El Reino de los Muertos (30 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

BOOK: El Reino de los Muertos
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—¿Y si no lo hace?

—Tendremos que volver a intentarlo mañana. Sería imprudente acercarnos a él en la oscuridad.

Esperamos en silencio mientras el sol continuaba descendiendo. Frente a nosotros, las sombras de los riscos se iban alargando de manera imperceptible, hasta que, como una marea que se alzara poco a poco, llegaron al cadáver del animal, como si quisieran devorarlo. El rastreador sacudió la cabeza.

—Hemos llegado demasiado tarde —susurró—. Ya volveremos mañana.

Pero en aquel momento, se puso en tensión como un gato.

—Mira. Ahí está…

Clavé la vista en el paisaje oscurecido, pero no vi nada hasta que por fin reparé en un movimiento ínfimo de sombra sobre sombra. Todo el mundo se había fijado en la reacción del rastreador, y un repentino frenesí de actividad recorrió la hilera de hombres y caballos. El rastreador alzó la mano para exigir silencio absoluto. Esperamos. Entonces, la sombra avanzó con sigilo hacia el animal muerto. Levantó la cabeza para examinar el terreno, como si se preguntara de dónde había salido aquel banquete ya preparado, y después, satisfecho, se dispuso a devorarlo.

—¿Qué hemos de hacer? —pregunté en un susurro al rastreador.

Meditó unos momentos.

—Está demasiado oscuro para cazarlo ahora, porque perderíamos su rastro con facilidad. Este terreno es difícil. Pero ahora sabemos que aceptará nuestras ofrendas, de modo que regresaremos mañana y lo tentaremos a una hora más temprana con carne más fresca. Un adulto joven como este tiene mucho apetito. No se habrá alimentado bien en mucho tiempo. Mañana vendremos bien preparados, y ocuparemos mejores posiciones desde las que rodearlo.

Simut asintió para demostrar su acuerdo, pero de repente, sin previo aviso y sin apoyo, el carro del rey saltó hacia delante y empezó a ganar velocidad sobre el escabroso terreno. Todo el mundo se quedó sorprendido. Vi que el león levantaba la cabeza, inquieto por el ruido lejano. Simut y yo espoleamos a nuestros caballos y salimos en persecución del rey. Miré de nuevo y vi que el león se estaba llevando a rastras el cuerpo de la cabra, en dirección a los riscos, donde jamás lo localizaríamos. Yo me estaba acercando al carro del rey, y le grité que se detuviera. Se volvió, pero me comunicó por gestos que no podía, o no quería, oírme. Su rostro estaba encendido de entusiasmo. Sacudí la cabeza con vehemencia, pero se limitó a sonreír como un colegial y desvió la vista hacia el frente. Las ruedas del carro emitían un estruendo alarmante, y los ejes golpeteaban y protestaban mientras la estructura de madera pugnaba con las exigencias del agreste terreno. Alcé la vista y durante un brevísimo momento vi al león erguido y mirándonos, pero se hallaba a bastante distancia del rey, y la bestia no parecía muy alarmada.

El rey continuaba su loca carrera, y le vi esforzarse por controlar el carro, al tiempo que encajaba una flecha en el arco. El león se volvió y huyó con increíbles zancadas hacia la seguridad de los riscos. Espoleé a mi caballo y reduje las distancias con el rey. Pensé que se habría dado cuenta de que era imposible cazar el león en estas condiciones, pero de pronto su carro saltó en el aire como si hubiera golpeado una roca y cayó al suelo. En ese momento, la rueda izquierda se rompió y partió, los radios y el aro se astillaron y salieron volando, y el carro se derrumbó sobre su lado izquierdo. Los asustados caballos lo arrastraron sobre el terreno accidentado. Vi que el rey se agarraba presa del pánico al costado del carro, pero al siguiente momento su cuerpo salió despedido como una muñeca de trapo, se estrelló contra el suelo a gran velocidad, rodó varias veces, y al final quedó inmóvil en la oscuridad.

Tiré de las riendas de mi caballo, y mi carro se detuvo. Corrí hacia su cuerpo. No se movía. Caí de rodillas a su lado. Tutankhamón, Imagen Viviente de Amón, emitía leves sonidos que no conseguían convertirse en palabras. No pareció reconocerme. Un charco de sangre, negra y reluciente, se estaba extendiendo sobre el polvo del desierto.

La pierna izquierda, por encima de la rodilla, sobresalía en un ángulo imposible. Desprendí de la piel con delicadeza el lino de su túnica, pegajoso de sangre. Astillas de hueso roto sobresalían a través de la carne y la piel desgarradas. Había arenilla y polvo en aquella terrible herida profunda. Lanzó un horrible gemido de dolor agudo. Vertí agua de mi cantimplora y limpié la sangre, negra y espesa. Temí que fuera a morir allí, en el desierto, bajo la luna y las estrellas, con la cabeza apoyada en mis manos como un cáliz de pesadillas.

Simut llegó y echó un vistazo a la desastrosa herida.

—Iré a buscar a Pentu. No lo muevas —gritó mientras se alejaba.

El rastreador y yo nos quedamos con el rey. Había empezado a sufrir violentos temblores a causa de la conmoción. Desgarré la piel de pantera del suelo del carro y le tapé con la máxima delicadeza.

Estaba intentando hablar. Incliné la cabeza para oír sus palabras.

—Lo siento —repetía una y otra vez.

—La herida es superficial —dije, con la intención de tranquilizarle—. El médico ya viene. Te pondrás bien.

Me miró desde la extraña distancia de su dolor, y supe que él sabía que yo estaba mintiendo.

Pentu llegó y examinó al rey. Miró primero la cabeza, pero aparte de la hinchazón de los moratones y los largos arañazos en un lado de la cara, no había señales de hemorragia en la nariz o los oídos, así que llegó a la conclusión de que no había fractura de cráneo. Eso era un consuelo, al menos. A continuación, examinó la herida y el hueso roto a la luz de las antorchas. Nos miró a Simut y a mí, y meneó la cabeza. Grave. Nos alejamos para que el rey no pudiera oírnos.

—Tenemos suerte de que la arteria de la pierna no se haya roto. Pero está perdiendo mucha sangre. Hemos de volver a encajar el hueso cuanto antes —dijo.

—¿Aquí? —pregunté.

Asintió.

—Es fundamental que no lo movamos hasta haberlo logrado. Necesitaré vuestra ayuda. Es un hueso que cuesta volver a poner en su sitio, pues la fractura es grave, y los músculos de la pierna y el muslo son fuertes. Además, los extremos de los huesos rotos se habrán superpuesto. Pero no podemos moverlo hasta que terminemos.

Examinó el ángulo de los huesos rotos. Los miembros del rey parecían partes de una muñeca rota. Pentu colocó un rollo de lino entre sus dientes castañeteantes. Después, sujeté su torso y la parte superior del muslo, mientras Simut se encargaba de la otra parte del cuerpo. Pentu empujó hacia abajo el fémur, y con un movimiento experto encajó los extremos de los huesos rotos. El rey chilló como un animal. El estremecedor sonido de la soldadura me recordó la cocina, cuando yo partía el anca de una gacela y torcía los huesos de la pata desde el hueco del muslo. Esto era un trabajo de carnicero. El rey vomitó y perdió la conciencia.

Pentu puso manos a la obra a la luz parpadeante de las antorchas, y cosió la fea herida con una aguja de cobre curva que extrajo de un maletín hecho de huesos de pájaros. Después, la untó con miel y aceite, y la envolvió con vendajes de lino. Por fin, aseguró lo máximo posible la pierna en una tablilla acolchada con lino y sujeta con nudos, para el viaje de vuelta al campamento.

Trasladaron al rey a sus aposentos. Tenía la piel pegajosa y pálida. Nos congregamos alrededor, en una conferencia urgente.

—La fractura es de la peor clase, tanto porque el hueso está destrozado, en lugar de partido, como porque la piel se ha desgarrado, de manera que la carne es vulnerable a la infección. Se ha producido hemorragia. Pero al menos todo ha vuelto a su sitio. Recemos a Ra para que la fiebre remita y la herida sane bien —dijo Pentu en tono serio.

Todos nos sentíamos atemorizados.

—Pero ahora está dormido, lo cual es bueno. Su espíritu suplicará a los dioses del Otro Mundo más tiempo y más vida. Recemos para convencerlos.

—¿Qué deberíamos hacer ahora? —pregunté.

—La decisión más sensata desde el punto de vista médico sería trasladarle cuanto antes a Menfis —dijo Pentu—. Al menos, allí podré cuidar de él como es debido.

Simut le interrumpió.

—Pero en Menfis estaría rodeado de enemigos. Es muy posible que Horemheb siga residiendo en la ciudad. Yo digo que hemos de devolverle a Tebas en secreto, lo antes posible. Este accidente ha de mantenerse también en secreto hasta que hayamos acordado con Ay una versión de los acontecimientos dirigida al pueblo. Si el destino del rey, vida, prosperidad y salud recaigan sobre él, es morir, ha de ser en Tebas, entre los suyos, y cerca de su tumba. Hemos de controlar la versión de su muerte. Si vive, por supuesto, estará mucho mejor cuidado en casa.

Levantamos el campamento aquella noche e iniciamos nuestro pesaroso viaje bajo las estrellas, a través del desierto hacia el barco lejano y el Gran Río que nos conduciría a todos a la ciudad. Intenté no pensar en las consecuencias para todos nosotros, ni en el futuro de las Dos Tierras, si el rey moría.

33

Velé junto al lecho de Tutankhamón todas las noches del viaje fluvial de regreso a Tebas, mientras se retorcía y daba vueltas presa de febril agonía. Daba la impresión de que el corazón se agitaba en su pecho, atrapado y frágil, como un pajarillo. Pentu lo trataba con purgativos, con el fin de impedir un principio de putrefacción en los intestinos que se extendiera hasta el corazón. Además, lidiaba con la herida de la pierna, ataba y volvía a atar las tablillas de madera, cambiaba el vendaje de lino con regularidad para que los huesos astillados tuvieran alguna oportunidad de soldarse.

Se había esforzado por mantener la herida limpia; al principio la cubría con carne fresca, y después con cataplasmas de miel, grasa y aceite. Pero cada vez que cambiaba el vendaje y aplicaba más resina de cedro, yo veía que los bordes vacilaban a la hora de pegarse, y ahora una profunda sombra negra estaba reptando a través de la carne, bajo la piel, en todas las direcciones. El hedor a carne podrida era espantoso. Pentu lo probó todo: una infusión de corteza de sauce, harina de cebada, la ceniza de una planta cuyo nombre no reveló, mezclado todo ello con cebolla y vinagre, y un ungüento blanco hecho de minerales encontrados en las minas de los oasis del desierto. Nada funcionó.

La segunda mañana del viaje, con permiso de Pentu, hablé con el rey. La luz del día que entraba en su cámara dio la impresión de calmarle y levantarle los ánimos después de una noche larga y dolorosa. Lo habían lavado y vestido con prendas de lino blanco. Pero ya estaba empapado en sudor, con los ojos sin brillo.

—Vida, prosperidad y salud —dije en voz baja, consciente de la siniestra ironía de la fórmula.

—Ningún grado de prosperidad, oro o tesoros son capaces de devolver la salud —susurró.

—El médico confía en una recuperación total —dije, intentando mantener mi expresión alentadora.

Me miró como un animal herido. Conocía su destino.

—Esta noche he tenido un sueño extraño —jadeó. Esperé a que reuniera fuerzas para continuar—. Yo era Horus, hijo de Osiris. Yo era el halcón, que volaba alto en el cielo y se acercaba a los dioses.

Sequé el sudor que perlaba su frente caliente.

—Volaba entre los dioses.

Escrutó ansioso mis ojos.

—¿Y qué pasó después? —pregunté.

—Algo malo. Caí poco a poco a la tierra, abajo, abajo… Entonces, abrí los ojos. Estaba mirando las estrellas en la oscuridad. Pero sabía que nunca llegaría hasta ellas. Y poco a poco empezaron a apagarse, una tras otra, cada vez más deprisa.

Apretó mi mano.

—Y de repente, tuve mucho miedo. Todas las estrellas murieron. Todo estaba a oscuras. Y entonces, desperté… y ahora tengo miedo de volver a dormir…

Se estremeció. Sus ojos brillaban, sinceros y desorbitados.

—Era un sueño nacido de tu dolor. No le prestes atención.

—Puede que tengas razón. Puede que no exista el Otro Mundo. Puede que no exista nada.

Parecía aterrorizado de nuevo.

—Estaba equivocado. El Otro Mundo es real. No lo dudes.

Ninguno de los dos habló durante un momento. Sabía que él no me creía.

—Llévame a casa, por favor. Quiero ir a casa.

—El barco navega a buena velocidad, y los vientos del norte soplan a nuestro favor. Pronto llegaremos.

Asintió, desdichado. Sostuve su mano caliente y húmeda un rato más, hasta que volvió la cara hacia la pared.

Pentu y yo salimos a cubierta. El mundo de campos verdes y trabajadores desfilaba como si nada importante estuviera sucediendo.

—¿Cuáles crees que son las probabilidades? —pregunté.

Meneó la cabeza.

—Es poco común sobrevivir a una fractura tan catastrófica. La herida está infectada, y él se está debilitando. Me siento muy preocupado.

—Da la impresión de que sufre muchos dolores.

—Intentaré administrarle algo para paliarlo.

—¿La flor del opio?

—Se lo prescribiré si el dolor empeora. Pero dudo en hacerlo hasta que sea necesario…

—¿Por qué? —pregunté.

—Es la droga más potente que poseemos, pero su misma potencia la convierte en peligrosa. Su corazón está débil, y no deseo debilitarlo todavía más.

Ambos contemplamos el paisaje un rato, sin hablar.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —dije por fin.

Asintió con cautela.

—He oído que existen libros secretos, los Libros de Tot…

—Ya hablaste de ellos en otra ocasión.

—Y creo que incluyen conocimientos médicos.

—¿Y si fuera cierto? —replicó.

—Siento curiosidad por saber si hablan de sustancias secretas, que podrían provocar visiones…

Pentu me contempló con mucha cautela.

—Si tales sustancias existieran, solo serían reveladas a hombres cuya excepcional sabiduría y posición social les confirieran derecho a tal conocimiento. ¿Por qué quieres saberlo, en cualquier caso?

—Porque soy curioso.

—Ese no es el tipo de enfoque que anima a alguien a revelar secretos celosamente guardados —contestó.

—Da igual. Cualquier cosa que pudieras decirme sería muy útil.

Vaciló.

—Se dice que existe un hongo mágico. Solo se encuentra en las regiones boreales. Se supone que depara visiones de los dioses… Pero la verdad es que no sabemos nada cierto de este hongo, y nadie de las Dos Tierras lo ha visto jamás, y ya no digamos experimentado con él para demostrar o desacreditar sus poderes. ¿Por qué lo preguntas?

—Tengo una corazonada —contesté.

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