Mi respuesta no le divirtió.
—Puede que necesites algo más que una corazonada, Rahotep. Puede que haya llegado el momento de que tengas una visión.
Durante la última noche de nuestra travesía, la fiebre del rey empeoró. Sufría atroces dolores. La sombra negra de la infección continuaba consumiendo la carne de su pierna. Su rostro delgado adquirió un tinte cetrino, y sus ojos, siempre que se abrían, eran del color apagado del marfil. Tenía la boca cuarteada, los labios agrietados, y su lengua era amarilla y blanca. Daba la impresión de que el ritmo de su corazón era más lento, y apenas tenía fuerzas para abrir la boca y beber agua. Por fin, Pentu le administró el extracto de la flor del opio. Le calmó de maravilla, y de repente comprendí su poder y atracción.
En un momento dado, de madrugada, abrió los ojos. Rompí el protocolo y tomé su mano en la mía. Apenas pudo hablar en un susurro, y se esforzó por enunciar cada palabra sumido en el trance del opio. Miró el anillo con el Ojo de Ra protector que me había regalado. Y entonces, con un supremo esfuerzo, hizo acopio de sus últimas reservas de energía y habló.
—Si mi destino es morir, te pido que acompañes mi cuerpo hasta el último momento. Acompáñame a mi tumba.
Sus ojos almendrados me miraron muy serios desde su rostro demacrado. Reconocí las facciones descarnadas y la extraña intensidad de la muerte cercana.
—Te doy mi palabra —dije.
—Los dioses me esperan. Mi madre está allí. Ya puedo verla. Me llama…
Alzó la vista hacia el aire y vio a alguien que yo no pude ver.
Su mano era pequeña, ligera y febril. La sostuve entre las mías con la mayor delicadeza posible. Miré el anillo con el Ojo de Ra que me había regalado. Le había fallado, y yo también. Noté la delicada lentitud de su pulso desfalleciente, y estuve pendiente de él hasta poco antes del alba, cuando exhaló un último suspiro, ni de decepción ni de satisfacción, y el pájaro de su espíritu se elevó de Tutankhamón, Imagen Viviente de Amón, y voló para siempre al Otro Mundo. Entonces, su mano resbaló de la mía.
Tu rostro se ha abierto a la Casa de la Oscuridad
El libro de los muertos
Conjuro 169
La nave
Amado de Amón
entró sigilosamente en el puerto de Malkata justo después del ocaso del día siguiente. El cielo oscurecido era ominoso, tal como correspondía. Nadie hablaba. Todo el mundo parecía haber enmudecido. Solo se oía el sonido constante de los remeros. El agua presentaba un brillo extraño, gris sedoso, como antes de una tormenta de arena. Sobre el largo muelle de piedra del palacio tan solo aguardaban algunas figuras. Reparé en que solo había encendida una lámpara en el muelle. Habíamos enviado un mensajero con la noticia, la peor noticia. Tendríamos que haber regresado con el rey en su gloria. En cambio, le llevábamos a enterrar.
Me quedé junto al cadáver del rey. Parecía muy pequeño y frágil. Estaba envuelto en lino blanco limpio. Únicamente se veía su cara, serena, inmóvil y ausente. Su espíritu había partido. Solo quedaba aquella cáscara rígida. No hay nada más vacío en el mundo que un cadáver.
Simut bajó a tierra, mientras yo esperaba con el rey a que llegaran los guardias. Oí el ruido de sus pasos en la plancha, y después el silencio que siguió cuando Ay entró en el camarote real. Se detuvo ante el cadáver de Tutankhamón y contempló la realidad de la catástrofe. Después, con un esfuerzo, se agachó sobre el oído izquierdo del rey, el oído por donde entra el aliento de la muerte.
—Fuiste un niño inútil en vida —le oí susurrar—. Tu muerte ha de ser obra tuya.
Y entonces, se enderezó con movimientos rígidos.
El rey permaneció inmóvil en su lecho de muerte dorado. Ay me miró un instante, con ojos como pequeñas cuentas, su rostro cruel inmune al sentimiento. Entonces, sin pronunciar palabra, indicó con un gesto a los guardias que depositaran el cadáver del rey sobre las andas y lo sacaran.
Simut y yo seguimos las andas a través de los interminables corredores y cámaras del palacio de Malkata, que estaban desiertos por completo. De pronto, me sentí como si fuéramos ladrones que devolvieran un objeto robado a su tumba. Reflexioné que, al menos, aún no estábamos cubiertos de grilletes. Pero tal vez solo era cuestión de tiempo. Daba igual cuál fuera la verdad del accidente, nos culparían de la muerte del rey. Era nuestra responsabilidad, y habíamos fracasado. De repente, sentí un enorme deseo de volver a casa. De huir de aquella cámara, de aquellos pasillos indiferentes del poder, y cruzar las aguas negras del Gran Río, subir en silencio por mi calle hasta casa, cerrar la puerta a mi espalda y aovillarme al lado de Tanefert, dormir, y después, al cabo de muchas horas, despertar al sol y constatar que todo había sido un sueño. Ahora, la realidad era mi tormento.
Nos acompañaron hasta la cámara del rey y esperamos fuera. El tiempo transcurrió con lentitud. Voces apagadas, a veces airadas, se oían a través de la gruesa puerta de madera. Simut y yo intercambiamos una mirada, pero no reveló nada de lo que pensaba o sentía. Entonces, las puertas se abrieron de repente y fuimos admitidos en el interior.
Tutankhamón, Señor de las Dos Tierras, estaba tendido sobre su diván, con sus delicadas manos cruzadas sobre el delgado pecho. Aún no le habían preparado para la muerte. Estaba rodeado de los juguetes y cajas de juegos de su infancia perdida. Daba la impresión de que eran ahora los objetos de su tumba, los objetos que guardaría como un tesoro en el Otro Mundo, antes que la parafernalia dorada de la realeza. Anjesenamón contemplaba el rostro sin vida de su marido. Cuando me miró, su rostro se veía apagado a causa del dolor y la derrota. ¿Cómo podría perdonarme? Le había fallado a ella tanto como había fallado al rey. Ahora estaba sola en este palacio de sombras. Se había convertido en el último miembro vivo de su dinastía. Nadie es más vulnerable que una reina viuda sin heredero.
Ay golpeó de súbito las piedras del suelo con su bastón.
—No debemos regodearnos en nuestro dolor. No hay tiempo para lamentaciones. Hay mucho que hacer. Ante el mundo, hay que aparentar que esto no ha ocurrido. Nadie podrá hablar de lo que ha visto. La palabra «muerte» no se pronunciará. A la antecámara seguirán llegando comida recién preparada y ropa limpia. Su nodriza seguirá atendiéndolo. Pero su cuerpo será purificado y embellecido aquí, en secreto, y como su tumba está lejos de haberse terminado, será enterrado en mi tumba de la necrópolis real. Es adecuada, y no tardarán en adaptarla. Los ataúdes dorados ya están siendo preparados. Sus tesoros y elementos funerarios serán reunidos y elegidos por mí. Todo esto se realizará con celeridad, y sobre todo en secreto. Una vez concluido el entierro, en secreto, entonces, y solo entonces, anunciaremos su muerte.
Anjesenamón, apartada de su dolor por aquella insólita propuesta, rompió el silencio que siguió.
—Esto es absolutamente inaceptable. Las exequias y el funeral han de llevarse a cabo con el máximo honor y dignidad. ¿Por qué hemos de fingir que no ha muerto?
Ay se acercó a ella furioso.
—¿Cómo puedes ser tan ingenua? ¿No comprendes que la estabilidad de las Dos Tierras se halla en juego? La muerte de un rey es el momento más vulnerable y desastroso en potencia en la vida de una dinastía. No existe heredero. Y eso porque tu útero no ha logrado dar a luz otra cosa que hijos muertos y deformes —resopló.
Miré a Anjesenamón.
—Hágase la voluntad de los dioses —replicó ella, mientras le miraba con fría ira.
—Hemos de tomar el control de esta situación antes de que el caos se apodere de nosotros. Nuestros enemigos intentarán destruirnos ahora. Yo soy el Padre de Dios, Hacedor del Bien, y seré lo que yo decrete. Hemos de mantener el orden del
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por todos los medios necesarios. Las divisiones de los medjay están recibiendo instrucciones en este preciso momento de impedir reuniones públicas o particulares, y utilizar todos los medios para aplastar cualquier señal de descontento público en las calles. Serán apostados por toda la ciudad y a lo largo de los muros del templo.
Parecían los preparativos de un estado de excepción. ¿Qué disensión podía ser tan alarmante? ¿Quién era el enemigo? Solo Horemheb. Era la mayor amenaza contra Ay en aquel momento. Horemheb, general de las Dos Tierras, podía montar con suma facilidad una campaña para acceder al poder. Era joven, el hombre que mandaba casi todas las divisiones del ejército, inteligente y despiadado. Ay era viejo. Le miré, con sus huesos y muelas doloridos, y su obsesión por el orden. Su poder terrenal, que había parecido absoluto durante tanto tiempo, de repente se le antojaba vulnerable, débil. Pero no había que subestimarlo.
Anjesenamón era consciente de todo esto.
—Existe otra forma. Una sucesión fuerte e inmediata sería la solución. Soy la última de una gran estirpe, y en nombre de mi padre y mi abuelo, reclamo la corona —replicó con orgullo.
El la miró con un desprecio que fundiría a una estatua.
—No eres más que una muchacha débil. No te recrees en fantasías. Has intentado oponerte a mí una vez y fracasaste. Es necesario que yo me corone rey dentro de poco, porque no hay nadie más preparado para gobernar.
La reina se sintió provocada.
—Ningún rey puede proclamarse antes de que terminen los Días de Purificación. Sería un sacrilegio.
—No te opongas a mi voluntad. Se hará así. Es necesario, y la necesidad es la más convincente de las razones —gritó, y el bastón tembló en su mano.
—¿Qué será de mí? —preguntó ella, serena ante su rabia.
—Con suerte, puede que me case contigo, pero eso dependerá de lo útil que sea el acuerdo. No estoy en absoluto convencido de su valor.
Ella meneó la cabeza, escarnecida.
—¿Qué más da que estés convencido o no? Yo soy la reina.
—¡Solo de nombre! No tienes poder. Tu marido ha muerto. Estás sola por completo. Piensa con cuidado antes de volver a hablar.
—No toleraré que me hables así. Haré una declaración pública.
—Te lo impediré por todos los medios necesarios.
Se miraron unos momentos.
—Rahotep es mi guardia personal. No lo olvides.
El anciano se limitó a reír.
—¿Rahotep? ¿El hombre que vigilaba al rey, y que le ha traído de vuelta muerto? Su historial habla por sí solo.
—La muerte del rey no fue culpa de él. Es un hombre leal. Eso es lo más importante —replicó ella.
—Un perro es leal. Eso no le convierte en valioso. Simut aportará una guardia. De momento, puedes llorarle en privado. Yo pensaré en tu futuro. En cuanto a Rahotep, se le confió una clara responsabilidad, pero ha sucedido lo peor. Yo decidiré su suerte —dijo en tono indiferente.
Sabía que oiría estas palabras. Pensé entonces en mi mujer y mis hijos.
—¿Y el león? —preguntó Simut—. El rey no puede regresar sin su trofeo.
—Matad al domesticado y exhibidlo —replicó Ay con desdén—. Nadie notará la diferencia.
Con estas palabras se marchó, e insistió en que ella le acompañara. Simut y yo nos quedamos de pie ante el esbelto cuerpo del rey, el joven cuya vida nos había confiado. Era la viva imagen de nuestra derrota. Algo había terminado con este amasijo de piel y huesos. Y algo más había empezado: la guerra por el poder.
—Dudo que Ay sea capaz de detener esto —dijo Simut—. La gente lee señales, y la ausencia del rey de la vida pública se notará enseguida. Justo después de la fanfarria sobre la cacería real y las expectativas de su glorioso regreso, las especulaciones serán incontrolables.
—Por eso Ay desea enterrar a Tutankhamón lo antes posible, para proclamarse rey —contesté—. Además, necesita mantener alejado a Horemheb el máximo de tiempo posible.
—Pero el general se halla al acecho como un chacal. Estoy seguro de que olfateará la muerte y aprovechará la oportunidad de enfrentarse a Ay —dijo Simut—. No es una perspectiva optimista.
Los dos contemplamos el delicado rostro sin vida del rey. Representaba mucho más: una posible catástrofe para las Dos Tierras si la lucha por el poder no se resolvía cuanto antes.
—Lo que más me inquieta es que Anjesenamón sea tan vulnerable a los dos —dije.
—Esto es motivo de profunda preocupación —admitió Simut.
—Sería un desastre que Horemheb regresara a Tebas en este momento.
—Y sería un desastre que entrara en palacio —dijo Simut—, pero ¿cómo vamos a impedirlo mientras su esposa resida aquí? Tal vez deberíamos enviarla a otra parte.
Aquello era nuevo para mí.
—¿Mutnodjmet? ¿Vive en el palacio?
Él asintió.
—Pero nadie ha pronunciado su nombre en todo este tiempo —dije.
Acercó su cabeza a la mía.
—Nadie habla en público de ella. En privado, dicen que es una lunática. Vive en un conjunto de aposentos, de los que nunca sale. Dicen que solo tiene a dos enanos por compañía. Si es por su propio bien, o porque su marido así lo ha impuesto, lo desconozco.
—¿Quieres decir que está encarcelada aquí?
—Llámalo como quieras. Pero carece de libertad. Es el secreto de la familia.
Mi mente daba vueltas, como un perro que siguiera el rastro de una presa oculta, de repente muy cercana.
—Debo ocuparme de otros asuntos, pero ya continuaremos hablando en otra parte. ¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó.
—Por lo visto, no tengo futuro —dije, con una frivolidad que no sentía.