El reverso de la medalla (14 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El reverso de la medalla
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Pocos de los tripulantes del cúter sabían nadar, y la situación se complicó porque otros marineros que tampoco sabían cayeron desde la fragata detrás de ellos. Cuando consiguieron subirlos a bordo, a algunos desde bastante lejos, y la fragata terminó de virar, el
Spartan
se había alejado mucho. Su capitán había visto el preciso y potente cañón de proa, la larga fila de cañones del costado recién descubierta y la repentina aparición en cubierta de un enjambre de marineros, y no quiso esperar a tener ninguna prueba más. Ahora sus hombres estaban colocando los botalones de las alas de barlovento.

—¡Disparen alto! —ordenó Jack, que estaba en el alcázar chorreando agua (acababa de salvar al desafortunado Davies y al joven Howard por tercera o cuarta vez desde que les conocía)—. ¡Disparen alto y esperen a que el humo se disipe entre una descarga y otra!

Las balas cayeron bastante separadas en la estela del
Spartan
, y no muy cerca.

—¡Guarden los cañones! —ordenó.

Los artilleros le obedecieron mirándole con nerviosismo. Pero ése no era momento para recriminaciones, pues el
Spartan ya
navegaba a más de cinco nudos (avanzaba un
cable
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por minuto) y el viento, que ahora era muy fuerte, avanzaba cada vez más hacia el sur y estaba a punto de alcanzar a la
Surprise
. Jack observaba con gran atención en qué dirección se movía el viento sin hacer caso a Killick, que estaba silencioso por primera vez en su vida y le tendía una toalla, una camisa seca y una chaqueta. Entonces gritó:

—¡Tiren de los palanquines de la trinquete!

Reflexionaba sobre el modo de recuperar las millas perdidas, pues no sólo el
Spartan
había avanzado muy rápidamente sino que además la
Surprise
estaba a punto de perder la ventaja que tenía. Las primeras ráfagas de viento llegaron a las sobrejuanetes y las sosobres de la fragata, que viró en redondo, ganó enseguida velocidad suficiente para maniobrar y empezó a avanzar cuando el sol se ocultó, haciendo que su estela se pusiera de color rojo sangre. Hasta ese momento había navegado con un conjunto de tensas velas cuadras y velas de estay que llegaban casi hasta el cielo y cuando tuvo el viento casi por la aleta, sus hombres desplegaron las alas superiores y las inferiores, añadiendo una candonga a la cangreja y, naturalmente, colocando las bonetas. También colocaron pequeñas velas debajo de las alas y en el botalón de la cangreja, tiraron de la amura de la trinquete hacia el pescante de proa para tensarla, soltaron la amura de la mayor y llevaron el puño de barlovento a la cruz de la verga.

Todos los tripulantes, desde el desdichado Davies hasta el irreprochable Bonden, se sentían culpables, y les infundía temor el tono completamente neutro, sin pizca de malhumor, que empleaba Jack al dar las órdenes para que aprovecharan hasta el más mínimo impulso del viento, y también la falta de blasfemias en ellas. Caminaban apresuradamente de un lado a otro en silencio y con expresión angustiada, y cuando Jack les ordenó que llevaran las bombas de agua hasta la cofa, para que desde allí mojaran las velas y éstas se hincharan más fácilmente, bombearon con tanta fuerza que los chorros llegaron más allá de las sobrejuanetes, adonde generalmente era necesario llevar el agua en cubos con un motón.

En medio de la penumbra dedicó todos sus esfuerzos a conseguir que las velas quedaran perfectamente orientadas y ajustadas, y poco después empezaron a oírse nuevos sonidos que acompañaban la fragata: un continuo sonido sibilante emitido por las innumerables burbujas que corrían por los costados, burbujas producidas por la gran ola que formaba el tajamar delante de la proa, y el susurro y el silbido que el viento, cada vez más fuerte, producía al pasar entre la jarcia. Enseguida apareció frente a ellos la luna, y en el luminoso sendero que formaba su reflejo, Jack vio el
Spartan
con gran cantidad de velamen desplegado, parecía un pájaro de grandes alas. Pero la distancia que los separaba se había reducido. Ya no tenía tanta ventaja.

Jack dejó de apretar un poco la barandilla, bostezó de hambre y miró a proa y a popa. A sotavento vio a Stephen y a Martin, que le sonrieron como si quisieran charlar con él.

—Llegan tarde para ver la calma chicha —observó Jack al recordar que les había mandado a buscar hacía mucho tiempo—. Ahora sopla el viento del oeste con poca fuerza pero, si la suerte nos acompaña, se convertirá en un vendaval.

—Sentimos mucho lo de la calma —dijo Stephen—, pero creemos que te gustará ver nuestros insectos. Por primera vez los hemos colocado unos junto a otros, y son dignos de verse. Cubren el suelo y toda la mesa, pero no permanecerán allí mucho tiempo porque los oficiales están impacientes por cenar.

—Será un placer —repuso Jack, mirando por debajo de la vela mayor hacia la trinquete, que estaba muy hinchada—. Y si los oficiales me invitan a comer un poco de pan con queso, después de ver los insectos, desde luego, me alegraré mucho. Señor Mowett, por favor, llame a los marineros a cenar por fin, pero en dos grupos; y diga a Killick que me traiga una capa de agua, una silla con brazos y mi telescopio de noche. Ya está cayendo el rocío y las bombas de agua pueden cesar.

En esa silla y envuelto en esa capa pasó la larga noche iluminada por la luna, aunque cada vez que sonaba la campana se levantaba, iba por el pasamano hasta el castillo, se subía al bauprés y se colocaba entre la cebadera y el velacho para mirar el
Spartan
por el telescopio de noche. El barco mantenía su ventaja, y posiblemente estaba aumentando. Era muy veloz y estaba gobernado por un excelente marino, pero a Jack le parecía que no navegaría con facilidad cuando hiciera mal tiempo y que la
Surprise
lo alcanzaría si el viento del oeste soplaba con la intensidad con que a veces lo hacía en esas aguas, porque él conocía un modo de lograr que soportara la presión de una gran cantidad de velamen, sobre todo si el viento llegaba por la aleta. Para ello amarraba guindalezas y otros cabos más finos a los topes de los mástiles para conseguir que se mantuvieran verticales, a pesar de que daban un horrible aspecto a la fragata. En cualquier barco esa presión del velamen arrancaría los mástiles con los obenques, los estayes y los contraestayes.

La luna atravesó el cielo despejado y las pálidas estrellas la siguieron en la debida secuencia. En la fragata los tripulantes hicieron las tareas nocturnas de rutina en el mismo orden de siempre. Hicieron la medición con la corredera y a la luz de la bitácora apuntaron en la tablilla los resultados, cinco nudos y cinco nudos y dos brazas. Luego informaron cuál era el nivel del agua en la sentina, dieron la vuelta al reloj de arena y tocaron la campana. Entonces el timonel fue relevado, y de un lado a otro de la fragata se oyó a los centinelas gritar: «¡Todo en orden!».

Cuando sonaron las cuatro campanadas de la guardia de media, el viento roló hacia el norte y Jack consiguió que se hinchara la vela mayor, pero, aparte de eso, no se produjo ningún cambio en la situación y las dos embarcaciones continuaron avanzando como si estuvieran en un sueño interminable.

Poco antes del amanecer, cuando la luna, ya muy baja, estaba en popa y Marte brillaba en el este, y algunos marineros lanzaban agua al castillo con la bomba de proa para que los lampaceros limpiaran, el fuerte olor del café interrumpió las reflexiones de Jack. Cuando entró en la iluminada cabina, miró con los ojos entrecerrados la columna de mercurio del barómetro y notó que no había bajado, pero tenía la parte superior cóncava, no convexa, así que había esperanzas de que el viento soplara con fuerza. Killick le trajo la cafetera y tostadas de pan de centeno viejo, y luego le preguntó en tono suave y respetuoso si deseaba algo más.

—Nada más por el momento —respondió Jack—. Supongo que el doctor no estará despierto.

—¡Oh, no, señor! —exclamó Killick.

Stephen dormía muy mal, pero como no le gustaba tomar somníferos por razones médicas y morales, solía retrasar el momento de tomar cualquier píldora o poción hasta las dos de la madrugada, y por eso rara vez se levantaba antes de las ocho o las nueve.

—Cuando se levante, dile que me gustaría que él y el señor Martin comieran conmigo, si el tiempo y el viento lo permiten. Y avisa al oficial de guardia que quiero verle. Señor Allen —dijo al oficial—, voy a dormir unas cuantas horas, pero quiero que me mande llamar en cuanto se produzca el más mínimo cambio, tanto en el tiempo como en la persecución.

Como había anunciado que dormiría unas cuantas horas, todos evitaron hacer ruido en la parte que estaba detrás del palo de mesana, y los lampaceros limpiaron la cubierta sólo con los silenciosos lampazos. Pero regresó allí cuando cambió la guardia y avanzó a grandes pasos hacia la proa para observar la presa en la luminosa mañana. Estaba casi igual, y la única diferencia era que la iluminaba la luz del sol en vez de la de la luna. Parecía haber adelantado un poco, pero no había cambiado el velamen que llevaba desplegado, probablemente porque tenía muy pocas velas que añadir, ni se había desviado tan siquiera cinco grados de su rumbo, que era noreste cuarta al este.

Durante la noche la persecución fue muy parecida a un sueño; durante el día, fue casi igual, pues aunque ahora los marineros sabían que estaban en una situación de emergencia, en una situación crítica (las bombas que estaban colocadas en las cofas echaban fuertes chorros y los cañones de bronce de nueve libras estaban en el castillo preparados y apuntados hacia la proa, y tenían al lado las chilleras llenas de balas), tenían muy pocas cosas que hacer. Debido a que el viento se había entablado, navegaban del mismo modo que cuando avanzaban con los vientos alisios en dirección a El Cabo, sin tocar ni una escota ni un cabo durante días, e incluso semanas. Pero cuando estaban navegando con los vientos alisios, limpiaban y pintaban la fragata, lavaban, hacían o remendaban su ropa, realizaban muchas prácticas de tiro, pasaban revista y asistían a los servicios religiosos, mientras que ahora era más conveniente que hicieran tacos y quitaran la herrumbre de las balas. La
Surprise
avanzaba acompañada del ruido de cincuenta o sesenta martillos, tan rápido como era posible gracias al cuidadoso movimiento de las brazas y el timón, y no dejaba de perseguir su presa, que estaba siempre a mitad de camino del horizonte.

Jack y sus invitados comieron acompañados por ese ruido. Jack se había lavado y afeitado después de haber dado una cabezada, y se encontraba en excelente estado. La frustración que había experimentado el día anterior ya era historia pasada, y no se había sentido tan bien ni tan contento desde los horribles días en que el consejo de guerra celebró el juicio. Disfrutaba de la compañía de Stephen y Martin, pues, como ninguno de los dos ni remotamente eran marinos ni nada parecido, hablaban con toda confianza porque no consideraban sagrado a un capitán de navío, lo que le hacía sentir un gran alivio. Por otro lado, el barómetro estaba bajando, lo que era una inequívoca señal de que el viento aumentaría de intensidad; y además, el hecho de oír los martillazos durante la comida le indicaba que todo iba bien en la cubierta. Iba persiguiendo una presa, su barco estaba en perfecto orden y se avecinaba una tormenta: eso era realmente navegar, y para eso muchos hombres se convertían en marinos. Era cierto que la presencia del pastor le cohibía un poco y que desde la aparición de Sam usaba un tono meloso cuando hablaba con él, pero se sentía vital y dejó su conciencia a un lado para hablar con ambos amigablemente. Les dijo que estaba casi seguro de que el barco corsario se dirigía a Brest, que era uno de los puertos donde se refugiaba, y que esperaba alcanzarlo mucho antes de llegar a
Ushant
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y al laberinto de arrecifes que la rodeaba, pero que no estaba seguro de nada. Añadió que la presa no había dado señales de tener problemas, pues no había arrojado por la borda los cañones ni las lanchas, ni tan siquiera el agua, pero por el brillo de sus ojos azules, un intenso brillo propio de depredadores, sus interlocutores comprendieron que en su mente había menos reserva y menos cautela frente al destino de la que mostraba. Martin dijo que suponía que el hecho de que los marineros lanzaran fuertes chorros de agua con las bombas a la parte posterior de las velas impulsaba la fragata y, por tanto, aumentaba su velocidad.

—No hay duda de eso —explicó Stephen—. Dryden, el príncipe de los poetas, dijo: «Cuando la virtud se une a un viento favorable / mis sinceros deseos ayudan a hinchar las velas.» Y Dios sabe que nosotros tenemos muchas virtudes. Creo que, o bien todos deberíamos soplar la vela mayor, o alguien debería soplarla mientras otros amarran un cabo a la parte posterior de la fragata y tiran de él hacia delante con tanta fuerza como puedan, ya, ¡ja, ja!

Se rió de su propia ocurrencia unos momentos, y mientras reía (algo que no hacía usualmente), se atragantó con una miga de pan. Cuando se recuperó, vio que Martin estaba hablando a Jack de la pobreza de los intelectuales. Decía que Dryden había muerto en la miseria, que Spenser era aún más pobre y que Agrippa había terminado sus días en un asilo para necesitados. Podría haber seguido hablando durante mucho tiempo, ya que el tema era inagotable, si Mowett no hubiera ordenado anunciar que habían divisado un grupo de barcos pesqueros por la amura de estribor. Aunque esas embarcaciones carecían de importancia militar, pues eran simples barcos pesqueros procedentes de Vizcaya y del norte de Portugal que iban a faenar en los bancos de bacalao de Terranova, la aparición de cualquier embarcación en medio del océano era un acontecimiento. A menudo Jack había navegado cinco mil millas por rutas bastante frecuentadas sin ver ningún otro barco. Cuando la comida terminó, propuso que tomaran el café en el castillo para ver el espectáculo.

Killick no podía prohibir que se trasladaran y, con una expresión malhumorada, sirvió el café a los invitados en miserables jarras de hojalata, porque sabía lo que ellos eran capaces de hacer con las jarras de porcelana. Hizo bien, porque cuando las jarras regresaron estaban melladas y, además, el encargado de la proa se quejó de que había aparecido una hilera de manchas marrones sobre la inmaculada cubierta. El viento todavía no había aumentado de intensidad, pero durante la comida habían llegado hasta esas aguas las olas que empezaban a formarse al sur, y el violento balanceo de la
Surprise
casi siempre les cogía desprevenidos.

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