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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino

BOOK: El Rabino
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Michael Kind, descendiente de judíos criado en un barrio marginal de Nueva York, se debate entre el antagónico legado recibido por su abuelo y su educador, y el proporcionado por su padre. El abuelo le trasmitió su conciencia de pertenencia a la comunidad judía, mientras que su educador se encargó de la enseñanza religiosa. Como contrapunto a esa instrucción anclada en los orígenes de su pueblo, Michael conoció de la mano de su padre a valorar la libertad y a atreverse a cuestionar las normas.

Las dos caras de esa formación se reflejarán en la vida de Michael adulto, quien decidirá convertirse en un rabino tolerante y abierto, dispuesto a enfrentarse a todos aquellos obstáculos religiosos y sociales que se opongan a su relación con una mujer que no pertenece a la comunidad judía.

»Con El rabino —a la que
The Saturday Review
calificó como «Una obra épica sobre el judaísmo en América»— Noah Gordon confirma una vez más ser uno de los referentes del género de narrativa histórica.

Noah Gordon

El Rabino

ePUB v1.0

CharlyRB
01.07.12

Título original:
The Rabbi

Autor: Noah Gordon, 1979

Traducción: Adolfo Martín

Editor original: CharlyRB (v1.0)

ePub base v2.0

A mis padres: Rose y Robert Gordon

y a Lorraine

Cuando contempló los cielos, obra de tus manos
,

la luna y las estrellas que tú has establecido
;

«¡Qué es el hombre para que de él te acuerdes
,

o el hijo del hombre para que cuides de él?»

Y le has hecho poco menor que los Ángeles
;

le has coronado de gloria y honor
.

Les diste el señorio sobre las obras de tus manos
;

todo lo has puesto bajo sus pies…

S
ALMO VIII

P
RIMERA
P
ARTE

LOS PRINCIPIOS DE LAS COSAS

1

Woodborough, Massachusetts

Noviembre de 1964

En la invernal mañana del día de su cuadragésimo quinto cumpleaños, el rabino Michael Kind se hallaba tendido solo en la ancha cama de latón que en otro tiempo había pertenecido a su abuelo, aferrándose a la modorra del sueño, pero escuchando contra su voluntad los ruidos que hacía la mujer en la cocina del piso inferior.

Por primera vez en muchos años, había soñado con Isaac Rivkind.

Una vez, cuando Michael era un niño, el viejo le había dicho que cuando los vivos piensan en los muertos, éstos, en el Paraíso, saben que son amados y sienten alegría.

—Te amo, Zaydeh, abuelo —dijo.

Michael no se dio cuenta que había hablado en voz alta hasta que su oído captó una momentánea pausa en los ruidos que sonaban abajo. La señora Moscowitz no comprendería que un hombre que acababa de franquear la frontera de la madurez encontrara consuelo en hablar a un hombre que había muerto hacía casi treinta años.

Rachel ya estaba sentada a la anticuada mesa del comedor cuando él bajó la escalera. Era una costumbre familiar que las mañanas de cumpleaños se celebraran con tarjetas y pequeños regalos apilados sobre la mesa del desayuno. Pero la fuerza perpetuadora de esta costumbre era Leslie, la esposa del rabino, y ésta se hallaba ausente desde hacía casi tres meses. El espacio existente junto a su plato se encontraba vacío.

Rachel, con la cabeza agachada y la barbilla rozando el mantel, seguía con los ojos el texto del libro que había apoyado contra el azucarero. Llevaba su vestido azul de marinero, con todos los botones abrochados y calcetines limpios, pero, como de costumbre, la rebeldía de sus espesos cabellos rubios era superior a la paciencia de sus ocho años. Estaba leyendo con furiosa concentración, pasando rápidamente los ojos de una línea a otra mientras trataba de atiborrarse de la mayor cantidad posible de lectura antes de la interrupción que sabía inevitable. Ganó unos pocos segundos gracias a la entrada en el comedor de la señora Moscowitz con el zumo de naranja.

—Buenos días, rabbi —dijo calurosamente la asistenta.

—Buenos días, señora Moscowitz.

Michael fingió no darse cuenta de su fruncimiento de cejas.

Hacía varias semanas que ella le insistía para que la llamara Lena. La señora Moscowitz era la cuarta asistenta que habían tenido en las once semanas transcurridas desde la marcha de Leslie. Tenía la casa llena de polvo, preparaba unos huevos fritos que parecían de goma, hacía caso omiso de sus peticiones de tsimmis y kugel, y todos sus guisos procedían de latas de conservas, para las que esperaba encendidas alabanzas.

—¿Cómo quiere los huevos, rabbi? —preguntó, poniéndole delante un vaso de zumo de naranja helado, que él sabía estaría aguado y mal diluido.

—Pasados por agua, por favor, señora Moscowitz.

Centró su atención en su hija, que, entretanto, había ganado dos páginas.

—Buenos días. Tendré que cepillarte el pelo yo mismo.

—Buenos días.

Volvió una página.

—¿Cómo está el libro?

—Psé…

Lo cogió y miró el título. Ella suspiró. Sabía que el juego había terminado. Era una obra juvenil de misterio. El rabino dejó el libro en el suelo, junto a su silla. Del piso de arriba llegó una explosión de sonidos, indicadora de que Max se había despertado lo suficiente como para coger su armónica. Cuando disponía de tiempo, el rabino Kind disfrutaba representando a Saul y David con su hijo de dieciséis años, pero sabía que, a menos que le interrumpiese, Max no desayunaría.

Le llamó, y la música cesó en medio de uno de aquellos pretendidos cantos populares. Un par de minutos después, Max estaba sentado a la mesa con ellos, con la cara recién lavada y el pelo mojado.

—No sé por qué, esta mañana me siento viejo —dijo el rabino.

Max sonrió.

—Vamos, papá, si todavía eres un chiquillo —dijo, cogiendo una tostada.

El rabino dio unos golpecitos con la cuchara en la cáscara del huevo, mientras la autocompasión se instalaba a su alrededor como el perfume de la señora Moscowitz. Los huevos pasados por agua estaban duros. Los niños comían los suyos sin quejarse, aplacando su apetito, y él comió el suyo sin saborearlo, satisfecho con sólo verles. Afortunadamente, pensó, se parecían a su madre: sus cabellos tenían el color de la luz de las velas al reflejarse sobre el cobre, los dientes eran blancos y sanos, y el cutis, pecoso. Por primera vez reparó en que Rachel estaba pálida. Se inclinó y le cogió la cara con la mano.

—Sal esta tarde —dijo—. Súbete a un árbol. Siéntate en el suelo. Que te entre un poco de aire fresco en los pulmones. —Miró a su hijo—. Quizá tu hermano, el gran atleta, quiera llevarte a patinar.

Max movió la cabeza.

—Imposible. Oye, ¿Puedo comprarme unos patines de hockey cuando llegue mi cheque de
Janukká
del abuelo Abe?

—Todavía no lo has recibido. Pregúntamelo cuando llegue.

—Papá, ¿Puedo ser María en nuestra procesión de Navidad?

—No.

—Eso es lo que dijo la señorita Emmons que dirías.

Echó hacia atrás su silla.

—Sube y trae tu cepillo, Rachel, para que te arregle el pelo.

Date prisa, no quiero ser causa de que se queden sin
Minyán
en el templo.

Atravesó la ciudad bajo la grisácea luz matinal del invierno de Massachusetts. Bet
Shalom
, «la casa de la paz» se hallaba sólo a dos manzanas al norte del distrito comercial de Woodborough.

Era un edificio anticuado, construido hacía veintiocho años, de sólida planta, y hasta el momento había conseguido impedir que se llevara a la práctica la idea de algunos miembros de la congregación, que querían construir un templo más moderno en los suburbios.

Aparcó el coche bajo los arces, subió las escaleras de ladrillo rojo y penetró en el templo, como venía haciendo todas las mañanas desde hacía ocho años. Una vez en su despacho, se quitó el abrigo y cambió su vieja fedora marrón por un casquete negro. Luego, murmurando la bendición, rozó con los labios el borde de su
Tal Lit
, se echó el manto de oración sobre los hombros y se dirigió por el sombrío corredor hacia el templo, contando automáticamente con los ojos a los hombres sentados en los blancos bancos mientras les daba los buenos días. Seis, incluyendo los dos enlutados. Joel Price, que acababa de perder a su madre, y Dan Levine, cuyo padre había muerto hacía seis meses.

Con el rabino, eran siete.

Mientras subía al
Bemá
cruzaron la puerta principal dos hombres más, que golpearon el suelo con los pies para desprender la nieve de sus zapatos.

—Uno más —dijo Joel, suspirando.

Michael sabía que estaba nervioso por la posibilidad de que no se reunieran los diez hombres necesarios para recitar el
Qaddish
, la oración que los judíos piadosos ofrecen cada mañana y cada noche durante los once meses siguientes a la muerte de un pariente. El décimo hombre era el que siempre le hacía sudar.

Pasó la vista por el templo vacío y pensó: «¡Santo Dios! —Haz, Señor, que ella mejore hoy. Ella lo merece de ti. Yo la amo. —Ayúdala, Señor. Ayúdala. Amén».

Dio comienzo al servicio con las bendiciones matutinas, que no son oraciones de comunidad y no requieren un
Minyán
de diez hombres:

—Bendito eres Tú, oh Señor Dios nuestro, Rey del Universo, que has dado al gallo inteligencia para distinguir entre el día y la noche…

Bendijeron a Dios por concederles fe, libertad, masculinidad y vigor. Estaban alabándole por alejar el sueño de sus ojos y la pesadez de sus párpados cuando llegó el décimo hombre, Jake Lazarus, el recitador, soñolientos todavía los ojos y pesados los párpados. Los hombres sonrieron al rabino y se tranquilizaron.

Cuando hubo terminado el servicio y los otros nueve hombres hubieron echado unas monedas en el pushkeh para transeúntes indigentes, despidiéndose y marchando apresuradamente a sus ocupaciones, Michael bajó del
Bemá
y se sentó en el banco de la primera fila. Un chorro de sol penetraba por una alta ventana y se vertía sobre el lugar. Cuando él llegó a Bet
Shalom
, aquel rayo de sol le había sorprendido por su belleza; ahora le gustaba, porque sentarse a su calor en una mañana de invierno era mejor que la lámpara solar de la Ymha.

Permaneció cinco minutos contemplando las motas de polvo que danzaban a lo largo de la columna de sol. En el desierto templo, reinaban el silencio y la tranquilidad. Él cerró los ojos y pensó en el suave oleaje de Florida y en los naranjos en flor de California; luego, en los otros lugares en que había estado, en la espesa capa de nieve que se formaba en los Ozarks, en el sonido de los saltamontes en los campos de Georgia y en los húmedos bosques de Pensilvania. Por lo menos, se dijo, el fracaso en muchos lugares proporciona a un rabino una buena cultura geográfica.

Luego, sintiéndose culpable, se levantó de un salto y se dispuso a hacer sus visitas pastorales.

La primera, afectaba a su mujer.

Los terrenos del hospital estatal de Woodborough eran confundidos muchas veces por los forasteros por un parque universitario, pero la presencia de Herman a mitad de camino de la larga y serpenteante avenida no dejaba duda alguna acerca de la identidad del hospital.

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