—Mis antepasados han estado íntimamente aliados con la familia real durante varias generaciones. Mis padres sirvieron a tus padres. Pero como rey, a cambio del matrimonio, te ofrecería el apoyo del sacerdocio, las oficinas y la hacienda, así como protección contra Horemheb y el ejército. Porque ten por seguro que está preparando un golpe de estado.
—Entiendo. Una perspectiva interesante. Pero ¿y el futuro? Eres muy viejo. Cuando te miro, veo a un hombre anciano y triste. Un hombre enfermo de dolor de muelas y huesos. Enfermo del esfuerzo de todo. Enfermo de estar vivo. Eres un manojo de astillas. Tu virilidad es un recuerdo marchito. ¿Cómo podrías proporcionarme un heredero?
Los ojos de Ay brillaron de odio, pero se negó a morder el anzuelo y contestó enfurecido.
—Hay muchas formas de proporcionar herederos. Sería muy fácil encontrar un padre adecuado para tus hijos, con mi ayuda. Pero estamos hablando de temas demasiado personales. Lo más importante es el ejercicio de autoridad por el bien del
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. Todo lo hago por la estabilidad y la prioridad de las Dos Tierras.
Ella se revolvió contra él.
—Tu progenie son sombras. Sin mí, tu paternidad no será más que polvo. Después de tu muerte, que no tardará mucho en llegar, pues ni todos los poderes del reino pueden salvarte de la mortalidad, Horemheb borrará tu nombre de los muros de todos los templos del país. Derribará tus estatuas, demolerá tu sala de ofrendas. No serás nada. Será como si jamás hubieras existido. A menos que yo decida que eres útil para mí. Pues solo por mi mediación tu nombre continuará con vida.
Él escuchaba sin expresar la menor emoción.
—Cometes la equivocación del odio. Al final, tus emociones te traicionarán, como les sucede siempre a las mujeres. Recuerda esto: solo gracias a mí podrías sobrevivir para lograr todo cuanto deseas. Ya deberías saber a estas alturas que no temo a la muerte. Sé lo que es. Él me comprende.
Me señaló con el dedo.
—Sé que no hay nada más. El Otro Mundo no existe, ni tampoco los dioses. Todo son paparruchas infantiles. Todo lo que existe es el poder en las manos ordinarias de los hombres. Por eso lo ansiamos con tanta desesperación. De lo contrario, ¿por qué los hombres luchan contra su ruina inevitable?
Nadie habló durante un largo momento.
—Meditaré sobre todo lo que has dicho. Y me reuniré con Horemheb. Tomaré una decisión sin apremios. Será la decisión correcta para mí y mi familia, así como para la estabilidad de las Dos Tierras —concluyó la reina.
Ay se levantó del sofá y caminó arrastrando los pies hacia la puerta, pero antes giró en redondo, tirante.
—Piensa con detenimiento en cuál de los dos mundos es menos malvado. El ejército de Horemheb o el mío. Y después, elige.
Se marchó.
La reina se puso de inmediato a pasear por la cámara.
—Horemheb ya ha llegado. ¡Demasiado pronto! Pero ¿por qué espera? —preguntó la reina.
—Porque sabe que puede crear una situación de tensión y miedo. Eso es estrategia. Quiere aparentar que controla lo que ocurre. No le concedas ese poder sobre ti —repliqué.
Me miró un momento.
—Tienes razón. Contamos con nuestras propias estrategias. Debo reforzarlas. No debo dejarme engañar por el miedo.
Asentí e hice una reverencia.
—¿Adonde vas? —preguntó angustiada.
—Debo seguir hablando con Ay. He de preguntarle algo. Simut se quedará contigo hasta que yo vuelva.
Cerré la puerta y seguí a toda prisa a la figura por el oscuro pasillo. Se volvió en cuanto oyó los pasos, suspicaz. Me incliné.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó con brusquedad.
—Me gustaría saber la respuesta a una pregunta.
—No me hagas perder el tiempo con tus estúpidas preguntas. Es demasiado tarde. Has fracasado en tu tarea. Vete.
Movió su mano huesuda con un ademán desdeñoso.
—Mutnodjmet está encarcelada aquí, en el palacio de Malkata. Eso empezó hace años, bajo tus órdenes, supongo que de acuerdo con Horemheb. Y supongo que, más o menos, ha sido olvidada.
Me miró sorprendido cuando escuchó el nombre de la princesa.
—¿Y qué?
—Es una adicta al opio. ¿Quién le proporciona la droga? La respuesta es: alguien que la atiende en secreto. Ella ha obedecido sus instrucciones a cambio de la droga, que desea con desesperación, por supuesto. Fue ella quien dejó la máscara mortuoria, la talla y la muñeca en los aposentos reales. ¿Debo decirte cómo llama a este hombre misterioso? Le llama el «Galeno».
Ay estaba escuchando con seriedad.
—Ojalá lo hubieras descubierto hace semanas.
—Ojalá alguien me hubiera hablado de ella hace semanas —repliqué.
Ay sabía que yo tenía razón.
—Creo que tú debes de conocer ese nombre. Pues solo puedes haber sido tú quien le encargó que cuidara de ella —continué.
Reflexionó durante un largo momento. Daba la impresión de que se resistía a hablar.
—Hace diez años designé a un médico. Había sido mi jefe de médicos. Pero no me resultó útil. Sus dotes le abandonaron, y sus conocimientos no pudieron curarme de las enfermedades que me afligían. Por eso nombré a Pentu jefe médico, y ordené a ese hombre que se encargara de las necesidades de Mutnodjmet. Fue un acuerdo privado, a cambio del cual recibiría una buena paga, tanto por su trabajo como por su discreción. Tenía que mantenerla con vida en adelante. Cualquier revelación del secreto sería castigada de una forma espantosa.
—¿Cómo se llamaba?
—Sobek.
Mi mente repasó todo lo que había ocurrido hasta el día de la fiesta, hasta el día de la sangre, y el muchacho muerto con los huesos rotos en la habitación oscura, y la fiesta en la terraza de casa de Najt. Recordé al hombre silencioso de edad avanzada, de pelo gris corto que el tinte no había tocado, así como el físico huesudo y menudo de alguien que no come por placer. Recordé su rostro ordinario, casi simple (vacío, como había dicho Mutnodjmet), y sus fríos ojos gris azulados en los que brillaba la inteligencia, y algo similar a la rabia. Le oí decir: «Tal vez el monstruo sea la imaginación humana. Creo que ningún animal padece los tormentos de la imaginación. Solo el hombre…».
Y recordé a Najt, mi viejo amigo, que ahora se me antojaba también el colega o conocido de aquel maestro de la mutilación y el misterio, contestando: «Por eso importan tanto la vida civilizada, la moralidad, la ética, etcétera. Somos mitad ilustrados, mitad monstruos. Hemos de construir nuestra civilización sobre la razón y el beneficio mutuo».
Vi en el ojo de mi mente que el hombre gris alzaba su copa y replicaba: «Saludo a tu razón. Le deseo todos los éxitos».
Sobek. El Galeno.
—Da la impresión de que hayas visto a un fantasma —murmuró Ay.
Los guardias de élite de Simut ocuparon posiciones a lo largo de las oscuras calles adyacentes y en los tejados del barrio. La ciudad estaba silenciosa, debido al toque de queda nocturno, aparte de los perros solitarios que se ladraban mutuamente con agresividad en la oscuridad, bajo la luna y las estrellas.
Jety me había devuelto a Tot, y el animal bailaba y farfullaba en voz baja a mi lado, contento por habernos reunido. Pero el tiempo apremiaba. Jety y yo teníamos noticias urgentes que comunicarnos. Mientras nos dirigíamos a ese lugar, me había confirmado a toda prisa entre susurros perentorios que mi familia estaba bien, y gracias a los cuidados de Najt, el muchacho iba mejorando. No había muerto. Después, preguntó cómo había identificado a Sobek. Se lo expliqué todo.
—En tal caso, lo hemos conseguido —dijo complacido.
—Por desgracia no —contesté.
Tras obligarlo a jurar que guardaría el secreto, le conté la historia de la muerte del rey. Por una vez, se quedó sin habla.
—Di algo, Jety. Siempre tienes algo ridículamente optimista que decir.
Sacudió la cabeza.
—No se me ocurre nada. Es un desastre absoluto. Una calamidad.
—Gracias.
—No quiero decir que sea culpa tuya. Hiciste todo lo que te pidieron. Seguiste las órdenes del rey en persona. Pero ¿qué va a ser de nosotros ahora? La ciudad ya está inquieta. Nadie sabe qué está pasando. Es como si las Dos Tierras se encontraran al borde del abismo, y en cualquier momento nos fuéramos a precipitar en él.
—Corren tiempos sombríos, Jety, pero no te pongas tan melodramático. No sirve de nada. ¿Se han producido más asesinatos en la ciudad, como los del muchacho y Neferet?
Negó con la cabeza.
—Nada. Que yo sepa. No se ha informado de ninguno. Todo está muy tranquilo. El rumor de los asesinatos ha corrido por las calles. Se propagó por los locales de alterne con gran celeridad. La gente está asustada. Tal vez sea mucho más cautelosa.
Yo me sentí perplejo.
—Pero un asesino como este encontrará una nueva víctima. El deseo de matar aumenta con cada asesinato, por lo general. Se convierte en un ansia incontrolable. Sabemos que es un asesino. ¿Adonde le conducirá su ansia ahora? ¿Por qué iba a dejar de matar?
Se encogió de hombros.
—Tal vez se haya escondido.
Señaló la casa con un cabeceo.
—Puede que esté ahí ahora. Quizá consigas atraparlo.
—No te precipites. Me da mala espina —dije.
La casa de Sobek se alzaba en una calle de residencias discretas, en un buen barrio de la ciudad. Nada la distinguía de las demás. Cabeceé en dirección a Simut. Hizo una señal a los guardias apostados en los tejados, quienes saltaron con sigilo de tejado en tejado como asesinos. Después, a otra señal, los guardias que nos acompañaban atacaron la robusta puerta de madera con sus hachas. La derribaron enseguida. Algunos vecinos, alarmados por el repentino estruendo, salieron a la calle con sus ropas de cama, pero se los conminó a volver a su casa. Entré en un vestíbulo seguido por los guardias, que se desplegaron en silencio con las armas preparadas, y fueron ocupando las habitaciones, mientras se hacían gestos en silencio. Otros entraron por los tejados para controlar las habitaciones de arriba. Cada habitación era menos interesante que la anterior. Parecía ser el hogar de un hombre solitario, pues los muebles eran funcionales; la decoración, modesta en extremo, y no se observaban los rastros habituales de la vida cotidiana. El lugar parecía carente de vida. Arriba había baúles de madera que contenían ropa práctica pero poco elegante, y algunas joyas vulgares. La casa estaba desierta. Se me había escapado otra vez. ¿Habríamos pasado algo por alto? No nos había dejado la menor pista. Pero ¿cómo había podido enterarse? Amargamente decepcionado, atravesé las habitaciones de una en una, en busca de algo que me permitiera avanzar.
De repente, se oyó un grito en la parte posterior de la casa, al otro lado del patio interior. Simut y sus guardias se encontraban alrededor de una pequeña puerta, como la de una bodega. Las cuerdas estaban atadas con el mismo nudo mágico utilizado en la caja que contenía la máscara mortuoria. En el sello, vi una sola señal, que también reconocí: un círculo oscuro. El sol destruido. De pronto, la euforia se apoderó de mí. Intenté conservar la calma mientras cortaba la cuerda con mi cuchillo, con el fin de conservar el nudo y el sello. Después, abrí la puerta de un empujón.
Percibí al punto el olor gélido, sofocante y vacío de una tumba abierta después de mucho tiempo, como si las tinieblas hubieran asfixiado poco a poco al mismo aire. Jety me tendió una lámpara, y entré con cautela. La idea de que se trataba de una trampa pasó un momento por mi mente. Levanté la lámpara delante de mí y me esforcé por ver más allá de su luz temblorosa.
Parecía una estancia de tamaño moderado. Junto a una pared había un largo banco, con vasijas de barro de diferentes tamaños, y un asombroso despliegue de instrumentos quirúrgicos: cuchillos de obsidiana, ganchos afilados, sondas largas, vasijas y fórceps, todos ordenados con precisión. Más adelante había una serie de pequeños frascos de cristal con tapones, cada uno con una etiqueta. Abrí uno. Parecía vacío. Lo guardé para examinarlo a la luz del día. En las estanterías inferiores había más tarros. Los abrí al azar: parecían contener una variedad de hierbas y especias. Pero el último albergaba algo que sí reconocí: el polvo de la amapola opiácea. En la estantería había más tarros, y todos contenían idéntica sustancia. Una provisión considerable. El banco estaba muy bien ordenado.
Pero cuando avancé, noté que algo se partía y rompía bajo mis sandalias. Me agaché con la lámpara y vi que el suelo estaba sembrado de huesos: pequeños cráneos y alas de pájaros; esqueletos en miniatura de ratones, musarañas y ratas; mandíbulas y patas de perros, mandriles, hienas o chacales; y también fragmentos de huesos más grandes, seguramente humanos, temí yo, convertidos en esquirlas. Era como si me hubiera adentrado en una tumba que contuviera todo tipo de vida. Levanté la lámpara para escudriñar la oscuridad. Vi algo todavía más extraño: del techo colgaban muchos huesos, y fragmentos de huesos, con el fin de recrear los esqueletos destrozados de seres extraños imposibles, mitad pájaro, mitad perro, mitad humanos.
Continué avanzando, procurando no pisar nada, detestando el tacto de los huesos colgantes en mi pelo y mi espalda, hasta que distinguí un objeto grande, largo e impreciso que se alzaba al final de la estancia. Cuando me acerqué más, descubrí que era un banco de embalsamar. Sobre el banco había una pequeña caja de madera. Detrás del banco, vi un gran círculo negro pintado en la pared del fondo. El sol destruido. Acerqué la lámpara, y alrededor del perímetro del círculo advertí aquellos signos extraños e inquietantes que había visto alrededor de la caja: curvas, hoces, puntos y salpicaduras. Sobre todo el círculo oscuro habían pintado líneas de sangre seca y oscura. Contemplé de nuevo el banco de embalsamar. En contraste con la imagen de carnicería de la pared, estaba meticulosamente limpio, como los instrumentos quirúrgicos que forraban las paredes. Pero no eran para curar. Eran para torturar. ¿Cuántas víctimas habían sido sometidas a experimentos en este lugar, mientras suplicaban misericordia por su vida o la clemencia de la muerte?
La caja de madera tenía una etiqueta. En ella habían escrito, con pulcra cursiva, una palabra: «Rahotep». Era un regalo de Sobek para mí. No tuve otra alternativa que abrirlo. Dentro vi algo que siempre veré cuando intente dormir. Ojos. Ojos humanos. Dispuestos en pares idénticos, como joyas sobre una bandeja. Pensé en Neferet, y en los dos muchachos. Les habían arrancado los ojos a todos. Y aquí tenía yo una caja llena de ojos abiertos, inquisitivos, sorprendidos, como un público diminuto que me prestara la mayor atención.