Discúlpame, Jack —dijo Stephen.

Entonces se volvió hacia la ventana y leyó el mensaje, que decía que sir Joseph estaría encantado de recibirle a cualquier hora después de las seis de la tarde. Luego se volvió de nuevo hacia el interior de la habitación y notó que Jack le miraba con expresión preocupada.

—¿Te sientes mal, Stephen? —inquirió—. Siéntate. Te traeré una copa de coñac.

—Escúchame, Jack —dijo Stephen—: Diana se ha ido a vivir a Suecia. —Hubo un embarazoso silencio. Jack comprendió enseguida que Jagiello tenía algo que ver con el asunto, pero no le parecía adecuado darlo a entender y no era posible que él hiciera ningún comentario al respecto. Stephen continuó—: Creyó que Laura Fielding era mi amante y consideró una deliberada y grave ofensa que paseara con ella por el Mediterráneo. Dime, ¿realmente parecía eso? ¿Parecía que yo era amante de Laura?

—Creo que la gente, en general, pensaba… Parecía que…

—Pero se lo expliqué lo mejor que pude —dijo Stephen como si hablara consigo mismo.

Miró el reloj pero, aunque las manecillas podían verse claramente, no pudo saber la hora porque tenía la mente en otro sitio: «Se fue antes o después que Wray le entregara mi carta? Tengo que averiguar ese detalle». Luego preguntó:

—¿Qué hora es?

—Las cinco y media —respondió Jack.

Entonces Stephen pensó: «Ya no podré encontrarle en el Almirantazgo. Debo ir a verle a su casa, y como está cerca de la de Nathan, tendré tiempo para visitarlos a los doy si me doy prisa».

—Jack —dijo—, te agradezco mucho las recomendaciones sobre las acciones y otros valores. Has sido muy amable. Pero, dime, ¿te has comprometido a no decir nada más?

Jack asintió con la cabeza.

—Entonces es inútil intentar que me repitas las preguntas que hiciste a tu informador.

—Es una buena persona —dijo Jack—. Te conoce, y también la historia de la
Testudo aubreii.

—¿Ah, sí?

Stephen reflexionó durante unos momentos. Pensó que el informador no podía ganar nada engañando a Jack y que, a pesar de que estuviera equivocado, Jack al menos tendría los valores y sólo perdería la comisión pagada a los intermediarios financieros.

—Tengo que dejarte. Debo hacer algunas visitas.

—Naturalmente, vendrás a Ashgrove —dijo Jack—. Sophie se alegrará de verte. Pensaba irme el domingo por temor a los alguaciles, pero ahora podría irme cualquier día, incluso mañana, si quieres.

—No creo que esté libre hasta el martes —respondió Stephen.

—No me importaría quedarme aquí un poco más de tiempo —dijo Jack—. Entonces, quedamos en irnos el martes.

Stephen no tuvo éxito en la primera visita. Unos minutos después de haber entregado su tarjeta de visita, le dijeron que Wray no estaba en casa. Luego, mientras caminaba bajo la llovizna, pensó: «Había olvidado que me debe gran cantidad de dinero, y posiblemente por eso mi llegada fue inoportuna».

En la segunda no tuvo más suerte. En realidad, no llegó a hacerla. Mucho antes de llegar a la puerta de la casa pensó que Nathan, al igual que todos sus conocidos en Londres, debía de haberse enterado de la separación, y que, por ser el asesor financiero de Diana, consideraría inapropiado hablar de sus negocios. No obstante, tocó el timbre, pero enseguida, con cierta satisfacción, se enteró de que el señor Nathan no estaba en casa. Pero Meyer, el hermano menor del señor Nathan, estaba allí, justamente en el vestíbulo, y cuando él se negó a llamar un coche para irse, le puso en las manos un pesado paraguas de guinga y huesos de ballena. Stephen, protegido por el paraguas y caminando entre la multitud que avanzaba a empujones, fue hasta la consigna de la estación de coches, pues en uno de ellos había hecho la última parte de su viaje. En la calle donde estaba situada había mucho lodo, excrementos de caballo y mucha suciedad, y vio al barrendero delante de él abriendo un camino con su escoba. Cuando el muchacho se detuvo en el lado contrario de la calle, dijo:

—No olvide al barrendero, su señoría.

Stephen metió la mano en un bolsillo de la chaqueta y luego en el otro y replicó:

—Lo siento muchacho, pero esos cerdos no me han dejado ni un penique ni el pañuelo. No tengo dinero.

—¿Su madre no le dijo que se guardara las monedas y el pañuelo dentro de los calzones? —preguntó el muchacho, frunciendo el entrecejo y, después de pensar unos momentos, cuando ya estaban a cierta distancia, gritó—: ¡Bestia! ¡Bastardo! ¡Cornudo!

En la consigna de la estación de coches, Stephen cogió un paquete que estaba en su baúl, dio instrucciones para el envío del resto del equipaje, y fue hasta el mercado Shepherd avanzando con dificultad, pues el viento era muy fuerte y tenía que sostener a la vez el paquete y el pesado paraguas. El paraguas era una prueba de la comprensión del más joven de los Nathan. Stephen había notado que le había hablado en un desacostumbrado tono grave y le había mirado con afecto, pero, como estaba muy afligido, consideraba que esas cosas eran muestras de su compasión y pensaba que eran inútiles, embarazosas y abrumadoras y, además, le causaban dolor.

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