—Pero aún no estás cubierto de grilletes.
—Sospecho que, si intento abandonar el palacio, me sucederá algún extraño accidente.
—Pues no te vayas. Aquí desempeñas un papel. Proteger a la reina. Puedo ofrecerte la protección de mis guardias y el grado de seguridad que la autoridad de mi nombre pueda conferir.
Asentí agradecido.
—Pero antes, debo hacer algo. Debo hablar con Mutnodjmet. ¿Sabes dónde se encuentran sus aposentos?
Negó con la cabeza.
—Lo mantienen en secreto, incluso a mí. Pero tú conoces a alguien que quizá podría conducirte hasta ellos.
—¿Khay?
Asintió.
—Pregúntale. Y recuerda: lo que ocurrió no fue culpa tuya. Ni tampoco mía.
—¿Crees que el mundo lo creerá? —contesté.
Negó con la cabeza.
—Pero es la verdad, y eso significa algo todavía, incluso en estos tiempos de engaños —replicó, y entonces dio media vuelta y me dejó solo en la cámara del rey, con el muchacho muerto.
¿Por qué nadie me había hablado de Mutnodjmet? Ni siquiera Anjesenamón, su sobrina. Y no obstante, durante todo aquel tiempo, la hermana de Nefertiti, esposa de Horemheb, general de las Dos Tierras, había estado encarcelada en el palacio de Malkata. Tal vez no era más que una pobre loca, la vergüenza viviente de su familia, y por eso la mantenían alejada de la vista pública. Pero aun así significaba una relación entre la dinastía real y Horemheb. Se había casado con el poder, y ahora daba la impresión de que consentía el encarcelamiento de su esposa.
Estaba reflexionando sobre estos asuntos, cuando la puerta de la cámara se abrió con sigilo. Esperé a ver quién entraba. Una figura con ropas oscuras atravesó el suelo de piedra en dirección a la cama.
—¡Alto ahí!
La figura se quedó petrificada.
—Date la vuelta —ordené.
La figura giró con lentitud hacia mí. Era Maia, la nodriza. No disimuló su desprecio por mí. El dolor desfiguraba su rostro. Entonces, me escupió con precisión. Ya no tenía nada que perder. Me sequé la saliva de la cara. Avanzó hacia el cadáver. Se inclinó con ternura sobre el rey y besó su frente fría con reverencia.
—Era mi hijo. Yo le amamanté y cuidé desde el día en que nació. Él confiaba en ti. Y mira lo que has causado. Yo te maldigo. Maldigo a tu familia. Ojalá sufráis todos lo que tú me has hecho sufrir a mí.
Su rostro estaba pálido de rabia.
Sin esperar, ni por lo visto desear, una respuesta, empezó a lavar el cuerpo con agua salada con natrón. Me senté en un taburete y miré. Trabajaba con infinito cuidado y amor, a sabiendas de que era la última vez que podría tocarle. Lavó sus brazos flácidos, las manos que colgaban, cada dedo a su vez, y los secó como los de un niño. Pasó el paño con ternura sobre el delgado pecho inmóvil, sobre cada costilla, por encima de los estrechos hombros y por debajo de las axilas. Después, pasó el paño sobre la pierna sana, y después alrededor de la herida ulcerada de la rota, como si todavía fuera sensible al dolor. Por fin, se arrodilló a sus pies. Escuché el calmo chapoteo del paño en el cuenco de agua perfumada, la pequeña cascada cuando lo escurrió, el movimiento continuo y repetido del paño entre los dedos de los pies, alrededor de sus delicados tobillos, y a lo largo de los pies muertos, que besó cuando concluyó su tarea.
Resbalaban lágrimas de su barbilla mientras lloraba en silencio. Después, cruzó los brazos del difunto de la forma habitual, preparado para el cayado y el látigo de oro, los símbolos reales del Alto y Bajo Egipto, y de Osiris, el primer Rey, Señor del Otro Mundo, que otros colocarían en sus manos cuando llegara el momento. Por fin, de uno de los cofres que contenían ropa, extrajo un collar de oro y un pectoral de oro enjoyado, con un escarabajo grabado en su corazón que empujaba un disco solar rojo cornalina hacia la luz del nuevo día, y los dejó sobre su pecho.
—Ahora ya está preparado para el Controlador de los Misterios —susurró.
Y después, se sentó en un taburete al otro lado de la cámara, lo más lejos posible de mí, y empezó a murmurar sus oraciones.
—Maia —dije.
No me hizo caso. Probé otra vez.
—¿Dónde están los aposentos de Mutnodjmet? —pregunté. Abrió los ojos.
—Ah, ahora que ya es demasiado tarde haces la pregunta pertinente.
—Dime por qué es la pregunta pertinente.
—¿Por qué he de decirte algo? Es demasiado tarde para mí. Es demasiado tarde para ti. Tendrías que haberme escuchado antes. No volveré a hablar. Guardaré silencio para siempre.
Estaba a punto de insistir, cuando la puerta se abrió y entró en la cámara el Controlador de los Misterios, portando la máscara de Anubis, el dios de los muertos, con su cabeza de chacal, y acompañado de sus ayudantes. En circunstancias normales, el cuerpo habría sido trasladado a un centro de embalsamamiento, lejos de los aposentos de los vivos, donde sería lavado, destripado, secado con sal, ungido y vendado. Pero supuse, como Ay había insistido en el secretismo, que había ordenado conservar el cuerpo en la cámara. Un sacerdote lector empezó a recitar las primeras instrucciones y palabras mágicas, mientras los funcionarios de menor rango preparaban la cámara con el equipo necesario: herramientas, libros, cuchillos de obsidiana, resinas, agua, sal, vino de palma, especias y los numerosos vendajes que serían necesarios durante el largo procedimiento. Depositaron la tabla de embalsamamiento de madera inclinada sobre cuatro bloques de madera, y después levantaron respetuosamente el cadáver del rey y lo depositaron encima. Avanzado el largo ritual, el cuerpo embalsamado sería vestido con un sudario, y después vendado. Luego, introducirían en los pliegues y capas de las exquisitas prendas de lino joyas de valor incalculable, anillos, brazaletes, collares y amuletos mágicos, muchos de los cuales contenían conjuros de protección especial, y cada acción iría acompañada de palabras y conjuros, pues cada acción debía ser fiel a las tradiciones si quería ser valorada en la otra vida. Por fin, le colocarían la máscara mortuoria, para que este último rostro dorado pudiera identificar al muerto, así como permitir que sus espíritus
ka
y
ba
se reunieran con su cuerpo en la tumba.
El Controlador de los Misterios estaba inmóvil al pie de la mesa de embalsamar, contemplando el cuerpo del rey. Todo estaba preparado para que el trabajo de purificación comenzara. Entonces, se volvió hacia mí. Vi el blanco de sus ojos ocultos a través de los elegantes agujeros practicados en su máscara negra. En un absoluto silencio, todos sus ayudantes se volvieron a mirarme. Había llegado el momento de marchar.
Llamé a la puerta de la oficina de Khay. Al cabo de un momento, su ayudante abrió. Me miró angustiado.
—Mi amo está ocupado —dijo en tono perentorio, mientras intentaba interponerse entre la puerta de la cámara interior y yo.
—Estoy seguro de que podrá dedicarme unos momentos de su precioso tiempo.
Atravesé la antecámara y entré en la oficina de Khay. Su rostro huesudo estaba congestionado. Se quedó sorprendido, y no se encontraba lo bastante sobrio para disimularlo bien.
—El gran Buscador de Misterios hace su majestuosa entrada…
Vi que había una copa de vino llena en la mesita, y una pequeña ánfora sobre su pedestal al lado.
—Lamento molestarte a esta avanzada hora. Pensaba que estarías en casa, con tu familia. ¿Tienes casa y familia?
Me miró fijamente.
—¿Qué quieres, Rahotep? Estoy ocupado…
—Ya lo veo.
—Al menos, algunos de nosotros estamos comprometidos con la consecución de un cierto grado de competencia en nuestro trabajo.
No le hice caso.
—He descubierto algo curioso.
—Me alegra saber que nuestro Buscador de Misterios ha descubierto algo…
Daba la impresión de que su boca se adelantaba a su cerebro.
—Mutnodjmet reside dentro de los muros de este palacio.
Alzó la barbilla, con ojos de repente cautelosos.
—¿Qué relación puede existir entre eso y tu misión aquí?
—Es la esposa de Horemheb, y tía de Anjesenamón.
Dio una palmada, su rostro convertido en una caricatura.
—¡Qué investigación tan meticulosa del árbol genealógico!
Pero estaba nervioso, pese a la ironía.
—¿Puedes confirmarme que la retienen dentro del palacio?
—Como ya he dicho, eso no tiene nada que ver con el asunto que nos ocupa.
Me acerqué más. Diminutas venas rotas latían en la piel arrugada e hinchada que rodeaba sus ojos. Estaba entrando en la madurez a marchas forzadas. La tensión de su elevada posición no contribuiría a mejorar la situación, y no sería el primero en entregarse al vino en busca de consuelo.
—Yo sostengo una opinión diferente sobre el asunto, de modo que haz el favor de contestar a la pregunta.
—No pienso permitir que me interrogues.
Se había puesto en guardia.
—Como ya sabes, cuento con la autoridad del rey y la reina para continuar mis investigaciones allí donde me conduzcan, y no puedo entender que sea tan problemático contestar a una pregunta muy sencilla —dije.
Parpadeó y se tambaleó un poco. Contestó al fin.
—No la retienen, tal como tú has dicho. Vive en su propio alojamiento, con las comodidades y seguridad de los aposentos reales.
—Eso no es lo que me han dicho.
—Bien, la gente dice muchas tonterías.
—Si todo es tan maravilloso, ¿por qué nadie me ha hablado de esto?
—¡Ja! Estás muy desesperado por descubrir una pista en tu inútil investigación del misterio. Pero ahora se ha convertido en absurda, y te aconsejo que no sigas esta línea de investigación.
—¿Por qué?
—Porque te conducirá a un callejón sin salida.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Es una pobre lunática que no ha abandonado sus aposentos desde hace muchos años. ¿Qué puede tener que ver con todo esto…?
Se volvió. Sus manos temblaron un poco cuando levantó la copa de vino y dio un largo sorbo.
—Llévame a verla. Ahora.
Dejó la copa con excesiva precipitación, y algo de vino cayó en su mano. Esto pareció encenderlo, y en lugar de secarlo lo lamió.
—Careces de motivos para solicitar esa entrevista.
—¿Debo molestar a Ay o a la reina a causa de esta petición?
Agitó la mano.
—Cuando están sucediendo tantas cosas de vital importancia, es demasiado ridículo, pero imagino que si insistes…
—Vamos, pues.
—Es tarde. La princesa se habrá retirado. Mañana.
—No. Ahora. ¿Quién conoce los horarios de los lunáticos?
Recorrimos los pasillos. Ojalá hubiera podido seguir a vista de pájaro nuestro recorrido, como un plano inscrito en los papiros de mi memoria, porque quería ser capaz de localizar sus aposentos con exactitud, y encontrarlos de nuevo en caso necesario. Pero no era un asunto sencillo, pues los pasillos se convertían en pasadizos, cada vez más retorcidos y angostos. Hermosas pinturas murales de pantanos de papiros, e imágenes de ríos llenos de peces perfectos bajo nuestros pies, dieron paso a paredes revocadas pintadas con sencillez y suelos de barro seco. Las lámparas de aceite que flanqueaban los pasadizos principales eran más vulgares, como las que pueden encontrarse en un hogar de comodidad razonable.
Por fin, llegamos a una sencilla puerta. Ninguna insignia adornaba el dintel. Podría haber sido la puerta de un almacén. Los cerrojos estaban atados y sellados. Khay estaba sudando. Diminutas gotas de sudor perlaban su noble frente. Asentí. Llamó con los nudillos, sin excesivo convencimiento. Escuchamos, pero no se oyó la menor señal de movimiento.
—Ya se habrá retirado.
Se relajó visiblemente, y dio media vuelta para marcharse.
—Llama con más entusiasmo —propuse. Vaciló, de modo que lo hice yo mismo con el puño. Más silencio. Tal vez se trataba de una empresa inútil, a fin de cuentas.
Y entonces oí pasos, muy silenciosos, que atravesaban el suelo. Un levísimo resplandor de luz apareció bajo la puerta. Había alguien, de eso no cabía duda. Una diminuta estrella de luz se materializó en la puerta, a la altura de los ojos. Alguien nos estaba observando por una mirilla.
Y entonces, la puerta resonó con furia demente. Khay dio un salto atrás.
Yo mismo rompí el sello, desanudé a toda prisa los nudos del cordón que sujetaba los cerrojos y abrí las puertas.
La cámara era siniestra, iluminada por la lámpara de aceite que ella sostenía, con nichos en la pared donde velas baratas ardían con un fulgor oleoso y humeante que arrojaba una luz deprimente. Mutnodjmet, hermana de Nefertiti, esposa de Horemheb, estaba muy delgada. Su piel, que no conocía el sol, se aferraba a sus huesos elegantes, que se destacaban a través de los pliegues de sus ropas sencillas. Tenía el cráneo rasurado. No llevaba peluca. Sus hombros eran redondeados. Su rostro, el cual exhibía los mismos pómulos pronunciados de su hermana, aunque carentes de su porte, se veía inerte, y sus ojos habrían resultado tristes de no ser por la apatía reflejada en ellos. Era una cosa vacía. Proyectaba una desesperada y triste necesidad. Pero yo también sabía que no podía confiar en ella de ninguna manera, porque a pesar de su lasitud, el ansia se hallaba enroscada en su interior como una cobra.
Estaba flanqueada por dos enanos. Llevaban prendas idénticas y joyas de buena calidad, así como cuchillos parejos, lo cual indicaba que eran de prestigioso rango. Esto no era inusual, pues muchos hombres de su estatura y apariencia habían ascendido a cargos de responsabilidad en las cortes reales del pasado. Lo inusual era que fueran idénticos. Por lo visto, la visita les había molestado.
Mutnodjmet continuaba mirando como sin comprender nada, con la cabeza gacha y la boca flácida. Parecía incapaz de comprender quién era yo, o qué estaba haciendo allí.
—¿Por qué no me has traído nada? —maulló, en un tono que indicaba algo mucho más profundo que decepción.
—¿Qué debería haberte traído? —pregunté a mi vez.
Me miró con sus ojos apagados, me lanzó de repente una serie de insultos considerables, y después entró arrastrando los pies en otra estancia. Los enanos continuaban mirándonos con expresión hostil. Supuse que sabían utilizar sus cuchillos. Tal vez su escasa estatura les concedería ventaja: al fin y al cabo, pensé contrito, es posible infligir considerables daños por debajo de la cintura.