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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (9 page)

BOOK: El Rabino
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Michael se sintió dominado por una idea fascinadora. Antes de darse cuenta de lo que hacía, ya había levantado la mano.

—¿Significa eso que Dios puede hacer cualquier cosa?

Reb Jaim le miró con impaciencia.

—Cualquier cosa —dijo.

—¿Puede hacer una gran roca? ¿Una tan pesada que un millón de hombres no puedan moverla?

—Claro que puede.

—¿Y Él puede moverla?

—Desde luego.

Michael se fue excitando.

—Entonces, ¿Puede hacer una roca tan pesada que ni Él mismo pueda moverla?

Reb Jaim le miró, satisfecho de haber estimulado tanto celo en su nuevo alumno.

—Ciertamente —dijo—, si quiere, puede hacerla.

Michael se sentía tan excitado, que gritó:

—¡Pero si Él no puede moverla, entonces no puede hacerlo todo! ¡No es todopoderoso!

Reb Jaim abrió la boca y, luego, la cerró. Su rostro enrojeció al contemplar la triunfante sonrisa de Michael.

¡Zas! ¡Zas! ¡Zas! La vara cayó sobre los hombros del muchacho en una lluvia de golpes que debía de ser tan apasionante de contemplar como un partido de tenis, pero que era terriblemente dolorosa de recibir. Esta vez lloró, pero se había convertido, sin embargo, en un héroe para sus compañeros y en Enemigo Público Número Uno para su profesor hebreo.

Resultaba deprimente. Entre Stash y Reb Jaim, su vida se convirtió en una serie de pesadillas. Probó a hacer novillos. Por la tarde, al salir de la escuela pública, se fue a una bolera que había a cuatro manzanas de distancia y se quedó tres horas sentado en un banco de madera, mirando a los jugadores. No era mal sitio para esperar. Hizo esto durante cuatro días, y cada día se sentaba detrás de la calle usada por la misma mujer gruesa, de enormes pechos y grandes nalgas. Levantaba sin el menor esfuerzo la gran bola y avanzaba de puntillas con menudos pasos que la hacían agitarse y temblar de tal modo, que uno se daba cuenta del inmenso provecho que podría obtener llevando algunos de los productos de su padre. Mascaba chicle constantemente, con rostro inexpresivo, y cuando soltaba la bola y la enviaba a toda velocidad calle abajo, dejaba de mascar hasta que habían caído los bolos. Esto significaba generalmente que se quedaba apoyada sobre un solo pie y con la boca abierta, como una estatua hecha con demasiado barro por un escultor loco. Era interesante y educativo mirarla, pero le fallaban los nervios, y, además, cuando se sentaba delante de él en el banco, el olor de su cuerpo le daba náuseas. Al quinto día, volvió a la escuela hebrea, después de haber falsificado una nota de su madre diciendo que había tenido un acceso de sinusitis, cuyos síntomas conocía porque su hermana Ruthie los sufría vociferantemente durante la mayor parte del año.

La presión a que estaba sometido empezó a manifestarse en él. Fue tornándose más tenso y nervioso y perdió peso. Por la noche se agitaba en la cama, sin poder dormir. Cuando dormía, soñaba que Reb Jaim le pegaba, o que Stash le estaba esperando a la salida, un tipo un metro más alto que su estatura real.

Una tarde, mientras estaba en la clase de hebreo, el muchacho que se sentaba detrás de él le pasó un pedazo de papel por encima del hombro. Reb Jaim, vuelto de espaldas a la clase, escribía en la pizarra la lección de gramática del día siguiente. Michael pues, miró con toda tranquilidad al papel. Era una tosca caricatura de su profesor, inconfundible por la barba, las gafas y el casquete. Sonriendo, Michael le añadió una verruga en la nariz —tenía una realmente— y dibujó un brazo con la mano hurgando en la barba, escribiendo debajo Jaim Jorowitz el Jazador.

El hecho de que el reb estaba de pie junto a él mirando el papel en que estaba escribiendo le fue comunicado por el temeroso silencio que reinaba en la clase. Era un silencio que superaba con mucho al exigido por el propio Reb Jaim. Ningún lápiz se movía, ningún pie restregaba el suelo, nadie se sonaba la nariz. Sólo se oía el tictac del reloj, lento, sonoro y sombríamente ominoso.

Se quedó esperando a que la vara descendiera sobre sus hombros, rehusando levantar la vista hacia los oscuros ojos que brillaban detrás de las gafas. La mano de Reb Jaim entró lentamente en el campo visual de sus abatidos ojos. Era una mano delgada y de largos dedos, con pecas e hirsutos pelos negros en la muñeca y entre los nudillos. La mano cogió el trozo de papel y desapareció de su vista.

Y la vara no golpeaba todavía.

—Te quedarás después de clase —le dijo reposadamente Reb Jaim.

Faltaban dieciocho minutos para que terminara la clase, y cada uno de ellos se adhería a la tarde, como si estuviera pegado con cola. Por fin, transcurrieron los dieciocho minutos, y fueron despedidos los alumnos. Podía oír a los otros chicos correr y gritar mientras salían del edificio. En el aula reinaba un absoluto silencio. Reb Jaim ordenó algunos papeles, los sujetó con una goma y los guardó en su segundo cajón. Luego, salió de la clase y avanzó por el pasillo hasta el retrete de los profesores. Cerró la puerta tras de sí, pero el edificio estaba tan silencioso que Michael le podía oír orinar, un tamborileo parecido al sonido de una pequeña ametralladora en otro sector del frente.

Michael se levantó de su asiento y se acercó al pupitre del profesor. Allí estaba la vara. Era de color oscuro y parecía barnizada, pero él sabía que su brillo había sido adquirido mediante su constante aplicación a la delicada piel de jóvenes muchachos judíos. Cogió la vara y la flexionó. Costaba sorprendentemente poco hacerle cortar el aire, produciendo un ruido como el de dos piezas de pana al frotarse. De pronto, empezó a temblar y a llorar. Sabía que no podía recibir más daño de Reb Jaim ni de Stash Kwiatkowski, y sabía que iba a abandonar la escuela hebrea. Giró sobre los talones y salió del aula, con la vara todavía en la mano y dejando sus libros sobre el pupitre. Salió lentamente del edificio y se dirigió a casa, pensando en cómo le llevaría a su madre la vara y en cómo se quitaría la camisa para enseñar a su madre las amoratadas marcas de sus hombros, igual que Douglas Fairbanks se había bajado la camisa para enseñar a su novia las marcas dejadas por el látigo de su padre en la película que había visto el sábado anterior por la tarde.

Estaba saboreando la forma en que su madre le compadecería, cuando Stash se adelantó desde detrás del tablero de anuncios y le cerró el paso.

—Hola, Mikey —le dijo con suavidad.

Michael no se dio cuenta de que quería pegar a Stash hasta que la vara hendió el aire con un zumbido de abeja y le cruzó la mejilla derecha y los labios.

Lanzó un grito de asombro.

—¡Maldito!

Se abalanzó ciegamente contra él, y Michael volvió a pegarle, alcanzándole en los brazos y los hombros.

—¡Estáte quieto, bastardo! —gritó Stash. Instintivamente, levanto los brazos para protegerse la cara—. Voy a matarte —rugió, pero al volverse a medias para esquivar la silbante vara, Michael le cruzó el grueso y carnoso trasero.

Oyó que alguien lloraba y se dio cuenta con incredulidad de que no era él. Stash tenía la cara contraída, y su barbilla parecía una patata arrugada; las lágrimas se mezclaban con la sangre que le goteaba del labio. Cada vez que Michael le pegaba, profería un pequeño grito, y Michael seguía pegándole sin parar mientras corrían hasta que, finalmente, dejó de perseguirle, porque tenía cansado el brazo. Stash dio la vuelta a una esquina y desapareció.

Durante el resto del camino de regreso a su casa, estuvo pensando en que debía haber obrado mejor, en que debía haber dejado de pegarle mucho antes para hacerle decir que los judíos no mataron a Cristo, ni comían mierda, ni se cortaban la punta del pito y se la comían asada el sábado por la noche.

Cuando llegó a casa, escondió la vara detrás del horno existente en el sótano del apartamento, en vez de llevársela a su madre. A la mañana siguiente, la sacó de su escondrijo y la llevó a la escuela pública. La señorita Landers, su maestra, se fijó en ella y le preguntó qué era. Él le dijo que era un puntero que su madre había pedido prestado a la escuela hebrea. Ella se le quedó mirando y abrió la boca, pero luego volvió a cerrarla, como si hubiera cambiado de opinión. Al salir de la escuela pública, echó a correr en dirección a la escuela hebrea, hasta que perdió el aliento y sintió una punzada en el costado; luego, continuó andando lo más deprisa que podía.

Llegó quince minutos antes de que comenzara la clase. Reb Jaim estaba solo en el aula, corrigiendo ejercicios. Miró fijamente a Michael, mientras éste avanzaba hacia él llevando la vara en la mano. Michael se la entregó.

—Lo siento, la cogí prestada sin su permiso.

El reb le dio varias vueltas entre sus manos, como si la viese por primera vez.

—¿Por qué te la llevaste?

—La he usado. Contra un antisemita.

Michael hubiera jurado que se le contraían los labios al profesor detrás del camuflaje de barba. Pero no era hombre que se dejara apartar fácilmente del asunto que tenía entre manos.

—Agáchate —dijo.

Reb le golpeó seis veces en el trasero. Dolía mucho, y él lloró, pero todo el rato estuvo pensando que él había pegado a Stash Kwiatkowski con mucha más fuerza de la que Reb Jaim le estaba pegando a él.

Cuando llegaron los restantes alumnos y se sentaron, ya había dejado de llorar. Una semana después, fue trasladado del asiento delantero. Robbie Feingold tomó posesión permanente de él, porque era un muchacho estúpido que siempre suscitaba risas durante el recitado de la lección. Reb Jaim no le volvió a pegar más.

6

A las tres de la madrugada del día en que iba a ser
Bar misvá
, nervioso y sin poder dormir, se sentó en la cocina del apartamento de Queens y rozó con los imaginarios flecos de un
Tal lit
imaginario una imaginaria
Torá
y, luego, sus labios.

—Barkú et adonai hameborok —murmuró—. Bark adonai hameborok leolain voed.

—¿Michael?

Su madre entró en la cocina con aire soñoliento y arrastrando los pies. Tenía los ojos entornados para resguardarse de la luz, y con una mano se sujetaba el pelo. Llevaba una bata de franela azul sobre un pijama rosado de algodón que le estaba demasiado corto. Había empezado hacía poco a teñirse el pelo de un detonante color rojo que la hacía parecer una mujer de circo. Michael, aun en medio de su nerviosismo, sintió, mientras la miraba, que el embarazo y el amor pasaban sobre él en sucesivas oleadas.

—¿Te encuentras mal? —preguntó ella con ansiedad.

—No tenía sueño.

La verdad era que, mientras yacía despierto en su cama, había repasado su papel en las ceremonias de
Bar misvá
, como había estado haciendo cincuenta veces al día, por lo menos, durante los últimos meses. Había descubierto, horrorizado, que no sabía decir la brocha, la corta bendición que precedía a la larga lectura de la
Torá
llamada
Haftará
. Se sabía la brocha tan bien como su propio nombre, pero alguna parte de su mente, cansada del constante martilleo por un único conjunto de sonidos, se había rebelado y borrado por completo las palabras de su memoria.

—Tienes que levantarte dentro de unas horas —cuchicheó ella con vehemencia—. Vete a la cama.

Más dormida que despierta, dio media vuelta y se volvió, arrastrando los pies, a su lecho. Él oyó a su padre que le preguntaba, mientras crujían los muelles bajo su peso:

—¿Qué ocurre?

—Tu hijo está loco. Un auténtico mishugineh.

—¿Por qué no duerme?

—Ve a preguntárselo.

Abe lo hizo. Caminó descalzo hasta la cocina, con su revuelto pelo negro cayéndole sobre la frente. Sólo llevaba los pantalones del pijama, como hacía todo el año porque se sentía orgulloso de su cuerpo. Michael observó por primera vez que el ensortijado vello de su pecho empezaba a tornarse gris.

—¿Qué diablos pasa? —dijo. Se sentó en una silla y se alisó el pelo con las dos manos—. ¿Cómo esperas ser
Bar misvá
mañana?

—No puedo recordar la brocha, la bendición.

—¿Querrás decir que no puedes recordar la
Haftará
?.

—No, la brocha. Si recuerdo la brocha, la
Haftará
sale sola.

Pero no puedo recordar la primera línea de la brocha.

—¡Santo Dios! Cuando tenías nueve años te sabías de maravilla la brocha, hijo.

—Ahora no puedo recordarla.

—Escucha, no tienes que recordarla. Estará en el libro. Todo lo que tienes que hacer es leerla.

Michael sabía que eso era cierto, pero no por eso se sentía mejor.

—Quizá no sepa encontrar el lugar —aventuró.

—Habrá en el estrado más ancianos de los que tú quisieras ver. Ellos te enseñarán el lugar. —Su voz se endureció—. Ahora, vete a la cama Ya está bien de esta mishugahss.

Michael se acostó de nuevo, pero permaneció despierto hasta que las persianas de su ventana se vieron enmarcadas en una luz grisácea Luego, cerró los ojos y se durmió. Pero su madre lo despertó al cabo de lo que le pareció un segundo. Ella le miró con ansiedad.

—¿Te encuentras bien?

—Supongo que sí.

Michael fue tambaleándose al cuarto de baño y se echó agua fría en la cara. Estaba tan cansado que apenas se daba cuenta de lo que sucedía mientras se vestía, desayunaba en un santiamén y acompañaba a sus padres a la sinagoga.

Su madre le despidió con un beso en la puerta y subió apresuradamente la escalera que conducía a la sección de las mujeres. Parecía asustada. Él acompañó a su padre a un asiento de la segunda fila. La sinagoga estaba abarrotada de parientes, pero su madre pertenecía a una familia muy extendida, y parecía como si todos sus miembros estuviesen allí. Él se hallaba encerrado dentro de una envoltura de temor que se movía al moverse su cuerpo y de la que no había huida.

Pasó el tiempo. Confusamente, se dio cuenta de que su padre había sido llamado al
Bemá
y, desde muy lejos, oyó la voz de Abe recitando en hebreo. Luego, fue pronunciando su propio nombre en hebreo. —Michael Ben Abraham— y, caminando sobre unas piernas insensibles, subió a la plataforma. Rezó con su
Tal lit
la
Torá
y besó los flecos. Luego, se quedó mirando las letras hebreas sobre el amarillento pergamino. Se retorcían como serpientes ante sus ojos.

—Barkú! —le siseó uno de los ancianos que había a su lado.

Una voz temblorosa que no podía ser la suya, comenzó el canto.

—¡Barkú et adonai hameborok. Barkú…

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