El Reino de los Muertos (15 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

BOOK: El Reino de los Muertos
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Y cuando dijo eso, me di cuenta de que los regalos y las muertes tenían otro elemento en común: Rahotep, el Buscador de Misterios.

Acabábamos de llegar al malecón, y en lugar de decírselo, decidí relegar aquella idea al fondo de mi mente por un tiempo. Se me antojaba algo demasiado vanidoso e insensato para expresarlo.

Me despedí de Jety, y con Tot delante de mí volví a casa a través de las calles desiertas a causa del toque de queda. Dejé al mandril en su cama y entré en la casa a oscuras. Su silencio me reprendió por mi ausencia. A veces, creo que no tengo derecho a esta casa de mujeres jóvenes, hombres viejos y bebés. Me quedé un rato en la cocina antes de retirarme a dormir. A la luz de la lámpara de aceite del nicho, que Tanefert había dejado con vistas a mi regreso, me serví un buen vaso de vino tinto decente del oasis de Jarga, y puse unos cuantos higos secos y almendras en un plato.

Me senté en el banco, en mi lugar acostumbrado bajo la estatuilla del dios familiar que sabe que no creo en él, y pensé en la familia. A menudo, se me ocurre pensar que todos los problemas y crímenes empiezan con la familia. Incluso en nuestras historias antiguas, son los hermanos celosos los que se matan mutuamente, esposas enfurecidas que castran a sus maridos, e hijos furiosos que se vengan en sus padres, inocentes o culpables. Recordé que las niñas todavía pasan del dulce afecto a la rabia homicida, de acariciarse mutuamente el pelo a tirar de él con las manos desnudas en un abrir y cerrar de ojos, por alguna causa tan ínfima que enrojecen de vergüenza cuando se confiesan.

Lo mismo sucede en el matrimonio. Nuestro matrimonio es bueno. Si he decepcionado a Tanefert por mi falta de éxito mundano, lo ha disimulado bien. Dice que no se casó conmigo por dinero. Y después, me dedica una de sus sonrisas de complicidad. Pero sé que hay cosas no entendidas del todo entre nosotros que guardamos en silencio, como si las palabras pudieran transformarlas en dolorosamente reales. Tal vez sucede lo mismo en parejas cuya relación ha sobrevivido durante muchos años; las influencias inadvertidas de la costumbre y los peligros del tedio doméstico. Incluso la familiaridad con el cuerpo del otro, en otro tiempo deseado de manera obsesiva, conduce al ansia innegable de la sorpresa que produce la belleza de una desconocida. La belleza y el desprecio de la familiaridad… ¿Tal vez es de eso de lo que necesito escapar, cuando disfruto de la emoción de mi trabajo? La idea no logra que me sienta orgulloso. Ahora soy un hombre que se halla en la mitad del camino de la vida, y temo que en la mitad de todo… ¿Por qué no puedo contentarme con todo lo que el dios del hogar me ha concedido?

Si esto es así para gente tan ordinaria como nosotros, ¿cuánto más extraño ha de ser nacer en el seno de una familia cuyo propósito es público, y cuya privacidad ha de defenderse y protegerse en todo momento, como si fuera un terrible secreto? Pese a toda su riqueza y poder, los hijos de la familia real y de casi todas las familias de la élite crecen en una atmósfera desprovista de calor humano. ¿De qué hablan durante la hora de la cena? ¿Asuntos de estado? ¿Modales en un banquete? ¿Han de escuchar, una y otra vez, las historias heroicas de su abuelo, Amenhotep el Grande, sabedores de que jamás lograrán emularlo? Y si mis hijas discuten por la posesión de un peine, ¿qué sucederá cuando los hermanos luchan por la posesión de un tesoro, el poder y las Dos Coronas?

Pero yo había visto dos hermanos que no parecían pugnar por el poder. Parecían muy apegados y solidarios, tal vez unidos por sus desdichas bajo el control de Ay. El afecto entre ellos parecía verdadero. Pero el plan de Anjesenamón tenía un defecto. Tutankhamón no era un rey guerrero. Sus virtudes podían estar en su mente, pero no en las proezas físicas. Por desgracia, el mundo exige que su rey demuestre su vitalidad y virilidad en desfiles, declaraciones enfáticas y aventuras de poder. Sí, pueden tallarse en piedra estatuas heroicas, y pueden ejecutarse tallas impresionantes en los templos proclamando las hazañas, las campañas y la restauración de las antiguas autoridades y tradiciones por parte de Tutankhamón. Los propios antepasados de Anjesenamón serían de ayuda, porque si bien todavía era muy joven había heredado potentes ecos de su madre: su belleza, su popularidad, su independencia de pensamiento. Además, aquella noche había demostrado una notable resistencia al plantar cara a Ay. Pero perduraba el hecho de que, en el fondo del gran drama del poder estatal, había un fallo: la Imagen del Dios Viviente era un inteligente pero asustado y nada heroico muchacho. Eso los convertía a él y a la reina en vulnerables. Y quien estaba atormentando con miedo al rey lo sabía.

Tanefert estaba de pie en la entrada a oscuras, observándome. Me aparté para dejarle sitio. Se sentó a mi lado y mordisqueó una almendra.

—¿Llegará una noche en que sepa con absoluta seguridad que nadie vendrá a llamar a la puerta para pedirte que le acompañes?

La abracé con fuerza, pero no era lo que ella quería.

—Nunca —dijo—. Nunca.

En mi ayuda no acudieron palabras que mejoraran la situación.

—Creo que estoy acostumbrada. Lo acepto. Sé que es tu trabajo. Pero a veces, como esta noche, cuando estamos de celebración, quiero que estés aquí, y quiero saber que no te marcharás. Lo cual es imposible. Porque el crimen, la crueldad y el derramamiento de sangre forman parte de la interacción humana. Por eso, siempre tendrás más trabajo. Siempre habrá más llamadas a la puerta en plena noche.

Desvió la vista.

—Yo siempre, siempre quiero estar aquí contigo —tartamudeé.

Se volvió y me miró a los ojos.

—Tengo miedo. Tengo miedo de que un día no vuelvas conmigo. No podría soportarlo.

Me besó con tristeza, se levantó y desapareció en la oscuridad del pasillo.

16

El séquito real entró en la sala del Consejo de Karnak, y todos los ruidos y gritos enmudecieron, como en el inicio de una obra de teatro. Desde los triforios, la luz del final de la mañana bañaba la cámara de piedra. Un largo susurro de los congregados resonó entre las grandes columnas y murió.

Tutankhamón y Anjesenamón subieron juntos al estrado, y sus pequeños pies reales pisaron las figuras de los enemigos del reino, pintadas en los escalones. Se volvieron y tomaron asiento en sus respectivos tronos, dentro de un círculo de luz intensa. Parecían pequeños dioses, y al mismo tiempo muy jóvenes. Sus manos inmaculadas se cerraron sobre las garras de los leones tallados y los brazos de los tronos, como si fueran los amos de la naturaleza salvaje. Observé que Anjesenamón tocaba un momento la mano de su esposo, como para infundirle valentía. Con sus túnicas de lino blanco, y cada uno con un magnífico collar engalanado con una cabeza de buitre con las alas extendidas, refulgían de gloria.

Menuda galería de seres grotescos formaban los hombres del consejo: ancianos encorvados, sostenidos por criados, que habían visto tiempos mejores muchos años atrás, cuyo rostro transparentaba el lujo y la venalidad de su clase, con una expresión desdeñosa de superioridad grabada en sus facciones, tanto en las arrugas de los viejos como en la blanda certidumbre de los jóvenes. Manos fofas y vientres caídos. Mejillas obesas que temblaban sobre bocas casi femeninas, llenas sin duda de dientes podridos. Hombres del comité de mirada rápida e inteligente, que analizaban los cambios constantes de la política, y los posibles movimientos de la partida multidimensional que jugaban entre sí. Y los tiranos: aquellos matones furiosos y corpulentos, siempre en busca de una víctima, de alguien a quien atacar y después culpar. Me di cuenta de que uno de estos últimos me estaba mirando. Era Nebamun, jefe de los medjay de la ciudad. Parecía tremendamente furioso por el hecho de que yo estuviera presente en aquella reunión de la élite. Le dediqué un cabeceo cordial, como henchido de respeto. Confié en que supiera apreciar toda su ironía. Después, me volví para mirar al rey. Por fin, cuando se hizo un silencio absoluto, Tutankhamón habló. Su voz era aguda y suave, pero se propagaba con claridad gracias al silencio de la gran sala.

—La construcción de la Sala Hipóstila en honor a Amón-Ra, Dios de Dioses, ha sido financiada a partes iguales entre este templo y nuestra hacienda real. Es una señal de nuestra unidad de propósito. El glorioso monumento fue iniciado por mi abuelo, Amenhotep III. Se sentiría orgulloso al ver que lo que concibió hace muchos años ha sido finalmente concluido de forma magnífica por su nieto.

Hizo una pausa, y escuchó los susurros de expectación de la cámara.

—Las Dos Tierras constituyen un gran edificio, una gran construcción, imperecedera Y juntos estamos construyendo un nuevo reino. Esta nueva sala, la más alta y asombrosa que se alza, o se ha alzado alguna vez, sobre la faz de la tierra, es el testimonio de nuestros triunfos y ambiciones, de nuestra cercanía a los dioses. Yo os invito a todos, grandes hombres del consejo de esta gran ciudad, y del reino de las Dos Tierras, a sumaros a nosotros en esta conmemoración, pues habéis participado en su creación y deseamos abarcaros a todos en su gloria.

Su discurso, pronunciado en voz baja, estaba amplificado por la resonancia de la sala. Muchos asintieron en señal de aprobación por haberlos incluido en su visión.

—Ahora invito a Ay, el regente, Padre de Dios, quien nos ha servido tan bien, a hablaros en nuestro nombre sobre otros asuntos de estado.

Tal vez no fui yo el único en detectar una interesante insinuación nueva de tensión en este sutil uso del pasado verbal. Sin duda Ay lo habría captado, ya que su oído estaba adiestrado para percibir los matices más ínfimos, pero no lo demostró. Salió poco a poco de las sombras, disimulando el dolor que le roía como un perro sus viejos huesos, y ocupó el lugar que le correspondía por derecho, un peldaño por debajo del rey y la reina. Inspeccionó con maestría los rostros que tenía ante él. Su rostro se veía demacrado; su mirada, despiadada y resuelta. Después, con su voz casi atonal, inició una extensa, plúmbea y formal respuesta al rey y al consejo. Paseé la vista a mi alrededor. El público se inclinó hacia delante para captar todas las palabras, como hipnotizado, no por el contenido, sino por su irresistible silencio, mucho más eficaz que el ruido vacío y expresivo. Y entonces, atacó el orden real del día.

—Tras los ignominiosos e intolerables acontecimientos de la fiesta, se ha llevado a cabo una investigación exhaustiva, conducida con presteza y eficacia por la policía de nuestra ciudad.

Paseó la vista por la multitud hasta localizar a Nebamun, y cabeceó en su dirección. Los hombres que lo rodeaban también cabecearon en señal de respeto. Al instante, Nebamun se llenó de orgullo.

—Los jefes de la banda han confesado y han sido empalados junto con sus esposas e hijos y todos los miembros de sus familias. Sus cuerpos han sido exhibidos en los muros de la ciudad. Aunque ningún castigo es suficiente para el delito en cuestión, se ha dado ejemplo y el problema se ha erradicado.

Hizo una pausa y estudió a los consejeros, como retándolos a cuestionar esta explicación de la justicia y sus castigos.

—El jefe de los medjay de la ciudad me ha asegurado que no habrá más disturbios públicos de este tipo. Confío en su palabra. Su eficacia en la investigación de los alborotos, y su disciplina y compromiso con el arresto y ejecución de los culpables, han sido ejemplares. Ojalá otros trabajaran con la misma celeridad. Se le concede, en reconocimiento a sus logros, un Collar de Oro de Honor, así como la duplicación, con efectos desde este mismo día, del presupuesto de los medjay de la ciudad bajo su mando.

Nebamun se abrió paso entre la multitud, que lo admiraba, aceptando la aprobación y las aclamaciones, los cabeceos y las palmadas, hasta que se detuvo ante el anciano demacrado e inclinó la cabeza. Cuando Ay bajó el collar sobre el ancho cuello de mi superior, experimenté el deseo de abalanzarme sobre él y quitárselo. Pues ¿quién de los congregados conocía las injusticias y crueldades que había perpetrado en gente inocente por el bien de aquel momento, de aquel oro? Mi estómago se revolvió de asco. Alzó la vista, efectuó los gestos de gratitud a Ay, al rey y la reina, y volvió con sus compinches. En ese momento, me envió un frío asentimiento de victoria. Sabía que utilizaría este honor para conseguir que mi vida fuera más difícil todavía.

Ay continuó.

—El orden lo es todo. Hemos devuelto el
maat
a las Dos Tierras. No permitiré que elementos desalmados o fuerzas opositoras alteren la estabilidad y seguridad de nuestro reino.

Hablaba como si, por la autoridad de sus palabras, aquello fuera cierto, y como si solo él fuera el árbitro de ese orden.

—Por consiguiente, centrémonos ahora en el asunto de las guerras hititas. Hemos recibido informes de éxitos en la batalla, de nuevos territorios conquistados, y de ciudades y rutas comerciales defendidas en las que se ha mejorado su seguridad. Esperamos recibir las condiciones de negociación de los hititas. ¡El antiguo enemigo de las Dos Tierras se bate en retirada!

Se produjo un estallido de obsequiosos aplausos en respuesta a esta afirmación hueca. Pues todo el mundo sabía que las guerras estaban lejos de ganarse, y las batallas contra los hititas, que eran tan solo las últimas escaramuzas en la fricción interminable que tiene lugar en las tierras fronterizas y los estados que se extienden entre ambos reinos, no podían resolverse con tanta facilidad.

—Si no hay más asuntos que discutir con nuestros estimados amigos, podemos pasar al banquete —continuó Ay.

Miró al público con semblante ceñudo. Reinaba el silencio, y comprendí que nadie se atrevía a llevarle la contraria.

Todos se postraron con solemnidad y de manera poco convincente, como un puñado de monos ancianos, mientras él, seguido de Anjesenamón, descendía del estrado.

En la cámara exterior, había muchas bandejas dispuestas sobre aparadores. Cada una de ellas estaba llena de comida: pan, bollos, pasteles, todo recién salido del horno; trozos de carne asada, aves asadas en glaseados espesos, calabazas y chalotas asadas; miel, aceitunas relucientes de aceite, gordos racimos de uva oscura; lugos, dátiles y almendras en sorprendente abundancia. Todos los productos buenos de la tierra, amontonados en pilas.

Lo que siguió a continuación fue un espectáculo instructivo. Pues estos hombres, quienes nunca habían trabajado la tierra bajo el sol de mediodía o sacrificado un animal con sus manos, se precipitaron hacia los aparadores como si fueran las víctimas desesperadas de una hambruna. Sin hacer gala de vergüenza o modales, se apartaban a codazos y empujones para llegar a las fragantes montañas de ricos alimentos del banquete. Manjares que habrían necesitado mucho tiempo de preparación caían de sus platos repletos y eran pisoteados. Estaban tan ansiosos que se servían ellos mismos, en lugar de esperar a que les sirvieran. Pese a las asombrosas cantidades de comida, con las cuales la mayor parte de la población solo podía soñar, se comportaban como si estuvieran aterrorizados de que no hubiera bastante. O, como si diera igual la cantidad depositada ante ellos, tuvieran miedo de que nunca fuera suficiente.

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