Khay suspiró.
—Ninguna posibilidad es optimista. En cualquier caso, ahora que el rey ha muerto, puedes estar seguro de que Horemheb no tardará en llegar. Ha de encargarse de asuntos importantes. El futuro se abre ante él. Lo único que necesita es conquistar a Ay y a la reina, y las Dos Tierras serán suyas. Temo ese día con todo mi corazón.
Era tarde. Habíamos llegado a las puertas dobles del apartamento de la reina. Habían apostado guardias delante durante toda la noche. Pedí a Khay que me dejara allí, porque quería hablar con la reina a solas. Asintió, y después vaciló. Se volvió como para preguntarme algo en tono confidencial.
—No te preocupes —dije—. Tu secreto está a salvo conmigo.
Pareció aliviado, pero por lo visto deseaba decirme algo más.
—¿Qué?
Vaciló.
—Este lugar ya no es seguro para ti.
—Eres la segunda persona que me lo dice esta noche —contesté.
—Ve con mucho cuidado. Esto es una charca llena de cocodrilos. Mira dónde pisas.
Me dio una palmada en el brazo, y después se alejó con parsimonia por el largo y silencioso pasillo, de regreso a su pequeña ánfora de buen vino, que iba menguando deprisa. Sabía que se me estaba acabando el tiempo, pero tenía una pista. Con suerte, Najt habría salvado al chico, y ahora estaría lo bastante recuperado para hablar. En tal caso, quizá podría ordenar todas las piezas. Identificar al Galeno. Impedir que cometiera más mutilaciones y asesinatos. Y después, podría formularle la pregunta grabada a fuego en mi cabeza: ¿por qué?
Llamé con los nudillos a la puerta. La doncella de la Mano Derecha la abrió unos centímetros, nerviosa. La empujé sin hacer caso de sus protestas y entré sin vacilar en la cámara que ya conocía de la primera vez. En otra vida, pensé, antes de que entrara en este laberinto de sombras. Nada había cambiado. Las puertas que daban al jardín del patio estaban todavía abiertas, los cuencos sujetos con clavos se hallaban encendidos y los muebles continuaban inmaculados. Recordé haber pensado que aquel era el decorado de su escenario. Salió alarmada del dormitorio. Se tranquilizó al ver que era yo.
—¿Por qué has venido? Es muy tarde. ¿Ha pasado algo?
—Salgamos fuera.
Asintió vacilante, se puso un chal ligero sobre los hombros y salimos al jardín. La doncella se apresuró a encender dos lámparas, y después se marchó corriendo a un gesto de su ama. Caminamos en silencio hasta el estanque, cargados con las lámparas, y nos sentamos en el mismo banco, a oscuras, con solo las lámparas para repeler la oscuridad.
—¿Por qué no me hablaste de Mutnodjmet?
Intentó por un momento aparentar inocencia, pero después suspiró.
—Sabía que, si eras bueno, acabarías descubriéndolo.
—Eso no contesta a mi pregunta.
—¿Por qué no te lo dije? ¿No es evidente? Es nuestro terrible secreto familiar. Pero ¿por qué me lo preguntas? Es imposible que esté relacionada con lo ocurrido.
—Creías ser la más capacitada para juzgar eso.
Aparentó sentirse ofendida.
—¿Por qué dices eso?
—Porque es la persona que dejó la talla, la caja y la figurilla.
Lanzó una breve carcajada.
—Eso es imposible…
—Es adicta al opio. Cosa que ya sabes. Tiene un médico. Le llama el Galeno. Ha aprovechado su necesidad para lograr sus propósitos. A cambio de llevar a cabo las pequeñas tareas de diseminar sus regalos por todos los aposentos reales, le suministra droga. Alimenta su necesidad, y ella hace lo que él le pide. Pero resulta que el mismo hombre también ha estado matando y mutilando a jóvenes en la ciudad, utilizando la misma droga para someterlos.
La reina se esforzó por asimilar cuanto antes toda la información.
—Bien, ya has solucionado el misterio. Ya solo falta que lo detengas. Y entonces, habrás cumplido tu misión y podrás volver a tu vida.
—Ella no sabe su nombre. Estoy seguro de que Ay o Horemheb sí. Pero no he venido por eso.
—¿No? —preguntó ella con aprensión.
—Tú has ido a ver a Mutnodjmet, y la has sacado de sus aposentos.
—Por supuesto que no.
—Sé que lo has hecho.
Se levantó, ofendida, pero no volvió a negarlo. Después, se sentó, en tono más conciliador.
—Me dio pena. Es un ser desesperado, aunque antes no era tan lamentable. Además, sigue siendo mi tía. Ella y yo somos lo único que queda de nuestra gran dinastía. Es mi única relación con mi historia. No es una idea tranquilizadora, ¿verdad?
—Debías de conocer su adicción…
—Sí, supongo que sí, pero ella siempre fue rara, desde que yo era niña. De modo que evité pensar en ello, y nadie más volvió a hablar del tema. Suponía que su médico era Pentu.
—Y después, cuando supiste lo de su adicción, pensaste que no estabas en situación de poder ayudarla.
—No me atreví a interponerme entre su marido y Ay. Había mucho en juego.
Parecía avergonzada.
—No podía correr el riesgo de provocar un escándalo público. Puede que fuera cobardía. Sí, ahora creo que fue cobardía.
—¿Crees que Mutnodjmet reveló en alguna ocasión que ibas a verla y la sacabas de paseo de vez en cuando?
—Ella sabía que, si hacía eso, yo ya no podría volver.
—Por lo tanto, era un secreto, y tú confiabas en que ella lo guardara.
—No había muchas esperanzas de eso.
Parecía incómoda.
—Permíteme que sea franco. Tal vez tú has visto al Galeno. Tal vez él no sabía nada de tus visitas. Tal vez te topaste con él por casualidad, alguna vez.
—Nunca le he visto —dijo, con mirada sincera.
Desvié la vista, decepcionado una vez más. El hombre era como una sombra, siempre atisbando por el rabillo del ojo, siempre escurridizo, deslizándose en la oscuridad.
—Pero aún tienes miedo de algo —continué.
—Tengo miedo de muchas cosas, y tú ya sabes que no disimulo bien mis temores. Tengo miedo de estar sola, de dormir. Ahora, las noches me parecen más largas y oscuras que nunca. Ninguna vela se me antoja lo bastante potente, en este deprimente palacio, para mantener a raya las sombras.
De pronto, pareció perdida por completo.
—Quiero que me lleves a otro sitio —dijo—. No puedo quedarme aquí. Estoy demasiado asustada.
—¿Adonde debería llevarte?
—Podrías llevarme a tu casa.
La idea me dejó atónito.
—Eso es imposible.
—¿Por qué? Podríamos irnos juntos. Ahora mismo.
—¿A esta hora? Cuando el rey aún no ha sido enterrado y todo es inseguro, ¿quieres desaparecer?
—Regresaré para las ceremonias fúnebres. Llévame disfrazada. Es de noche. Nadie se enterará.
—Solo piensas en ti. Lo he arriesgado todo por ti desde el momento en que me hiciste llamar. ¿Crees que voy a poner en peligro a mi propia familia? La respuesta es no. Has de quedarte aquí, en el palacio, y supervisar el entierro del rey. Has de afianzarte en el poder. Y yo estaré a tu lado en todo momento.
Se volvió hacia mí, con el rostro encendido de rabia.
—Pensaba que poseías nobleza. Pensaba que poseías honor.
—Lo que más me preocupa de todo es la seguridad de mi familia. Tal vez a ti te resulte una idea extraña —repliqué a la ligera, y me alejé, demasiado furioso para seguir sentado.
—Lo siento —dijo ella al fin, y bajó la vista.
—No me extraña.
—No puedes hablarme como lo has hecho —dijo.
—Yo soy el único que te dice la verdad.
—Consigues que sienta aversión hacia mí misma.
—No es esa mi intención —repliqué.
—Lo sé.
—Te prometo que no permitiré que te pase nada.
Escudriñó mi cara, como buscando confirmación.
—Tienes razón. No puedo huir de todo lo que temo. Es mejor luchar que huir…
Recorrimos el sendero a oscuras hasta la cámara iluminada.
—¿Qué pretendes hacer ahora? Ay está ansioso por proceder cuanto antes al embalsamamiento, el entierro y su coronación —dije.
—Sí, pero ni siquiera Ay es el amo del tiempo. El cuerpo ha de estar preparado para el ritual, la tumba ha de estar lista, los rituales han de ser observados con meticulosidad, y todo esto ocupa los días exigidos y necesarios…
—Aun así, Ay es muy capaz de encontrar formas de abreviarlo todo.
—Quizá, pero ¿cómo puede pretender tener al rey secuestrado durante tanto tiempo? Los rumores se filtran del silencio como agua de un buque con una brecha…
Calló de repente, y en sus ojos alumbró una idea perentoria.
—Si quiero sobrevivir, me quedan pocas alternativas. O me alío con Ay, o con Horemheb. Es una elección brutal, y ninguna de ambas opciones me provoca otra cosa que repulsión. Pero sé que si intento afirmar mi autoridad independiente como reina, y como última hija de mi familia, no lograré el apoyo necesario entre las burocracias y, pese al apoyo de Simut, del ejército. Imposible, teniendo en cuenta la agresividad y ambición de ese par.
—Pero existe una tercera vía. Enfrentar a Ay y Horemheb —sugerí.
Se volvió hacia mí con el rostro resplandeciente de entusiasmo.
—¡Exacto! Ambos me prefieren muerta, pero saben que viva soy valiosa para cualquiera de ellos. Y si consigo que cada uno piense que el otro me desea, como suele pasar con los hombres, quizá luchen hasta el fin por poseerme.
De pronto, cuando habló con tal convicción y pasión, el rostro de su madre se transparentó en el de ella.
—¿Por qué me miras así? —preguntó.
—Te pareces a alguien que yo conocía —contesté.
Comprendió al punto quién era dicha persona.
—Lo siento por ti, Rahotep. Debes de echar de menos a tu familia y a tu vida. Sé que solo estás aquí porque yo te pedí ayuda. Es culpa mía. Pero a partir de ahora te protegeré con todo mi poder —dijo.
—Y yo haré cuanto pueda por ti. Tal vez podamos protegernos el uno al otro.
Nos dedicamos una mutua reverencia.
—Pero ahora debo pedirte que hagas algo por mí —dije.
Me proporcionó enseguida cuanto necesitaba: papiro, una pluma de caña, una paleta que contenía dos pastillas de tinta, lacre y un pequeño tarro con agua. Escribí a toda prisa, y los caracteres brotaron de la tinta con una fluidez perentoria de amor y pérdida.
A mi querida esposa e hijos:
Esta carta ha de sustituirme. Mi tarea me tiene retenido más de lo que yo deseaba. Sabed que he regresado sano y salvo de mi viaje. Pero todavía no es posible que vuelva con vosotros. Tampoco puedo deciros cuándo volveré a cruzar nuestra puerta. Ojalá fuera todo lo contrario. Que los dioses os ayuden a perdonar mi ausencia. Adjunto una carta sellada para Jety. Entregádsela lo antes posible. Mi amor por vosotros resplandecerá.
Rahotep
Después, escribí a Jety, le conté con exactitud lo que me había sucedido, y lo que quería que hiciera. Enrollé ambas cartas, una dentro de otra, las sellé y las di a Anjesenamón.
—Entrega estas cartas a Simut, para que a su vez las haga llegar a mi esposa.
Ella asintió y las escondió en su escritorio.
—¿Confías en él?
Asentí.
—Podrá entregar estas cartas sin ser descubierto. No es posible que tú lo hagas —dije.
Cuando pensaba en mi familia, sentía que las piezas de mi corazón rechinaban unas contra otras como astillas de cristal en mi pecho. Entonces, de repente, ambos oímos algo al otro lado de las puertas dobles, que se abrieron de repente.
Ay entró en la cámara, seguido de Simut, quien cerró la puerta a su espalda.
Ay me miró con sus ojos glaciales. Percibí una vez más el olor de las pastillas de clavo y canela que chupaba sin cesar en un esfuerzo por aliviar el dolor de su mandíbula putrefacta. Que él apareciera a aquella hora de la noche solo podía significar malas noticias. Se sentó en un diván, se arregló los ropajes meticulosamente e indicó con un gesto a Anjesenamón que se sentara frente a él.
—La nave capitana de Horemheb ha sido avistada al norte de la ciudad —anunció en voz baja—. El general no tardará en llegar. Cuando lo haga, estoy seguro de que solicitará audiencia a la reina. Sospecho que conoce la noticia de la muerte del rey, aunque no se haya hecho, ni se hará, anuncio oficial. Cómo lo sabe es algo que debemos investigar. Pero existen prioridades. En primer lugar, hemos de acordar una estrategia con el fin de controlar esta desafortunada eventualidad.
Antes de que Anjesenamón pudiera contestar, continuó:
—Está claro que habrá considerado, como he hecho yo, las ventajas e inconvenientes de una alianza contigo. Al igual que yo, reconocerá el valor de tu linaje y la posible contribución de tu imagen a la estabilidad de las Dos Tierras. Estoy seguro de que hará una oferta de matrimonio. La presentará con condiciones favorables, por ejemplo: engendrará hijos, te nombrará reina, y aportará la seguridad del ejército de las Dos Tierras en apoyo de vuestros mutuos intereses.
—Son condiciones interesantes y, en teoría, favorables —replicó ella.
Él la fulminó con la mirada y continuó.
—Sigues siendo una estúpida. Se deshará de Mutnodjmet y se casará contigo para afirmar su legitimidad en la dinastía. Engendrará hijos por el mismo motivo. En cuanto se los hayas proporcionado, te rechazará o algo peor. Mira lo que ha hecho con su propia esposa. Si aceptas su oferta, al final te destruirá.
—¿Crees que no lo sé? —replicó ella—. Horemheb desprecia a mi dinastía y todo cuanto ha defendido. Su ambición es crear la suya propia. La cuestión es si mi supervivencia y la de mi dinastía, por mediación de mis futuros hijos, está más asegurada con él que lo contrario. ¿Qué otras alternativas me quedan?
—Sería ingenuo hasta el punto de la imbecilidad pensar que algo de ti está seguro con él.
Ella se levantó y paseó de un lado a otro de la cámara.
—Pero mi vida y el futuro de mi dinastía tampoco están seguros contigo —contestó.
El hombre le ofreció su sonrisa de cocodrilo.
—Nada en esta vida es seguro. Todo es cuestión de estrategia y supervivencia. Deberías meditar sobre las ventajas de aliarte conmigo.
Ella lo miró imperiosa.
—No soy idiota. He meditado sobre las ventajas que te reportaría aliarte conmigo. Nuestro matrimonio te garantizaría la legitimidad definitiva de mi dinastía. Yo sería el bajel de tus ambiciones, ahora que el rey ha muerto. Podrías afirmar tu autoridad todavía más, como rey de nombre y de hecho —dijo, mientras paseaba a su alrededor.