Permaneció sentado, sorbiendo el té, sin manifestar ninguna curiosidad hacia Michael ni hacerle preguntas. Terminado el té, se estrecharon la mano, y Michael se puso el abrigo. En la puerta, se volvió y miró hacia atrás. El rabino Gross parecía no darse cuenta de que no estaba solo. De espaldas a su visitante, oscilaba de un lado a otro, terminando la
Shemá
vespertina que había sido interrumpida en la calle: «¡Escucha, oh, Israel: el Señor nuestro Dios, el Señor es Uno!» Retumbó el metro. Se estremeció el edificio. Se bamboleó la bombilla. Danzaron las sombras. Michael salió.
Una noche, poco antes de los exámenes, se hallaba sentado en el sindicato estudiantil tomando café con otros dos estudiantes uno de los cuales era una apetecible mujer. Los tres estaban encontrando ciertas dificultades con la filosofía americana.
—¿Qué me dices de Orestes Brownson y de la decepción que sufrió con la Ilustración? —preguntó Edna Roth.
Tenía una lengua roja que aleteaba mientras se lamía las yemas de los dedos, pegajosos por el pastel.
—¡Dios mío! Lo único que recuerdo de él es que se convirtió al catolicismo —respondió con un gemido.
—He estado pensando en tu padre —dijo de pronto Chuck Farley—. Los pequeños capitalistas como tu padre son los mayores enemigos del obrero.
—La mayoría de las semanas, mi padre se ve apurado para poder pagar los salarios —dijo secamente Michael. Farley no había conocido nunca a Abe Kind. Un par de veces le había preguntado cosas acerca de la empresa de su padre, y Michael había respondido a sus preguntas—. El sindicato le está provocando una úlcera. ¿Qué tiene eso que ver con la filosofía americana?
Farley enarcó las cejas.
—Todo —respondió—. ¿No te das cuenta?
Farley era muy feo con una nariz roja, prominente y llena de pecas, y cejas y pestañas también rojas. Llevaba lentes octogonales sin montura y vestía de forma atildada. Siempre que pronunciaba un discurso en clase, se sacaba del pantalón un enorme reloj de oro y lo ponía sobre la mesa delante de él. Michael solía tomar café con él muy a menudo en el local del sindicato de estudiantes, porque Edna Roth solía sentarse a su lado.
Edna era una mujer morena, tenía un lunar en su pómulo izquierdo y un ligero abultamiento en el labio inferior que Michael deseaba coger entre sus dientes. Un poco entrada en carnes, ligeramente desaliñada, ni bonita ni fea, llevaba cómodamente su femineidad en sus oscuros ojos y exhalaba un calor bovino y un débil y desconcertante olor a leche.
—A partir de ahora se acabaron las borracheras —dijo, aunque Michael nunca había bebido con ellos—. Nada de siestecitas, ni juego, ni extravagancias a lo Cecil B. de Mille. Necesitamos estudiar mucho para ese examen. —Parpadeó ansiosamente en dirección a Farley. Era miope, y eso le daba a su cara un aire soñoliento—. ¿Tendrás tiempo suficiente para estudiar, cariño?
Él asintió con la cabeza.
—En el tren.
Se dirigía a Danbury, Connecticut, donde estaba ayudando a formar piquetes de huelgas en la industria sombrerera. Edna se mostraba muy comprensiva hacia estas actividades. Era viuda. Su difunto marido, Seymour, había sido también miembro del partido. Sabía todo lo que había que saber acerca de piquetes de huelga.
Farley rozó con sus delgados labios la carnosa boca de Edna y se marchó. Michael y Edna terminaron su café y se retiraron a un cubículo del tercer piso de la Biblioteca Butler, donde, hasta la hora de cerrar, forcejearon con Brownson y Theodore Parker, los trascendentalistas, los filósofos cósmicos, los empiristas radicales, el calvinismo, Borden Parker Browne, Thoreau, Melville, Brook Farn, William Torrey Harris…
Cuando salieron, él guiñó los enrojecidos ojos.
—Hay demasiados detalles.
—Sí. Oye, cariño, ¿Quieres venir a mi casa y estudiar una o dos horas mas?
Cogieron el metro. Edna vivía en un edificio de apartamentos de ladrillo rojo situado en Washington Heights. Abrió la puerta con su llave, y el se quedó sorprendido al ver a una joven negra sentada junto a la radio, estudiando en unos libros que empezó a recoger en cuanto les Vi0 entrar.
—¿Qué tal está, Martha? —preguntó Edna.
—Muy bien. Es un niño muy bueno.
La muchacha se marchó, llevándose sus libros. Michael siguió a Edna al interior del pequeño dormitorio y se inclinó sobre la cuna. Imaginaba que todo lo que Seymour le había dejado el dinero suficiente para volver a sus estudios y pagarse el ticket de la comida. Pero allí había un legado diferente.
—Es un niño muy guapo —dijo Michael cuando volvieron al cuarto de estar—. ¿Qué edad tiene?
—Gracias. Catorce meses. Se llama Alan.
Edna entró en la cocina y empezó a preparar café. Michael miró a su alrededor. Había una fotografía sobre la repisa de la chimenea. Supo, sin necesidad de preguntarlo, que aquél era el difunto Seymour, un hombre apuesto con un ridículo bigote y una sonrisa forzada. Los muebles eran de estilo colonial. Con un poco de suerte durarían hasta que ella obtuviera su título de profesora o volviera a casarse. Al asomarse a la ventana, vio el río. El edificio estaba más cerca de Broadway que el Drive, pero la tierra bajaba bruscamente hacia el Hudson, y el apartamento de Edna estaba en el octavo piso. Las diminutas luces de varias embarcaciones se movían lentamente sobre el agua.
Tomaron café en la minúscula cocina. Luego, estudiaron sin moverse de la mesa, tocando él el muslo de Edna con su rodilla Antes de que hubieran pasado cuarenta minutos, él no podía ya más, y ella había cerrado también el libro. Hacía calor en la cocina. Volvía a percibirse el lechoso olor de ella, débil pero nítido.
—Puedes quedarte, si quieres, cariño. Quiero decir, toda la noche.
Michael llamó por teléfono mientras ella limpiaba las tazas del café. Contestó su madre, con voz ronca por el sueño. Él le dijo que iba a quedarse estudiando con un amigo y dormiría luego en su casa. Su madre le agradeció que la llamara para que no estuviese preocupada.
La alcoba era contigua a la habitación del niño, y la puerta se hallaba abierta. Se desnudaron, de espaldas uno a otro, a la luz de la lamparita que brillaba a la cabecera del niño. Él cogió suavemente entre sus dientes el labio inferior de ella, como se había prometido a sí mismo. En la cama, apretado contra ella, el débil olor a leche era muy real. Se preguntó si amamantaría al niño. Pero sus pezones estaban secos, pequeños y duros. Todo lo demás era suave y cálido, sin sobresaltos ni sorpresas, un suave alzarse y descender, como el mecerse de una cuna. Ella era cariñosa. Michael se quedó dormido con la cabeza apoyada en la mano de Edna.
A las cuatro de la mañana, el niño empezó a llorar; un débil sonido que les hizo despertarse. Edna retiró la mano de debajo de su cabeza, saltó de la cama y corrió a calentar un biberón. Vista de espaldas, sus nalgas eran grandes y ligeramente caídas. Cuando sacó el biberón de la cacerola de agua caliente, quedó resuelto el misterio del olor a leche; se echó un pequeño chorro en la suave y sensible piel de la cara interior de su antebrazo. Encontrando satisfactoria la temperatura de la leche, introdujo la tetina en la boca del niño. El llanto cesó.
Cuando ella se metió de nuevo en la cama, Michael se inclinó sobre su cuerpo para besar el lugar en que había caído la leche. Estaba todavía húmedo y caliente. Exploró con la lengua la suavidad de la piel. La leche estaba dulce. Edna suspiró profundamente. Alargó la mano hacia él. Esta vez, Michael se mostró más confiado, y ella menos maternal. Cuando Edna se quedó dormida, Michael se levantó silenciosamente de la cama, se vistió a oscuras y salió del apartamento. Afuera en la calle, reinaba la oscuridad. Una fresca brisa soplaba del río. Se levantó el cuello del abrigo y empezó a andar. Se sentía ligero y feliz, aliviado de la carga de la inocencia.
—Por fin —dijo en voz alta.
Un muchacho que pasó pedaleando junto a la cuneta, llena de paquetes la cesta de su bicicleta, le lanzó una mirada dura y reluciente. En cualquier otro lugar del mundo, a las cinco y cinco de la mañana, la gente aún estaría durmiendo. Manhattan bullía de actividad. Gente por la acera, coches particulares y taxis por la calzada. Caminó largo tiempo. Hacía unos minutos que había amanecido, cuando reconoció uno de los edificios a cuyo lado pasaba. Era la pequeña shul donde el metro hacía bambolearse las luces: la sinagoga del rabino Max Gross.
Se acercó a la puerta y aproximó sus ojos a unos centímetros de las casi borradas letras de la pequeña placa de madera. A la grisácea luz del alba, las desvaídas letras hebreas parecían caracolear y retorcerse, pero, aunque con dificultad, consiguió descifrarlas. Shaéaré Shamáytm. Las Puertas del Cielo.
A los cuatro años de edad, en la ciudad polaca de Vorka, Max Gross sabia leer ya trozos diversos del
Talmud
. A los siete años cuando la mayoría de sus pequeños amigos estaban todavía aprendiendo el idioma y los relatos bíblicos, él se había sumergido ya en las profundas complejidades de la Ley. Su padre, Jaim Gross, el mercader de vinos, se sentía contento de que su simiente de comerciante hubiera producido un ilui, un prodigio talmúdico, que atraería las bendiciones de Dios sobre el alma de Sorelé, su difunta esposa, que había sido enviada al Paraíso por la gripe cuando su hijo andaba todavía a gatas. Desde el momento en que supo leer, Max acompañaba a su padre y a los otros
Jasidim
cuando se reunían ante el rabino Label, su director. Todos los sábados por la noche, el rabino de Vorka «ofrecía su mesa». Los judíos piadosos cenaban temprano en sus casas, sabiendo que el rabino les esperaba. Cuando se habían reunido en torno a su mesa, el rabino empezaba a comer, entregando de vez en cuando una golosina —un blanco pedazo de pollo, una gustosa medula de hueso, una porción de pescado— a un judío merecedor de ello, que lo mordisqueaba con arrobo, consciente de que el alimento recibido de la mano del rabino era alimento que había sido tocado por Dios. Max, el prodigio, llevando un caftán de terciopelo blanco, se sentaba entre sus mayores. Delgado, con los grandes ojos muy abiertos y una perpetua expresión de concentración en su rostro mientras se estiraba uno de los mechones de pelo de sus sienes, escuchaba atentamente las palabras de sabiduría del rabino.
Además de ser un prodigio, era un niño, y disfrutaba en las festividades. En la noche de cualquier fiesta, los
Jasidim
se reunían para la celebración. Las mesas quedaban cubiertas con tazas de los garbanzos hervidos llamados nahit, bandejas de pasteles y kugels y botellas de ginebra. Las mujeres, por ser criaturas inferiores, no se inmiscuían en la escena. Los hombres comían poco y bebían con frecuencia. Conscientes de que el mal sólo podía ser vencido con la alegría y no con la tristeza, y en la creencia de que el éxtasis les acercaba más a Dios, dejaban que la felicidad inundara sus almas.
Pronto, uno de los barbudos
Jasidim
se levantaba y hacía una seña a un camarada. Apoyándose mutuamente las manos en los hombros, comenzaban a danzar por la habitación. Se emparejaban también otros y empezaban a bailar, hasta que el recinto quedaba lleno de barbudas parejas. El ritmo era ligero y triunfante. La música era la formada por las voces de los bailarines cantando una vez y otra una solo frase bíblica. Alguien le daba a Max un trago de ardiente ginebra en plan de broma, y alguien, tal vez el propio rabino, elegía como compañero de baile al muchacho. Con la cabeza ligera y los pies inseguros, impulsado por grandes manos que le aferraban los hombros, giraba por la habitación con jadeante alegría, levantando los pies como su compañero, mientras las voces profundas de los barbudos hombres entonaban un rítmico y repetido estribillo: «Vetáhair libanu léavdejó beehmes». «Purifica nuestros corazones para servirte en la verdad».
Max Gross se convirtió en una leyenda para su comunidad antes que llegara a ser
Bar misvá
. A medida que ahondaba con más intensidad en el mar del
Talmud
, fue siendo elegido con más frecuencia para tomar los bocados selectos de la mesa del rabino, y los amigos de su padre le paraban en la calle para darle unas palmaditas en la espalda o tocarle la cabeza. A los ocho años, fue sacado del
Jéder
, donde estudiaban el resto de los chicos, y colocado con Reb Yankel Cohel, un erudito tuberculoso cuyos ojos brillaban con enfermizo fulgor, para recibir una instrucción privada. Era casi como estudiar solo. El muchacho recitaba durante largas horas, mientras el delgado hombre permanecía sentado en una gran alfombra, tosiendo constantemente. No conversaban. Cuando la cansada voz de Max se extraviaba en una falsa filosofía o en una defectuosa interpretación, saltaba como una garra la mano del hombre, y unos dedos que parecían tenazas le retorcían la carne del antebrazo. Sus brazos estuvieron llenos de rosetones rojos hasta después de ser enterrado Reb Yankel. Cuatro meses antes de morir, el profesor había informado a Jaim Gross de que había enseñado al muchacho todo lo que sabía. Desde aquel día hasta que fue
Bar misvá
, Max acudió todas las mañanas a la Casa de Estudio de la comunidad, donde se sentaba en torno a una mesa con varios hombres, algunos de ellos de pobladas barbas grises. Cada día estudiaban una parte diferente de la Ley, enzarzándose en acaloradas discusiones acerca de su interpretación. Cuando, a los trece años, Max hubo alcanzado la virilidad judía, el propio rabino Label tomó a su cargo la responsabilidad de la educación del prodigio. Era un honor singular. El único estudiante que había además de él en la casa del rabino era su yerno, un hombre de veintidós años que estaba esperando ser ordenado como rabino.
Jaim Gross daba diariamente gracias a Dios por la bendición que había recibido en su hijo. El futuro del muchacho estaba asegurado. Sería rabino, y sus brillantes dotes le permitirían reunir a su alrededor una distinguida corte rabínica que le depararía fama, honor y riqueza. ¡Y se trataba del hijo de un vendedor de vinos resinosos! Soñando una noche de invierno en el futuro de Max, Jaim Gross murió, sonriendo, de un ataque al corazón.
Max no recriminó a Dios por haberse llevado a su padre. Pero, de pie junto a la tumba abierta en el pequeño cementerio judío, sintió por primera vez la cortante incisión del viento y la mordedura del frío.
Por consejo del rabino Label, contrató a un dependiente polaco llamado Stanislaus para que cuidara de la tienda de vinos. Una vez a la semana, Max revisaba superficialmente los libros para mantener a un nivel razonable los hurtos de Stanislaus. La tienda le daba mucho menos dinero del que había ganado su padre, pero le permitía continuar su vida de estudio.