Él nunca volvió a decirlo, pero Leah había de recordarlo siempre. No era bastante para compensar la soledad que nunca la abandonaba, la aflicción, la vaciedad de sus días, la conciencia de que no podía competir con Dios; pero era algo.
A medida que pasaban los años y la shul se tornaba más destartalada y decrépita, los ancianos de la congregación comenzaron a mirarle con una lealtad que le sorprendió porque contenía amor. Nunca pensó en buscar un público más próspero. La pitanza que le entregaban como sueldo anual le era suficiente. Dos veces hizo montar en cólera a Leah por rehusar pequeños aumentos; decía al presidente de la shul que todo lo que un judío necesitaba era alimento y una túnica con flecos. Finalmente, Leah fue a la congregación y aceptó por él el aumento.
Únicamente se sentía solitario cuando pensaba en los
Jasidim
. Una vez, oyó hablar de varias familias de Vorka que vivían en Williamsburg. Hizo el largo viaje en metro y las encontró. Afortunadamente, le recordaban, no como un rostro o una persona, sino como una leyenda, el ilui, el prodigio que había sido el favorito del rabino Label, que en paz descanse. Tomó asiento con ellos. Las mujeres sirvieron nahit, y algunos de los hombres llevaban todavía barba, pero no eran
Jasidim
. Carecían de dirigente, un gran rabino en torno a cuya mesa pudieron reunirse para escuchar la sabiduría y tomar selectos bocados de alimento sagrado. No danzaban hombre con hombre, ni sentían alegría, sino que, simplemente, permanecían sentados y suspiraban, hablando de cómo había sido en der alte hame, en el viejo hogar que habían abandonado hacía años. No volvió nunca a visitarles.
A veces, discutía vivamente acerca de la Ley con los ancianos de la congregación, pero sostenía sus mejores debates cuando se hallaba solo en la sombría y pequeña shul, con una botella de whisky sobre la mesa junto a sus libros abiertos. Al tercer o cuarto trago sentía iluminársele el espíritu, y su mente se remontaba feliz y liberada. Enseguida, empezaba a oír la voz. Su oponente era siempre el rabino Label. Max no veía nunca al gran hombre, pero su sabia y serena voz estaba allí, en su mente ya que no en la habitación; y los dos luchaban con sus inteligencias a la manera de antes, esgrimiendo la voz sus quites y contraataques a cada estocada filosófica de Max, repleta de fuentes bíblicas y precedentes legales. Cuando se sentía excitado y exhausto por la discusión, la voz se desvanecía, y él bebía hasta que la habitación empezaba a moverse y girar. Luego, se recostaba en su silla, cerraba los ojos y se convertía de nuevo en niño, sintiendo que unas manos se posaban sobre sus hombros mientras él se movía por la habitación a los tonantes sones de un canto bíblico. A veces, la música que sonaba en su mente le hacía dormir.
Una tarde, al abrir los ojos después de uno de estos sueños, pensó, con un impulso de alegría, que por primera vez podía ver la presencia del rabino Label en la habitación. Luego, se dio cuenta de que era un joven alto quien estaba de pie ante él, alguien que había visto con anterioridad.
—¿Qué quieres? —preguntó.
Había algo en los ojos del muchacho. Los ojos del muchacho podían pasar por los ojos del rabino de Vorka. Permanecía en pie delante de la mesa de Max, mostrando en sus manos un pastel contenido en una caja, como si fuese un boleto de admisión.
—Hábleme de Dios —dijo Michael.
En las vacías horas de la madrugada, Michael había empezado a tener dudas acerca de la existencia de Dios, ociosamente al principio y, luego, con obsesiva desesperación. Agitándose y revolviéndose hasta arrugar por completo las sábanas, yacía tendido, parpadeando en la oscuridad. Había rezado desde su niñez. Ahora se preguntaba a dónde iban dirigidas sus oraciones. ¿Y si sólo rezaba a la susurrante quietud de su dormitorio, proyectaba sus ambiciones y sus temores sobre millones de kilómetros de nada, o daba gracias a un poder no mayor que los gatos, que producían suaves y apagados sonidos al arañar con sus zarpas los postes de la calle que había bajo su ventana?
Después de que sus preguntas se hubieron hecho demasiado persistentes y su agitado insomnio le hubo conducido a Max Gross, luchó amargamente con el rabino, odiando su serena certidumbre. Los dos se hallaban sentados a la baqueteada mesa y se contemplaban mutuamente sobre las humeantes tazas de té, atentos al inminente combate.
—¿Qué es lo que quieres saber?
—¿Cómo puede estar seguro de que el hombre no imaginó a Dios porque tenía miedo de la oscuridad y el frío, porque necesitaba la protección de algo, aunque fuese su propia y estúpida imaginación?
—¿Qué te hace pensar que fue eso lo que sucedió? —preguntó Max en tono sosegado.
—No sé lo que sucedió. Pero sé que ha habido vida sobre la Tierra durante más de mil millones de años. Y siempre, si se contemplan las culturas, encontramos algo a lo que rezar, una estatua de madera manchada de barro, o el sol, o un hongo, o un gran falo de piedra.
—¿Falo?
—Un potz.
—Ah. —Para un hombre que discutía con la voz de Label de Vorka, aquello era poco más que un ejercicio—. ¿Quién hizo a la gente que adoraba ídolos obscenos? ¿Quién creó la vida?
Un estudiante avanzado de Columbia podía contestar fácilmente a aquello.
—Un ruso llamado Oparin dice que la vida pudo haber empezado con la generación accidental de compuestos de carbono. —Miró a Gross, esperando ver la turbación del profano al ser llevado a una discusión científica, pero lo único que vio fue interés—. En el principio, la atmósfera de la Tierra carecía de oxígeno, pero tenía abundancia de metano, amoníaco y vapor de agua. Oparin cree que los relámpagos, al enviar electricidad a través de estas cosas, crearon aminoácidos sintéticos, de los cuales está hecha la vida. Luego, las moléculas orgánicas se desarrollaron durante millones de años en las charcas, y la selección natural dio como resultado complicadas criaturas, unas que se arrastraban por la tierra, otras que tenían pies palmeados, otras que inventaron a Dios. —Miró retadoramente al rabino Gross—. ¿Comprende lo que estoy diciendo?
—Comprendo lo suficiente —repuso Max Gross, pellizcándose la barba—. Supongamos que es así. Entonces, déjame preguntarte: ¿Quién suministró el…, cómo lo llamas…, el metano, sí, y el amoníaco y el agua? ¿Y quién envió los relámpagos? Y el mundo en que pudo suceder todo esto tan maravilloso, ¿De dónde procedía?
Michael guardó silencio.
—¿De verdad no crees en Dios? —preguntó sonriente y con suavidad Gross.
—Creo que me he vuelto agnóstico.
—¿Qué es eso?
—Alguien que no está seguro de si Dios existe o no.
—No, no, no. Entonces, llámate ateo. Porque, ¿Cómo puede nadie estar seguro de que Dios existe? Por tu definición, todos somos agnósticos. ¿Crees que yo tengo un conocimiento científico de Dios? ¿Puedo retroceder en el tiempo y estar allí cuando Dios habla a Israel o entrega los Mandamientos? Si pudiera hacerse esto, sólo habría una religión en el mundo; todos sabríamos qué grupo está en lo cierto.
—Pero los hombres suelen tomar partido por una u otra cosa.
El hombre tiene que tomar una decisión. Acerca de Dios, tú no sabes, y yo no sé. Pero he tomado mi decisión a favor de Dios. Tú has tomado una decisión contra Él.
—No he tomado ninguna decisión —replicó Michael un poco hoscamente—. Por eso estoy aquí. Estoy lleno de preguntas. Quiero estudiar con usted.
El rabino Gross acarició los libros apilados sobre la mesa.
—Muchas grandes cosas están contenidas aquí —dijo—. Pero no se contiene la respuesta a tu pregunta. Los libros no pueden ayudarte a decidir. Primero, toma una decisión. Luego, estudiaremos.
—¿No importa lo que decida? Supongamos que decido que Dios es una fábula, un bubbémeysir.
—No importa.
Fuera, en el oscuro pasillo, Michael volvió la vista hacia la cerrada puerta de la shul. «Vete al diablo», pensó. Luego, pese a todo, se sonrió de sus propias palabras.
Ruthie, la hermana de Michael, se convirtió en alguien con quien ya no podía intercambiar pullas verbales. De noche, el sonido de sus sollozos ahogados por la almohada llegó a ser casi un ruido habitual, como el zumbido del motor del frigorífico. Sus padres trataron sin resultado de tentarla con fines de semana en las pistas de esquí, con psiquiatría y con los atractivos hijos y sobrinos de amigos suyos. Finalmente, Abe remitió un giro postal y una larga carta a Tikveh leé Mashar, Palestina, y seis semanas después Saul Moreh entraba en el departamento de guiones publicitarios de la Columbia Broadcasting System, haciendo que Ruthie se levantara de un salto, exhalara un grito y se desmayara con gran sinceridad. Para decepción de la familia, Saul resultó ser un extranjero; era más pequeño de lo que habían imaginado por sus fotografías, muy británico, con su pipa, sus trajes de tweed, su acento y sus títulos de la Universidad de Londres. Pero le tomaron afecto en seguida y se acostumbraron a él, y Ruthie vio esfumarse su abatimiento y revivió de nuevo. El segundo día de la estancia de Saul en Nueva York, él y Ruth dijeron a su familia que iban a casarse. No se consideró en ningún momento la posibilidad de que se quedaran en Estados Unidos. Los judíos alemanes que podían huir se dirigían a Palestina. No era ocasión adecuada para que un sionista desertara de Eres Yisrael, dijo Saul; regresarían al kibut del desierto al cabo de tres semanas.
—Ésta es la historia del éxito americano —dijo Abe—. Trabajo durante toda mi vida, ahorro dinero y al cabo de los años doy mi hija a un campesino.
Les propuso a elegir entre una boda lujosa o una pequeña juppá familiar, más tres mil dólares con los que comenzar su vida matrimonial en Palestina. Saul experimentó un visible placer al rechazar el dinero.
—Todo lo que necesitamos nos será dado por el
Kibutz
. Todo lo que tengamos será propiedad del
Kibutz
. Así que guárdese sus dólares.
Él habría preferido una juppá antes que una ceremonia formal, pero Ruthie se impuso, haciéndole aceptar una boda en el Waldorf, pequeña pero muy elegante, como última concesión al lujo. Costó $2.400 dólares. Saul accedió a tomar los otros 600 dólares a nombre del
Kibutz
. Fue la base de un fondo bastante mayor, formado con los regalos de boda, que o fueron hechos en dinero o fueron cambiados, ya que no hay muchos regalos adecuados para una pareja que va a comenzar su vida en común en una aldea socializada del desierto. Michael dio a Ruth un tibor antiguo y añadió veinte dólares para el fondo del
Kibutz
. En la boda bebió demasiado champaña y bailó muchas piezas con su pierna derecha entre los muslos de Mimi Steinmetz, haciendo que se encendieran sus mejillas y brillara una chispita de luz en sus ojos de gata.
La ceremonia fue oficiada por el rabino Joshua Greenberg, de la sinagoga Hijos de Jacob. Era un hombre delgado y bien vestido, con una perilla cuidadosamente recortada, un suave estilo declamatorio y la costumbre de recalcar las erres en los momentos de gran emoción, como cuando preguntó a Ruthie si amaría, honraría y obedecería. En medio de la ceremonia, Michael se encontró comparando al rabino Greenberg con el rabino Max Gross. Ambos eran ortodoxos, pero ahí cesaba la semejanza con una brusquedad casi cómica. El rabino Greenberg disfrutaba de un sueldo de trece mil dólares al año. Sus servicios eran atendidos por hombres de la clase media que gruñían cuando llegaba el momento de hacer donaciones a la shul, pero, no obstante, las hacían. Llevaba un sedán Plymouth de cuatro puertas, que cambiaba por un coche nuevo cada dos años. Él, su mujer y su rolliza hija pasaban tres semanas todos los veranos en un balneario de los Catskills, donde pagaba parcialmente sus gastos dirigiendo los servicios cada
Shabbat
. Cuando celebraban una fiesta en su apartamento de Queens, los manteles eran de un blanco purísimo, y los cubiertos, de plata de ley.
«Hay que reconocerlo —se dijo Michael, contemplando cómo el rabino daba la copa nupcial de vino primero a Ruthie y luego a Saul—, comparado con el rabino Greenberg, el rabino Gross es un pordiosero».
Luego, la copa, envuelta en una servilleta para recoger los fragmentos, fue hecha pedazos por el poderoso talón de Saul. Su hermana beso al extranjero y la gente avanzó hacia delante. Mazal tob!
No contento con asesinar al pueblo de Michael, Hitler consiguió arruinar su vida sexual. La industria sombrerera empezó a fabricar gorras militares para el Ejército y la Marina, y el sindicato expulsó a los comunistas y se negó a formar piquetes en las industrias de defensa, por lo que Farley dejó de viajar a Danbury, y Edna no volvió a invitarle a su apartamento. Finalmente, a petición suya, les acompañó en la fría mañana de un viernes al Ayuntamiento para ser testigo de su boda. Les regaló una bandeja de plata con una pequeña tarjeta en la que había escrito: «El conocerte ha significado una de las experiencias más importantes de mi vida». Farley levantó sus espesas cejas y dijo que Michael debería acudir a la comida. Edna enrojeció, frunció el ceño y apretó la bandeja contra sus senos.
Después de aquello, Michael vio muy poco al matrimonio Farley, incluso en el sindicato de estudiantes. Finalmente, el episodio sucedido en la cama de Edna vino a ser como un incidente que hubiera leído en un libro; y él volvió a ser de nuevo virgen, inquieto y lleno de deseo.
Uno de sus amigos, un individuo llamado Maury Silverstein estaba tratando de obtener un puesto en el equipo de boxeo del Queens College. Una noche, Michael fue con él al gimnasio y se prestó a boxear con él. Maury tenía la misma complexión que Tony Galento, pero su izquierda se movía como la lengua de una serpiente, y su derecha parecía un columpio.
La idea de Michael de calzarse los guantes contra él respondía al propósito de darle un poco de práctica contra un boxeador más alto y con mucha más envergadura en sus brazos. Al principio, Silverstein trató cuidadosamente a Michael, y durante unos minutos fue una experiencia agradable. Luego, Maury se entusiasmó; el ritmo de los martilleantes guantes desbordó toda contención. Michael sintió su cuerpo golpeado desde todas las direcciones. Algo le explotó en la boca. Levantó los guantes, y otra explosión en su diafragma le lanzó fulminante sobre la lona.
Se quedó allí e hizo un esfuerzo por recobrar el aliento. Por encima de él, Silverstein se balanceaba sobre las puntas de los pies, con los ojos velados y las enguantadas manos todavía levantadas. Luego, lentamente, el velo se descorrió y sus manos se bajaron.