«Espero que sir Joseph no se sienta obligado a expresarme su condolencia —pensó cuando se acercaba a la puerta de su casa—. No creo que pudiese soportarlo. Sin duda, según las normas sociales, debería mostrarme de algún modo su preocupación, pero ahora no, Dios mío, ahora no.»
No tenía que temer el encuentro con sir Joseph, quien le dio una calurosa bienvenida y hasta después de un largo rato no dejó entrever que conocía su lamentable situación ni que se compadecía de él. Hasta que no terminaron de hablar del viaje, que, obviamente, era de lo que debían tratar primero, y no se contaron lo que sabían sobre otros naturalistas y sobre las actividades de la Royal Society, Stephen no preguntó a sir Joseph por su salud. El motivo de que hiciera esa pregunta a Blaine era que le había examinado y le había recetado una medicina porque su potencia sexual flaqueaba, lo que tenía mucha importancia para él debido a que pensaba casarse, y ahora quería saber si la medicina le había hecho efecto.
—Me hizo efecto y mejoré extraordinariamente —respondió sir Joseph—. Incluso Príapo se habría ruborizado al verme. Pero dejé de tomarla porque reflexioné sobre el matrimonio y me di cuenta de que si bien, en teoría, tiene muchas cosas buenas, en la práctica, como pude comprobar observando a muchos de mis amigos, no proporciona mucha felicidad. Casi no pude encontrar ninguna pareja cuyos miembros, al menos en apariencia, tuvieran las cualidades necesarias para satisfacer el uno al otro más de unos cuantos meses; después de aproximadamente un año las discrepancias, la lucha por tener ventaja sobre el compañero, los problemas por las diferencias de carácter, de educación, de gustos y de apetito y cien cosas más les llevaron a discutir, a mostrarse molestos o indiferentes, o incluso a parecer desagradables o algo peor el uno al otro. Puede decirse que pocos amigos míos son felices en su matrimonio, y en algunos casos…
En ese momento se interrumpió y era obvio que lamentaba haber dicho esas palabras. Entonces se puso a observar otra vez los insectos que Stephen le había traído de Brasil y del Pacífico. Después de hablar un rato sobre los insectos, añadió:
—Además, entre nosotros, le confesaré que oí que la dama se refería a mí como su «viejo galán», y puedo soportar que me llamen viejo, pero la palabra
galán
me parece provinciana y me produce desasosiego y escalofríos. Por otro lado, el matrimonio y el espionaje no son buenos compañeros, aunque ya no tengo nada que ver con el espionaje.
—¿Ah, no? —inquirió Stephen, mirándole a los ojos.
—No —respondió Blaine—. Ya no. Seguramente recordará que cuando estaba usted en Gibraltar le mandé un mensaje, casi un criptograma, en que le contaba que en el departamento había una tempestad, aguas turbulentas y fuertes corrientes. Pues bien, casi todo lo que predije ha ocurrido. Permítame hablar un momento con la señora Barlow de nuestra cena, y cuando terminemos de comer le contaré todos los detalles.
—Primero quisiera que me prestara un pañuelo. Me robaron cuando iba a White Horse.
—Ojalá que no haya perdido mucho.
—Sólo cuatro peniques, un pañuelo de lunares y una gran dosis de amor propio. Creía que podía defenderme de un vulgar ratero. Es cierto que en ese momento tenía que esforzarme por sostener un enorme paraguas, pero esa no es una excusa válida. Me robaron fácilmente, como a un palurdo. ¡Qué vergüenza!
Cenaron una langosta de considerable tamaño, un pastel de capón y arroz con leche, un postre que a ambos íes gustaba mucho. Pero sir Joseph se limitó a dar vueltas al postre, y cuando ambos pasaron a la biblioteca con las copas de vino, dijo:
—El hecho de que le hayan robado como si fuera usted un patán me recordó tanto mi desgracia que me quitó el apetito. Soy mayor que usted, Maturin, y tengo más experiencia; sin embargo, alguien me ha derrotado. Y lo que me da rabia es que sé tanto de la persona que me ha perjudicado como usted de la que le robó.
Entonces contó a Stephen los cambios que había sufrido el servicio secreto naval. Conservaba un título pomposo, pero, durante una de las silenciosas batallas sostenidas en Whitehall que volvían del revés los ministerios, le despojaron de casi todo su poder real. Por el momento seguía representando al Almirantazgo en las reuniones del Comité, pero no intervenía en el trabajo cotidiano del departamento. El pasado enero se había caído con su caballo cuando cabalgaba por un camino helado en el campo, y aunque sólo había pasado dos semanas en cama, ese período de catorce días fue demasiado largo; en ese intervalo se habían celebrado tres reuniones en que sus oponentes arrasaron con todo, y cuando regresó había encontrado que todo el departamento había sido reorganizado. Habían mandado a casi todos sus amigos a ocupar puestos irrelevantes en otros lugares, y los que quedaban no tenían esperanza de que les apoyaran ni de que les ascendieran. Les habían quitado a sus ayudantes, habían dado sus despachos a otros, les habían puesto en covachas y rincones para inducirles a renunciar y, además, utilizaban cualquier desliz de un agente secreto en un lugar remoto para desacreditarles. Lo mismo había ocurrido a otros hombres que colaboraban desde fuera del departamento.
—Muchos colegas han sido tratados sin respeto y se han marchado ofendidos. Cuando vaya al Almirantazgo no se asombre si le piden que devuelva la llave de la puerta secreta. El pretexto que le darán será, sin duda, que van a cambiar la cerradura.
Confesó que habría renunciado hacía meses si aquél no fuera un departamento poco corriente y si no tuviera esperanzas de que al final podría cambiar la situación.
—Maturin, no encuentro palabras para expresarle con cuánta vehemencia deseo que las cosas sean de nuevo como deben ser. Seguiré allí, a pesar de todas las afrentas, hasta conseguirlo.
—¿Sabe quiénes son esos oponentes que ha mencionado? —preguntó Stephen.
—No, y eso es lo que más me molesta. Barrow ha vuelto a ocupar el puesto de vicesecretario, como seguramente usted sabrá, y nunca hemos simpatizado. Es más, después del asunto de Wilson, hemos mantenido las distancias en todo momento. Es un hombre muy trabajador y diligente, da mucha importancia a la apariencia y a los detalles y respeta a las personas de rango superior hasta el punto de llegar al servilismo. Es un ignorante y no es capaz de tener una visión global de ninguna situación, pero como ha llegado mediante sus propios esfuerzos a un alto cargo desde su humilde origen, tiene un gran concepto de sus habilidades; así que al principio pensé que la reorganización era simplemente un intento suyo por aumentar su poder, sobre todo porque ha dejado que Wray, un joven ambicioso, siga siendo su principal consejero. Pero ésa no es la explicación. Es un pobre hombre, y su idea de una gran victoria es tener seis ayudantes más y una alfombra turca. Es cierto que Wray, aunque sea un pederasta frívolo y corrupto, es mucho más inteligente que él, pero después de ver cómo tratan de resolver los asuntos y la influencia que se ejerce sobre ellos, especialmente la del Ministerio de Hacienda, creo que todo es obra de alguien que está muy por encima de ellos. Creo que hay algún Maquiavelo en el Ministerio de Hacienda o el Consejo de Ministros que les manipula, pero no sé quién es ni cuál es su objetivo. A veces pienso que todo eso está motivado por cosas comunes, como la insaciable ambición de poder y el afán de tener autoridad para dar nombramientos y de hacer lo que se quiera; sin embargo, a veces sospecho que los motivos son más siniestros. Pero no voy a hablarle más del asunto hasta que no tenga sólidas pruebas, porque un hombre indignado y decepcionado es propenso a exagerar la maldad de sus oponentes. Ellos no deben pensar que, impidiéndome tener acceso a los informes C y F y tener contacto con los agentes de esa área van a deshacerse de mí, porque un hombre de mi posición tiene muchos viejos amigos en otros servicios secretos en quienes puede confiar, y espero que con su ayuda pueda llegar al fondo de la cuestión.
—Estoy muy preocupado por lo que me ha contado —dijo Stephen—. Estoy realmente preocupado. Escúcheme bien, Blaine. Antes de salir de Gibraltar el secretario del almirante me mandó buscar para decirme que debía comunicarme que el Gobierno había mandado al señor Cunningham, con una gran cantidad de dinero en monedas de oro, a las colonias españolas de América del Sur en el paquebote
Danaë
. Se temía que el paquebote fuera capturado por la fragata norteamericana que nosotros debíamos destruir, y me ordenó que, en caso de que nos encontráramos con él en el Atlántico, tenía que dejarle a Cunningham las monedas de oro, pero debía sacar una cantidad de dinero mucho mayor que habían escondido en su cabina sin que se enterara. La fragata norteamericana capturó el
Danaë
, pero nosotros lo recuperamos a este lado del cabo de Hornos y pensé que, de acuerdo con las instrucciones recibidas, mi deber era encontrar esa enorme suma, y la encontré dentro de un pequeño cofre de latón que ahora tengo atado a mi cuerpo. Jack Aubrey envió el
Danaë
. Inglaterra bajo el mando del capitán Pullings, pero, como era probable que fuera apresado otra vez, pensé que era mejor dejar el cofre en un barco de guerra, que tenía menos posibilidades de ser capturado. Sin embargo, me preocupaban varios aspectos de ese asunto, como, por ejemplo, que entre las posibles situaciones previstas para las que recibí instrucciones no estaba incluida la recuperación del
Danaë
y lo que había hecho podía interpretarse como un abuso de poder, que el sello del cofre se rompió cuando cayó del lugar donde estaba escondido y que la suma que recogimos del suelo Jack y yo, pues él me ayudó a seguir las indicaciones de tipo náutico para encontrarla, es tan, tan grande que no me habría gustado responsabilizarme de ella, ni siquiera estar relacionado con ella. Aparte de eso, tenía la carta que usted me envió contándome que en Whitehall había una atmósfera enrarecida. Nosotros pusimos otra vez esa suma en el cofre y lo lacramos usando mi llave. Aquí está —añadió, tocándose un costado.
—¿Ha visto a Barrow o a Wray?
—No. Fui a ver a Wray a su casa, pero no estaba. Además, iba a hablarle de algo muy diferente.
En el rostro de Stephen, generalmente impasible, se reflejó una profunda pena, y bajó la cabeza unos instantes.
—Desde el principio pensé que no iría al Almirantazgo hasta después de hablar extraoficialmente con usted y pedirle consejo. Ahora me alegro mucho de haberlo hecho.
—¿Es realmente una gran suma?
—Ahora verá —respondió Stephen.
Se puso de pie, se quitó la chaqueta y el chaleco, se levantó la camisa y se quitó la venda. Otra vez el cofre cayó al suelo y otra vez la suma asombró a quienes la recogieron.
—No, esto no tiene nada que ver con nosotros, con el servicio secreto naval. Esta cantidad excede el presupuesto del departamento y podría servir para una operación de grandes dimensiones, como la subversión en un reino.
—No recordaba que la cantidad era tan grande —dijo Stephen—. Creo que no hice la suma entonces porque tenía una gran preocupación por mis pacientes.
Entonces, sacudiendo un fajo de billetes, dijo:
—«En vano luchan los héroes y arengan los patriotas / si el oro pasa secretamente de un granuja a otro.» Al menos, si pasa una cantidad como ésta.
—¡Cielo santo! —exclamó sir Joseph, todavía caminando a gatas por el suelo—. Si a mí se me dieran tan bien las matemáticas como a su amigo Aubrey, a quien oí presentar en la Royal Society un nuevo método de calcular la ocultación de los astros que me dio dolor de cabeza, podría calcular el número de hombres que serían necesarios para transportar esta suma en monedas de oro. ¡Y pensar que cabe toda en un pequeño cofre de latón! Esto demuestra la conveniencia de los billetes y los títulos al portador que pueden acreditarse con discreción en cualquier banco. ¿Recuerda los versos que siguen al pareado que ha recitado? —preguntó mientras se ponía de pie con un crujir de rodillas.
—Recuérdemelos por favor —dijo Stephen, que sentía un gran afecto por Blaine.
—¡Benditos valores! —exclamó sir Joseph, haciendo énfasis en la palabra «valores» y alzando un dedo en el aire y luego continuó—:
¡Benditos valores! ¡Son el recurso último y mejor
para dar alas más ligeras a la corrupción!
Una sola hoja puede barrer un ejército
o trasladar senados a lugares lejanos.
Está preñado de ceros y, sutilmente, hasta lo más
insignificante mueve,
y silenciosamente una reina compra o un rey vende.
—Efectivamente, cada una está preñada de ceros —dijo Stephen—. La cuestión es qué debo hacer con estas hojas preñadas.
—Me parece que lo primero que debe hacer es un inventario —dijo sir Joseph—. Ordenémoslas y luego, si usted lee los nombres y cifras que aparecen en ellas, yo los apuntaré.
El inventario llevaba tiempo, y cada vez que llegaban al final de una página, hacían una pausa para beber una copa de oporto. Durante una de esas pausas sir Joseph dijo:
—Al principio Barrow me trataba con deferencia, pero en cuanto supo que también yo era hijo de un trabajador, empezó a tratarme con desprecio. Por otro lado, creo que atribuye mucho valor a Wray porque tiene muchas relaciones y es muy inteligente.
—¿Debo lacrarlo de nuevo? —preguntó Stephen cuando terminaron la lista y el cofre se llenó.
—Es mejor —respondió sir Joseph—. No tengo en casa ningún pedazo de cuerda. Traté de atar un paquete hace poco y no pude.
—¿Cree que debo dárselo a Barrow o a Wray? ¿Y debo pedirles que me den un recibo? —preguntó Stephen, que ahora tenía agotamiento mental y espiritual y deseaba que le dijeran lo que debía hacer.
—Debe decir que quiere verme, y cuando le digan que no estoy, decir que quiere hablar con Wray, pues él fue la última persona con quien usted estuvo en contacto. En cuanto al recibo… Creo que es mejor hacer las cosas de forma sencilla, es mejor entregar esta enorme fortuna sin pedir ningún recibo ni ningún otro documento donde se haga constar formalmente la entrega. Además, un recibo no sirve de nada, porque si alguno de ellos tiene mala fe, siempre podrá decir que había más dinero en el cofre antes de que se rompiera el sello. Tampoco sirve de nada un inventario, pues no tiene valor legal. Pero no creo que sea necesario recordarle, Maturin, que en el servicio secreto no siempre juzgamos las cosas siguiendo las leyes al pie de la letra. —Entregó el lacre a Stephen y sostuvo la vela mientras él sellaba el cofre, luego prosiguió—: Durante esta guerra ha habido un gran gasto de fondos públicos, y la malversación también ha alcanzado grandes proporciones. En el Almirantazgo, una gran cantidad de dinero pasa por varias manos, y algunas de ellas tienen facilidad para retener cosas. Cuando el señor Croker asumió el cargo de secretario, me parece que en un período en que usted estaba en el extranjero, revisó los asuntos de que se había ocupado Roger Horebound, a quien llamábamos Roger
el Gracioso
, y descubrió que se había apropiado de nada menos que doscientas mil libras. Eso no tenía ninguna relación con nuestro departamento, pues, como usted bien sabe, el secretario no tiene nada que ver con el servicio secreto, y hasta hace poco era yo quien lo dirigía. A Roger
el Gracioso
le cazaron, pero hay gente más inteligente y más prudente que él. A veces me parece que el motivo, o uno de los motivos, de que otros hayan procurado hacerse cargo de nuestro departamento es la avaricia, pues en él no pueden controlarse todos los gastos y grandes sumas pasan de unas manos a otras. Si eso es así, y cada vez estoy más convencido de eso, las personas relacionadas con este asunto, indudablemente, se quedarán con parte de esta gran cantidad de dinero —dijo, señalando con la cabeza el cofre de latón—. Barrow no lo hará, pues, a pesar de que me parece detestable y tonto, estoy completamente seguro de que es honesto. Como he dicho, las personas relacionadas con este asunto… Pero da la casualidad de que tengo muy buenas relaciones con los Nathan y sus primos, que nos han apoyado mucho en esta guerra, y tan pronto como alguien negocie alguno de estos valores yo me enteraré y, lo que es más importante, descubriré quiénes son mis enemigos.