Tal vez era ingenuo por mi parte comparar el desagradable lujo de aquella escena con la pobreza y la escasez de agua, carne y pan que atormenta la vida de aquellos que viven fuera de estos muros privilegiados. Pero era inevitable. El ruido me recordaba al de los cerdos en una pocilga. Entretanto, mientras continuaba esta orgía, el rey y la reina, sentados ahora en otro estrado, atendían a la larga cola de funcionarios de alto rango y sus cortejos, cada uno a la espera de ofrecer obsequiosos respetos y llevar a cabo sus últimas, y sin duda egoístas, peticiones.
Najt se reunió conmigo.
—Qué espectáculo tan repulsivo —dije—. Los ricos tal como son: es como una fábula moral sobre la codicia.
—La verdad es que quita el apetito —admitió cortésmente, aunque parecía menos asqueado que yo.
—¿Qué has deducido del discurso de Ay? —pregunté.
Najt meneó la cabeza.
—Creo que fue espantoso. Otra caricatura de la justicia. ¡En qué mundo vivimos! Pero al menos, demuestra que hasta los tiranos se esfuerzan por conservar el poder, más allá de cierto punto. La verdad es que un puñado de ejecuciones no resolverá el abrumador problema de este estado. Y aunque nadie de aquí sería sorprendido diciéndolo, todo el mundo lo sabe. Se está echando un farol, y eso es interesante, porque significa que tiene graves problemas.
Vi un momento a Ay rodeado de cortesanos. Contemplé el pequeño drama de su arrogancia y condescendencia, y las sonrisas aduladoras, forzadas y desesperadas de ellos. Nebamun le acompañaba, como un perro estúpido que contemplara con adoración a su maestro. Ay se fijó en que le estaba mirando. Archivó la fugaz información y la expresión de nuestros rostros en la fría tumba de su cerebro. Asintió a algo que había dicho Nebamun, y dio la impresión de que el hombre de los medjay iba a requerir mi presencia para el interrogatorio condescendiente que yo estaba temiendo.
Pero entonces, cuando el ruido de la fiesta, los gritos y las discusiones estaban llegando a su punto álgido, una repentina fanfarria de una única trompeta militar plateada silenció a todo el mundo. Bocas llenas se quedaron abiertas a causa de la sorpresa, patas de codorniz y ganso se quedaron a medio camino entre el plato y la boca, y todos se volvieron para ver a un joven soldado solitario que atravesaba la cámara. Dio la impresión de que había pillado desprevenido a Ay. Algo que no era certidumbre brilló en sus ojos de serpiente. Nadie le había avisado de la llegada de aquel hombre. Un heraldo del templo avanzó y lo anunció corno el mensajero de Horemheb, general de los ejércitos de las Dos Tierras. El silencio se espesó.
El soldado efectuó las postraciones y fórmulas de alabanza pertinentes a Tutankhamón y Anjesenamón. No reconoció la presencia de Ay, como si ni siquiera supiera quién era. Inspeccionó la cámara silenciosa y su población de glotones con la arrogancia moral de la juventud, claramente decepcionado por su venalidad. Un toque de vergüenza apareció en el rostro de los muchos que continuaban atracándose. Exquisita cerámica vidriada y platos de piedra tallada tintinearon cuando fueron depositados a toda prisa sobre las bandejas. Los honorables consejeros tragaron saliva, se secaron sus labios gordezuelos y se limpiaron los dedos grasientos.
—Tengo el honor de ser portador y de leer un mensaje dirigido al Gran Consejo de Karnak, de Horemheb, general de los ejércitos de las Dos Tierras —gritó con orgullo.
—Escucharemos este mensaje en privado —dijo Ay, mientras avanzaba a toda prisa.
—Mis órdenes son dirigir el mensaje a toda la asamblea del Consejo de Karnak —replicó con firmeza el mensajero, para que todo el mundo pudiera oírle.
—Yo soy Ay. Soy tu superior, y el superior de tu general. Mi autoridad no puede ser puesta en duda —rugió el anciano.
El soldado pareció vacilar, pero Tutankhamón habló, con su voz baja y clara.
—Deseamos escuchar lo que ha de decirnos nuestro gran general.
Anjesenamón asintió en inocente aprobación, pero vi placer en sus ojos ante el dilema de Ay. Pues no tenía otra alternativa que ceder en público ante el rey. Titubeó, pero después hizo una reverencia ostentosa.
—En ese caso, habla al punto —dijo Ay, al tiempo que daba media vuelta, la amenaza todavía en su voz.
El soldado saludó, desenrolló un rollo de papiro y empezó a leer las palabras escritas por su general.
A Tutankhamón, Imagen Viviente de Amón, Señor de las Dos Tierras, y a su reina Anjesenamón, y a los señores del Consejo de Karnak. Cuándo los rumores hablan, desde sus millones de bocas llegan susurros de miedo, los murmullos de la especulación y las murmuraciones de sospecha. Pero la verdad habla de las cosas tal como son. Nada cambia en su boca. Por eso cuando yo, al frente de las campañas en las llanuras de Kadesh, oigo hablar de ataques en público contra el rey, en la gran ciudad de Tebas, ¿qué debo creer? ¿Es obra de los rumores? ¿O, aunque parezca impensable, es verdad?
El mensajero hizo una pausa, incómodo. Estaba nervioso. No le culpé.
Las Dos Tierras se hallan bajo el mando supremo de Ay, en nombre de nuestro señor Tutankhamón. Por consiguiente, ¿por qué debo sentirme alarmado? Pero entonces, ¿son rumores o verdad lo que me habla de otras conspiraciones contra la persona del rey dentro de la seguridad del propio palacio?
Estupefactos por esta nueva acusación directa, todos miraron a Ay y a la pareja real. Ay se dispuso a contestar, pero Tutankhamón, con inesperada autoridad, levantó la mano y silenció a su regente. El público estaba ahora atento a estos acontecimientos nuevos tan asombrosos. Entonces, el rey cabeceó en dirección al soldado quien, consciente de la naturaleza peligrosa y ominosa de lo que le habían ordenado leer, continuó implacable, acelerando el ritmo de su lectura.
Por lo tanto, tenemos enemigos fuera y enemigos dentro. En los últimos tiempos, los hititas han renovado sus ataques contra los ricos puertos y ciudades de la confederación de Amurra, incluidos Kadesh, Sumur y Biblos, y nosotros apenas podemos defenderlas. ¿Por qué? Porque carecemos de recursos. Carecemos de tropas. Carecemos de armas suficientes. Nos encontramos en la indeseable posición de ser incapaces de apoyar y alentar a nuestros aliados cruciales de la región. Me avergüenza confesar esto, pero la verdad me lo exige. Se dice que, en nuestros tiempos, la cuestión de los asuntos exteriores del reino ha sido desatendida en favor de la construcción de grandes edificios en nombre de los dioses. No obstante, extiendo al rey y al consejo la oferta de mi presencia y mis servicios en la ciudad de Tebas en esta época de crisis. Si es imperativo que yo regrese, lo haré. Nos enfrentamos al enemigo en nuestras fronteras. Pero estos enemigos de dentro constituyen una amenaza todavía mayor. Pues tal vez se hayan infiltrado en el mismísimo corazón de nuestro gobierno. Pues ¿qué otra cosa son estas amenazas contra el rey, nuestro gran símbolo de unidad? ¿Cómo es posible que seamos tan débiles que puedan llevarse a cabo estos ataques sin precedentes? Mi mensajero, cuya seguridad confío a vuestras manos, me entregará vuestra respuesta.
Todos los ojos se volvieron hacia Ay. Su rostro aristocrático no mostró la menor reacción. Movió la mano con ademán autoritario hacia un escriba, quien corrió hacia delante con su paleta de marfil y plumas de caña, y cuando Ay empezó a hablar, se puso a escribir.
Agradecemos la comunicación del honorable general. Escucha nuestra contestación, en nombre de Tutankhamón, Señor de las Dos Tierras. Uno: todas las tropas y armas solicitadas fueron destinadas a esta campaña. ¿Por qué no ha sido suficiente? ¿Por qué no has regresado todavía en un desfile victorioso, con prisioneros encadenados, carros cargados con las cabezas cortadas de los enemigos muertos, y líderes vencidos colgados en jaulas de las proas de nuestros barcos, como ofrenda al rey? Dos: el general presenta alegaciones infundadas contra la competencia de la ciudad y el palacio para administrar nuestros propios asuntos. Ha escuchado rumores y creído sus mentiras. Aun así, fundándose en falsos motivos, ha ofrecido abandonar su principal responsabilidad, que es su puesto en la batalla de Kadesh. Es una oferta estúpida, irresponsable e innecesaria. Podría ser considerada, aunque vacilo en calificarlo así, de acto de renuncia de responsabilidad, y de deslealtad. Lo imperativo es la victoria, y en eso estás fracasando con claridad. Tal vez por eso te ofreces a volver en este preciso momento. Tus instrucciones, dictadas por Tutankhamón, Señor de las Dos Tierras, es permanecer en tu puesto de batalla, luchar y vencer. No fracases.
El único sonido que se escuchaba en la cámara era el rasgueo de la pluma de caña del escriba sobre la superficie del rollo de papiro, mientras copiaba la réplica de Ay. La pasó al regente para que estampara su sello. Ay la examinó, la enrolló y ató, y después añadió el sello al cordel, antes de entregarla al soldado, quien inclinó la cabeza cuando la aceptó, cambiándola por la que había leído antes.
Y entonces, Ay se inclinó hacia delante y habló al oído del soldado. Nadie pudo oír lo que dijo, pero el efecto quedó patente en el rostro del hombre. Dio la impresión de que había oído el anuncio de su propia muerte. A estas alturas, yo ya había acumulado una gran compasión por él. Saludó y abandonó la cámara. Me pregunté si viviría para entregar la respuesta.
Pero las palabras de Ay, por firmes que fueran, no podían reparar lo que se había roto. El mensaje del general había obrado el efecto de destruir la ilusión de la certidumbre política. Y el rumor de discusiones nerviosas y consternadas que se iniciaron tan pronto el soldado abandonó la cámara era el sonido de sus bloques de construcción al derrumbarse y convertirse en escombros. Vi que Anjesenamón tocaba con discreción la mano de su marido, y este se puso inesperadamente de pie. Por un instante, pareció inseguro de por qué lo había hecho, pero después controló el momento y dio una orden a los trompeteros, cuya fanfarria silenció la sala de nuevo, y habló.
—Hemos oído todos lo que el gran general nos ha confiado. Está equivocado. El Gran Estado es seguro y fuerte. Un reino tan preeminente, sublime y eterno como las Dos Tierras suscita la envidia y la enemistad. Pero cualquier ataque se repelerá con celeridad y sin vacilaciones. Las disensiones no serán toleradas. En cuanto a la «conspiración» a la que alude el general, no es otra cosa que una distracción. Los responsables están siendo investigados, y serán eliminados. Hemos depositado nuestra confianza en este hombre.
De repente, todos los hombres se volvieron a mirarme, el forastero instalado en su círculo.
—Este es Rahotep. Es el detective jefe de los medjay de la ciudad. Tiene órdenes de investigar las acusaciones del general en lo tocante a nuestra seguridad personal. Ha recibido órdenes. Cuenta con los poderes de que le hemos dotado para proseguir su investigación, con independencia de adonde le conduzca.
Se hizo un silencio absoluto en la cámara. Después, sonrió y continuó:
—Hay muchos asuntos de estado que tratar. El trabajo del día no ha hecho más que empezar. Espero veros a todos en la dedicatoria de la Sala Hipóstila.
Por segunda vez aquel día, pillaron desprevenido a Ay. Anjesenamón le dirigió una breve mirada. Daba la impresión de que aquellos momentos le habían conferido cierto valor, y sus ojos lo revelaban. Una chispa de determinación se había encendido, dormida durante demasiado tiempo. Mientras salía de la cámara, me miró con una levísima sonrisa en los labios. Después, desapareció, recogida por el desfile de guardias y devuelta al palacio de las sombras.
Nebamun no tardó en abalanzarse sobre mí. Estaba sudando. Tenía las ropas húmedas, y las venillas de sus ojos legañosos destellaban de una forma casi imperceptible. Estaba a punto de quedarse sin aliento cuando agitó un dedo gordezuelo ante mi cara.
—Sea lo que sea lo que estás tramando, Rahotep, recuerda una cosa: mantenme informado. Quiero saber todo lo que está sucediendo. Da igual lo que te concedan los poderes del rey, hazlo, o de lo contrario, créeme, cuando todo esto haya terminado, y tu pequeña misión haya concluido, suponiendo que llegues a alguna parte, cosa que dudo, tendrás que venir a verme. Verás lo que te espera en los medjay de la ciudad.
Sonreí e incliné la cabeza.
—Toda gloria es breve, y el camino es largo hasta el fondo de la pila. Voy a estar muy ocupado. Te redactaré un informe.
Después, di media vuelta y me alejé a toda prisa, a sabiendas de que con aquellas palabras estaba arriesgando mi futuro a cambio de satisfacer mi desprecio, pero le odiaba demasiado para preocuparme por eso.
Cuando salí por la puerta del templo, Jety apareció de repente de entre la muchedumbre congregada tras los cordones de seguridad.
—Ven enseguida —dijo sin aliento.
—¿Otra víctima?
Asintió.
—Pero esta vez algo interrumpió el trabajo del asesino. Deprisa.
Vacilé. Debía asistir a los interrogatorios de todos aquellos que gozaban de acceso a los aposentos reales en compañía de Simut. Pero sabía que no tenía elección.
Corrimos entre el gentío hasta la casa, que se hallaba en un barrio de la ciudad alejado. Todo y todos se movían con excesiva lentitud. La gente se daba la vuelta o se detenía delante de nosotros, mulas cargadas con adobe, basura o verduras bloqueaban pasajes estrechos. Todos los viejos de la ciudad parecían cruzarse por todas partes, así que esquivamos y corrimos, gritamos para abrirnos paso, empujamos y arrojamos a un lado a lerdos, obreros, funcionarios y niños, dejando tras nosotros una estela de irritación y alboroto.
El joven estaba tendido en su diván. Era más o menos de la edad del primer muchacho, y con una deficiencia similar. Los huesos de su cuerpo también estaban rotos. Su piel estaba horriblemente amoratada a causa del ataque. Pero esta vez, el asesino había encajado sobre la cabeza el cuero cabelludo, el pelo largo, negro y apagado, así como la cara ahora deformada, como una máscara de piel que se hubiera fundido debido a un calor espantoso, que debían pertenecer a la muchacha. Los bordes de la piel de su cara habían sido cosidos alrededor de la cara del muchacho con una precisión ejemplar, pero no había tenido tiempo de concluir su horripilante trabajo. Los labios de la muchacha muerta, resecos y curvados, se abrían alrededor del agujero pequeño y oscuro que antes había sido su boca. Apliqué el oído encima. Y entonces, la oí: una levísima respiración, débil como una pluma que rozara mi cara.