El Reino de los Muertos (33 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

BOOK: El Reino de los Muertos
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—¿Cómo os llamáis?

Intercambiaron una breve mirada, como diciendo, «¿Quién es este idiota?». Khay intervino.

—Solo hemos venido a ver un momento a la princesa.

—Ella no recibe visitas —dijo uno de los enanos, con una voz inesperadamente resonante.

—¿Nunca? —pregunté.

—¿Para qué quieres verla? —preguntó el otro, con voz idéntica.

Era como hablar con dos caras de una sola mente. La situación era bastante cómica. Sonreí.

Ellos no estaban de humor, y sus manitas descendieron hasta la empuñadura de sus cuchillos. Khay empezó a farfullar algo, pero le interrumpieron.

—Dejadlos entrar —ordenó la princesa desde la otra cámara—. Quiero compañía. Cualquier cosa que no seáis vosotros dos.

Atravesamos el vestíbulo, observé a ambos lados varias habitaciones más o menos vacías para guardar cosas, además de una zona de cocina equipada con estanterías, jarros y ollas, y llegamos a un salón más grande. Nos sentamos en taburetes, mientras ella se reclinaba en una cama. La habitación era sencilla, casi sin muebles, como si hubiera heredado las sobras de la mansión familiar. Nos miraba con sus ojos hastiados, rodeados de líneas de kohl excesivas e inapropiadas. Observó a Khay como un pez que se hubiera escapado del anzuelo.

—Te traigo a Rahotep, Buscador de Misterios. Insistió en reunirse contigo.

Ella le miró y lanzó una risita.

—Qué individuo más soso. Ese me gusta más.

Me miró a los ojos.

Hice caso omiso de su comentario descarado. Chasqueó la lengua de repente y echó la cabeza hacia atrás como un actor melodramático.

Continué sosteniendo su mirada.

—Ah, ya entiendo. Del tipo fuerte y silencioso. Perfecto.

Intentó mirarme como una cortesana, pero vaciló, rió y, de repente, se sumió en un ataque de histeria.

Alguien le había suministrado droga hacía muy poco. Aún se encontraba en la fase eufórica. No tardaría en desvanecerse, y volvería a apoyarse en las muletas de su nefasta necesidad. Sentí una emoción en el pecho, como un pánico maravilloso, porque ella era el eslabón que faltaba. Pero ¿habría sido capaz de hacer lo que yo sospechaba? ¿Podría haber introducido la talla de piedra, la caja que contenía la máscara de restos animales y la muñeca? Residía en los aposentos reales, pero su libertad de movimientos no parecía mayor que la de un animal enjaulado. Sus habitaciones estaban cerradas por fuera. Alguien la estaba controlando, pero ¿quién? No era su marido, al menos no de forma directa, porque estaba muy lejos. Tenía que ser alguien con acceso regular al palacio, y en particular a aquellos aposentos. Además, tenía que ser alguien con capacidad para suministrarle la droga. La persona que había asesinado a aquellos jóvenes, ¿también estaba manipulando a la princesa? Pregunta a pregunta, quizá podría demostrar la relación, con parsimonia, meticulosidad y precisión.

—¿Quién es tu proveedor? —pregunté.

—¿De qué? —dijo, con ojos brillantes.

—De amapola opiácea.

Khay se puso de pie al punto.

—Esto es una infracción del protocolo escandalosa, además de una acusación repugnante.

—¡Siéntate y calla!

Se sentía muy ofendido.

—Tú tienes tus propias adicciones —añadí, por puro placer vengativo—. La adicción al vino no es diferente de la de ella. No puedes vivir sin él, ni tampoco ella. ¿Cuál es la diferencia?

El hombre resopló, pero descubrió que carecía de contestación.

—Eso es verdad —dijo ella en voz baja—. Así de sencillo. Intenté rechazarla, pero al final, la vida sin ella es decepcionante. Es muy aburrida. Muy… nada.

—Pero vives para ella, y tienes aspecto de estar muerta ya.

La mujer asintió con tristeza.

—Pero cuando la tienes dentro, solo existe la felicidad.

Parecía tan lejos de la felicidad como una mujer entre las fauces de un cocodrilo.

—¿Quién te la trae? —pregunté.

Sonrió de manera enigmática y se acercó a mí.

—Te gustaría saberlo, ¿verdad? Te estoy leyendo. Estás tan desesperado como yo. Necesitas tus respuestas, al igual que yo necesito mi droga. Conoces la sensación…

Deslizó su mano fría dentro de mi túnica. No me inmuté, de modo que la devolví a su propietaria.

Se masajeó la muñeca con ternura.

—Ahora no voy a decirte nada —dijo, como una chiquilla malhumorada.

—Me iré, pues —dije, y me levanté.

—¡No! —gritó—. No seas cruel. No abandones a una pobre muchacha —maulló de nuevo como un gato.

Me di la vuelta.

—Me quedaré contigo un ratito. Pero solo si hablas conmigo.

Meneó las caderas de un lado a otro, como una niña seductora, algo patético en una mujer de edad madura. Después, dio una palmada sobre el banco y volví a sentarme.

—Pregúntame algo.

—Dime quién te suministra la droga.

—Nadie.

De pronto, chasqueó la lengua otra vez.

—Esto es muy aburrido —dije.

—Es un chiste privado entre él y yo. Él siempre me dice que no es nadie. Pero no sabe que río porque veo que tiene la cara vacía.

—¿Qué quieres decir?

—Ya sabes qué quiero decir. No tiene alma. Es un hombre vacío.

—¿Cuántos años tiene? ¿Es muy alto?

—Es de edad madura. Tiene tu estatura.

La miré. Percibí que una nueva relación se estaba formando en mi cerebro.

—¿Cómo se llama?

—No tiene nombre. Yo le llamo «el Galeno».

«El Galeno.»

—Háblame de su voz.

—No es fuerte, pero tampoco demasiado débil. No es joven, ni vieja. No es dulce, pero tampoco violenta. Es una voz serena. A veces, transmite una extraña bondad. Una especie de gentileza.

—¿Y el pelo?

—Gris. Todo gris —canturreó.

—¿Y los ojos?

—Ah, sus ojos. También son grises, o a veces azules, y en otras ambas cosas. Es lo único bonito de él —dijo.

—¿Por qué son bonitos?

—Ven cosas que otros no pueden ver.

Medité sobre eso.

—Háblame de los mensajes.

—No, no puedo —dijo—. Se enfadaría conmigo. No volverá a visitarme si hablo de los mensajes.

Miré a Khay, que estaba escuchando estupefacto.

—¿Cuándo viene?

—Nunca lo sé. He de esperar. Es terrible cuando pasan días y días sin verle.

—¿Te pones enferma?

Asintió con semblante patético, la barbilla caída.

—Y cuando llega y me deja sus regalos, todo vuelve a ir bien.

—Cuando te deja esos mensajes, te ordena que hagas cosas para él. ¿Estoy en lo cierto? —pregunté.

Asintió a regañadientes.

—¿Coger cosas y dejarlas en ciertos lugares?

Hizo una pausa, asintió de nuevo y se inclinó hacia mí.

—Deja que pasee por los pasillos y, a veces, por los jardines, cuando no hay nadie presente —susurró—. Casi siempre es de noche. Me paso días y días encerrada aquí. Me vuelvo loca de aburrimiento. Desespero por ver la luz, por ver la vida. Pero es muy estricto, y he de volver a toda prisa, de lo contrario no me da lo que necesito, y siempre me recuerda que he de procurar de todo punto que no me vean, porque entonces todo el mundo se pondría furioso y no habría más regalos…

Me miró, con ojos desorbitados e inocentes.

—¿Quién se enfadaría?

—Ellos.

—¿Tu familia? ¿Tu marido?

Asintió, desdichada.

—Me tratan como a un animal —susurró.

—¿Nadie te permite cierta libertad de vez en cuando?

Vaciló un momento, y me miró antes de sacudir la cabeza. De modo que alguien se apiadaba de ella. Creía saber quién era.

La observé mientras se revolvía nerviosa. Los dedos no dejaban de desenredar un nudo de hilo invisible.

—¿Qué está pasando en el ancho mundo? —preguntó, como si de repente hubiera recordado su existencia.

—Nada ha cambiado —dijo Khay—. Todo sigue igual.

Ella se volvió hacia mí.

—Sé que miente —dijo en voz baja.

—No puedo decirte nada —la informé.

—Tengo un mundo aquí. —Se dio un golpecito en la sien, como si fuera un juguete—. Hace mucho tiempo que vivo en él. Mi mundo es hermoso, los niños son felices y la gente baila en las calles. La vida es una fiesta. Nadie envejece, las lágrimas son algo desconocido. Hay flores por todas partes, y colores, y cosas maravillosas. El amor crece como fruta en la parra.

—Supongo que tu marido no habita en él.

Levantó la vista al instante, con los ojos fijos en mí de repente.

—¿Tienes noticias de mi marido? ¿Cuándo le has visto?

—Hace unas semanas, en Menfis.

—¿Menfis? ¿Qué está haciendo allí? Hace mucho tiempo que no me ve. Ha estado ausente en las guerras durante años. Eso me dijo el Galeno…

Dio la impresión de que se sentía traicionada.

—¿De qué conoce el Galeno a tu marido? —pregunté.

—No lo sé. Me da noticias. Me dijo que mi marido era un gran hombre, y que debía sentirme orgullosa de él. Dijo que pronto volvería, y que todo sería diferente.

Miré a Khay al oír aquellas ominosas palabras.

—Pero temo que mi marido nunca me ha amado como yo le amé, y nunca lo hará. No tiene corazón. Incluso es posible que desee mi muerte, ahora que le he sido útil para una cosa y fallado en otra. Los seres humanos no le importan nada.

—¿En qué le has fallado? —pregunté. Me miró fijamente.

—Soy estéril. No le he dado un heredero. Es la maldición de nuestro linaje. Para castigarme, fíjate en lo que ha hecho.

Se llevó las manos a la cabeza.

—Me ha vuelto loca. Ha encerrado demonios en mi cabeza. Un día, arrojaré mis sesos contra la pared y todo habrá terminado.

Sujeté las manos de Mutnodjmet. La manga de su vestido se alzó un poco y mostró unas cicatrices en las muñecas. Quería que yo las viera.

—Ahora me voy a marchar. Si el Galeno vuelve, quizá no deberías comentarle mi visita. No quiero que deje de traerte regalos.

Ella asintió con sinceridad, aunque era imposible confiar en aquella mujer.

—Por favor, por favor, ven a verme otra vez —dijo—. Si vuelves, puede que recuerde más cosas y te las diga.

—Prometo que lo intentaré.

Pareció contentarse con aquello.

Insistió en acompañarme hasta la puerta. Los enanos volvieron a aparecer, al acecho como animales domésticos malvados. Ella no dejó de repetir «adiós, adiós» mientras yo cerraba la puerta. Sabía que estaba esperando al otro lado, escuchando mientras ataba las cuerdas de su ataúd en vida.

Nos alejamos en silencio. Khay parecía sobrio.

—Creo que te debo una disculpa —dijo por fin.

—Aceptada —contesté.

Nos dedicamos mutuas reverencias.

—Tú debes de conocer el nombre del Galeno —dije.

Su rostro expresó decepción.

—Ojalá. Sabía que ella vivía aquí, por supuesto, y por qué. Me impusieron la responsabilidad de los aspectos prácticos de su cuidado. Pero la orden procedió de Ay, tal vez en colaboración con Horemheb. A este «Galeno» se le concedió un pase a los aposentos reales, todo ello en secreto. Sucedió hace mucho tiempo, y ella era un engorro, así que la olvidamos y nos dedicamos a asuntos que nos parecían mucho más importantes. Era el secreto sucio de la familia, y todos nos alegramos de deshacernos de ella.

—Pero ¿estás seguro de que Ay está enterado de sus circunstancias?

—Sí, o al menos lo estaba al principio.

Medité al respecto.

—¿Tiene razón sobre Horemheb? —pregunté.

Khay asintió.

—Horemheb se desposó con ella por el poder. La sedujo con gran eficacia, pero lo único que deseaba era integrarse en la familia real. Sabía que nadie la querría por ella misma, de modo que fue una especie de acuerdo comercial.

—¿Qué quieres decir?

—Ella era un producto defectuoso, por decirlo de alguna manera. Siempre fue un poco rara. Desde la infancia fue problemática, histérica. Por eso salió barata. La familia ansiaba hacer un buen uso de ella, y la alianza con una estrella militar en alza pareció valiosa en su momento. No cabía duda de que el hombre iba a llegar lejos. ¿Por qué no integrar al ejército en la familia? El otro aspecto del acuerdo era que, como miembro de la familia, accedería a comportarse, a concederle al menos la apariencia pública de una vida matrimonial, así como a utilizar el ejército en favor de los negocios estratégicos y los intereses internacionales de la familia. Al fin y al cabo, según las condiciones del acuerdo, también sería en aras de los intereses de Horemheb.

—¿Por eso Mutnodjmet sigue encarcelada todavía en el palacio de Malkata? ¿Por qué no la envían con su marido?

—Habrán llegado a un acuerdo mutuamente beneficioso. Ella perdió la razón. Se convirtió en un engorro para ambas partes. Para Horemheb significaba una horrible vergüenza. Ella es el precio que ha de pagar por su ambición. Ella le ama, pero a él le da asco. Quiere deshacerse de ella. Para Ay, también significa un problema, porque es un miembro de la dinastía, pero incapaz de asumir un papel público. Por lo tanto, interesa a ambas partes que desaparezca de la vida, que se convierta en una especie de no persona, pero sin morir. De momento, la mantienen con vida. Como ya has visto, está completamente loca, pobre criatura.

—¿Y Horemheb?

—El joven cocodrilo sin escrúpulos pronto abandonó su charca. Fue creciendo y, al poco, la carne de primerísima calidad y las joyas no fueron suficientes para él. Se deshará de ella en cuanto le convenga. Ha estado vigilando a Ay, a Tutankhamón y a Anjesenamón, a todos nosotros. Y ahora, con la catastrófica muerte del rey, temo que su momento ha llegado.

Daba la impresión de que sus palabras le habían despejado por completo. Paseó la vista alrededor del frío lujo del palacio, y por un momento pareció que lo veía tal como era: una tumba.

—No obstante, ahora tenemos algo claro —dije.

—¿Qué?

—Tanto Ay como Horemheb son cómplices del Galeno. Ay se ocupó de los cuidados de la princesa. Horemheb sabe que su esposa está encarcelada. Pero la pregunta es: ¿quién lo reclutó para que hiciera lo que hace? ¿Ordenó Horemheb al Galeno que convirtiera a su esposa en una adicta al opio? ¿O fue idea de él? ¿El Galeno aterrorizaba al rey por motivos particulares, u obedeciendo órdenes de otros? ¿De Horemheb, quizá?

—O de Ay —apuntó Khay.

—Es posible. Porque no deseaba que el rey tomara el control de su poder, tal como lo hizo. No obstante, su reacción ante lo ocurrido indica que no sabía cómo llegaban los objetos a la cámara. En cualquier caso, no parece propio de él.

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