Se reavivó la esperanza en medio de una oleada de hosannas.
—Dios puede hacerlo todo. Decidlo conmigo —dijo Billie.
—Dios puede hacerlo todo.
—Así que Dios puede curaros.
—Así que Dios puede curarme.
—Porque Dios os ama.
—Porque Dios me ama.
—Amén —susurró el ciego, llenándosele de lágrimas los ojos sin vista.
Billie Joe tomó aliento en un murmullo electrónicamente amplificado.
—Una vez, yo fui un muchacho agonizante —declaró.
Lenta y triste, sonaba ahora su respiración en los altavoces.
—El Diablo tenía ya mi alma, y los gusanos se disponían a abalanzarse sobre mi carne. Mis pulmones estaban devorados por la tuberculosis. Mi sangre se hallaba corrompida por la anemia. Mis padres sabían que me estaba muriendo. Yo sabía que me estaba muriendo y tenía miedo.
Respiraba como un ciervo perseguido, forcejeando por introducir un poco más de aire en los pulmones.
—Yo me había revolcado en el pecado. Había bebido whisky barato. Había jugado como los soldados que se sortearon la túnica del Hijo de Dios. Había fornicado con mujeres turbulentas y enfermas, tan lascivas como las meretrices de Babilonia.
—Pero, un día, mientras me hallaba tendido en la cama, lleno de desesperación, sentí que algo extraño sucedía dentro de mí. Algo en mi interior empezaba a agitarse, como el primer suave rebullir de un polluelo cuando sabe que tiene que empezar a salir de la dura cáscara del huevo.
—Y las yemas de los dedos de las manos y las puntas de los dedos de los pies me empezaron a hormiguear, y el lugar en que primero sentí aquella agitación se llenó de un ardiente calor que ningún whisky destilado por el hombre podría producir. Sentí que la luz de Dios me deslumbraba los ojos y salté de la cama y grité, henchido de júbilo y lleno de salud: «¡Mamá! ¡Papá! ¡El Señor me ha tocado! ¡Y estoy salvado!».
Por todo el recinto cruzó un estremecimiento de esperanza y de felicidad, y los concurrentes levantaron sus ojos y dieron gracias a su Dios.
Junto a la señora gruesa se hallaba sentado un joven que tenía las mejillas humedecidas por las lágrimas.
—Por favor, Dios —estaba diciendo—. Por favor. Por favor.
Por favor. Por favor. Por favor. Por favor.
Michael vio entonces por primera vez la cara del joven y, con una sensación de irrealidad, se dio cuenta de que era Dick Kramer, un miembro de la congregación del templo Sinaí.
Desde el escenario, Billie Joe miró con benevolencia a los asistentes.
—A partir de aquel día, aunque no era más que un mozalbete, prediqué la palabra de Dios. Al principio, en reuniones celebradas en esta región, y, luego, como algunos de vosotros sabéis, como pastor de la Santa Iglesia Fundamentalista por todo Whalensville.
—Y hasta hace dos años no supe que yo no podía ser otra cosa que un predicador de la Palabra de Dios.
—Varios de nuestros hombres estaban construyendo un campo de baloncesto para los jóvenes de la escuela dominical en un terreno situado detrás de la iglesia. Y, llevado de su bondad de corazón, Bert Simmons había llevado su tractor y estaba nivelando unos montículos. De pronto, el tractor tropezó con una roca no mayor que una colmena y volcó, atrapando la mano del hermano Simmons bajo su terrible peso.
—Cuando me llevaron a la iglesia, vi que salía sangre de su guante de trabajo. Cuando conseguimos separar la máquina, comprendí, por la forma en que el guante estaba aplastado y liso, que a Bert habría que cortarle la mano. Me postré de hinojos sobre la tierra removida, levanté los ojos al cielo y dije:»Señor, ¿Debe ser castigado este buen servidor por haber ayudado en Tu obra?» De pronto, mis manos empezaron a agitarse, sentí en ellas un poder que bullía y crepitaba como la electricidad y que brotaba de las puntas de mis dedos; cogí en la mía la aplastada mano del hermano Simmons y dije: «Dios, cura a este hombre».
—Y, cuando el hermano Simmons se quitó el guante, su mano estaba entera e ilesa, y yo no pude negar que había tenido lugar un milagro.
—Y me pareció oír la voz de Dios que decía: «Hijo mío, una vez te curé yo a ti. Ahora, lleva tú mi poder de curación entre la familia de los hombres».
—Y, desde entonces, el Señor ha curado a miles de personas a través de mis manos. Por su bondad, los paralíticos han andado, los ciegos han visto y los afligidos se han visto aliviados de la carga del dolor.
Billie Joe inclinó la cabeza.
Un órgano empezó a tocar suavemente.
Luego, levantó la mirada.
—Quiero que todos los presentes toquen el respaldo de la silla que tienen delante e inclinen su cabeza.
—Vamos, bajad esas cabezas. Todos.
—Ahora, quiero que todo el que desee en lo profundo de su corazón encontrar a Jesucristo levante la mano. Mantened inclinadas las cabezas, pero levantad la mano.
Michael miró a su alrededor y observó unas veinticinco manos levantadas.
—Gloria, gloria, hermanos y hermanas —dijo Billie Joe—. En toda la extensión de este recinto, cientos de manos están apuntando hacia Dios.
—Ahora, los que tenéis la mano levantada poneos en pie. Poneos derechos. Todos los que tengan la mano levantada.
—Caminad ahora hacia delante, y diremos una oración especial.
Unas doce o quince personas, hombres, mujeres, tres jovencitas y un muchacho se dirigieron a la parte delantera del recinto. Fueron recibidos detrás de la cortina por uno de los ayudantes del predicador.
Luego, mientras sonaba el órgano, Billie Joe recorrió los pasillos, rezando sobre las camillas.
Mientras lo hacía, un equipo de acomodadores pasaba las bandejas de colecta, al tiempo que otro facilitaba tarjetas a todos los que querían ver al sanador. Por todo el recinto, los asistentes empezaron a firmar tarjetas.
—¿Quieres indicarme dónde? —preguntó el ciego.
Mientras el hombre firmaba, Michael leyó la tarjeta. Era una autorización para que la fotografía del firmante fuera utilizada en los periódicos y la televisión.
Cal Justice y el invisible organista tocaron dos himnos más, El rey del amor es mí pastor y Roca de los tiempos. Luego, Billie apareció de nuevo en el escenario.
—Si os ponéis en fila a lo largo del pasillo y tenéis paciencia hasta que os llegue el turno —dijo—, rezaremos a Dios para que alivie vuestras aflicciones.
En toda la extensión del recinto, numerosas personas se pusieron en pie.
Delante de Michael, Dick Kramer se levantó también. Miró a su alrededor mientras esperaba a que salieran los demás ocupantes de su fila, y sus ojos se encontraron con los de su rabino.
Por un momento, se miraron el uno al otro, y algo en el rostro del muchacho le hizo a Michael contener el aliento. Luego Kramer se volvió y se abalanzó ciegamente hacia el pasillo, dando un codazo en el costado a la señora gruesa.
—¡Eh! —exclamó ella, volviendo a sentarse.
—¡Dick! —llamó Michael—, ¡espérame!
Empezó a moverse en dirección al pasillo, repitiendo excusas al tiempo que empujaba a la gente.
Pero, al llegar, se encontró con que le bloqueaba el paso la camilla de la muchacha paralítica. El hombre colorado, con labios temblorosos, estaba inclinado sobre ella.
—Maldita sea, Evelyn —decía—, mueve esas piernas! Puedes moverlas, si quieres. —Se volvió hacia el acomodador—. Vete a llamar al señor Raye, muchacho. Dile que vuelva aquí a rezar un poco mas.
Una despejada mañana de otoño, Dick Kramer supo por primera vez que no había escapado totalmente ileso de en medio de los pinares situados en las afueras de Athens. Él y su primo Sheldom habían estado adiestrando metódicamente a sus perros por varias pequeñas colinas. Como figuraban entre los mejores tiradores de la universidad, el comité de residencia de la fraternidad les había asignado la misión de suministrar pichones y codornices a su cocina, relevándoles de otros deberes menos atractivos para que pudiesen cazar. Los dos muchachos competían desde hacía tiempo entre sí en cuestiones cinegéticas, y ahora Dick se sentía especialmente en forma. Había contado solamente tres disparos desde el lugar en que se encontraba Sheldom, y sabía que, aunque cada disparo significase un pájaro en el zurrón de su primo, él le llevaba mucha ventaja. Era su primera salida con una Browning nueva del calibre 20. Su anterior escopeta había sido del 16, y había tenido miedo de que la menor amplitud de dispersión de sus perdigones supusiera un handicap para él; pero tenía ya un par de pichones y dos palomas en su zurrón, y, mientras se sentía confortado al pensar en esto, otra paloma remontó el vuelo con un rápido batir de alas que se recortaban borrosas, a causa del movimiento, contra el azul del cielo. Se llevó la escopeta al hombro y, en el instante preciso, oprimió el gatillo; sintió la sacudida del arma y vio cómo el pájaro detenía su ascendente vuelo y caía luego como una piedra.
Redhead recuperó la paloma. Dick cogió el pájaro, dio unas palmaditas al perro y rebuscó en su bolsillo. Su mano derecha se cerró en torno a un terrón de azúcar, pero cuando la sacó del bolsillo se encontró con que no podía abrir los dedos para darle a Red su premio.
Sheldom apareció caminando con dificultad, y con aire turbado, desde el otro lado de la colina. Su perro Bessie le seguía, jadeando y con la lengua fuera.
—¡Qué barbaridad! —exclamó—. Si esto sigue así, esos tipos van a tener que abrir un par de latas de judías. —Se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa—. Sólo he cogido dos. ¿Cómo te ha ido a ti?
Dick mostró la paloma que acababa de coger del hocico de Redhead. Lo que creyó decir luego fue: «He cazado cuatro, además de esta». Pero su primo le miró sonriendo.
—¿Qué?
Lo repitió, y la sonrisa se borró lentamente del rostro de Sheldom.
—Oye, Dick. ¿Estás bien?
Dijo algo más, y Sheldom le cogió por el codo y le sacudió ligeramente.
—¿Qué te pasa, Dickie? —dijo—. Estás blanco como el papel.
Siéntate aquí mismo.
Se sentó en el suelo. Redhead se le acercó y frotó contra su cara su húmedo morro. A los pocos minutos, sus dedos se abrieron, y pudo darle al perro el terrón de azúcar. Su mano continuaba curiosamente entumecida, pero no dijo nada de ello a Sheldom.
—Creo que ahora me encuentro mejor —dijo.
Al oír el sonido de su voz, Sheldom pareció aliviado.
—¿Estás seguro? —preguntó.
—Sí.
—De todas maneras —dijo Sheldom—, será mejor que volvamos.
—Estoy muy bien —protestó Dick—. ¿Por qué hemos de irnos tan pronto?
—Dickie, hace unos minutos, cuando estabas tan pálido, ¿Recuerdas lo que me estabas diciendo?
—Sí. Creo que sí. ¿Por qué?
—Porque era…, completamente ininteligible. Decías incoherencias.
Sintió una punzada de temor, que como un fastidioso insecto ahuyentó con una carcajada.
—Bueno, te estás burlando de mí, ¿Verdad?
—No. En serio.
—Ahora me encuentro bien. Me comprendes, ¿Verdad?
—Te has sentido bien últimamente, ¿No? —preguntó Sheldom.
—Ya lo creo. Hace ya cinco años que me operaron —respondió Dick—. Tengo tanta salud como un caballo, y tú deberías saberlo. ¿Cuándo deja una persona de ser inválida?
—Quiero que vayas a ver a un médico —dijo Sheldom.
Su primo era un año mayor y era casi un hermano para él.
—Si eso te complace, no hay inconveniente —dijo Dick—. Mira esto. —Levantó el brazo derecho. No había el menor indicio de temblor—. Nervios de plutonio —concluyó, sonriendo.
Pero el entumecimiento continuaba, observó, mientras con Sheldon y los perros cruzaba los pinos en dirección al coche.
A la mañana siguiente fue a visitar al médico y le contó lo que había sucedido.
—¿Has sentido alguna otra molestia?
Vaciló, y el viejo doctor le miró apreciativamente.
—Has perdido peso, ¿No? Ponte en la báscula —cuatro kilos y medio—. ¿No has tenido otros dolores?
—Hace un par de meses se me hinchó un tobillo. La hinchazón desapareció al cabo de unos días. Y he tenido dolor aquí —se señaló la ingle derecha.
—Sospecho que has estado retozando con las chicas —dijo el médico, y se sonrieron los dos.
No obstante, el doctor descolgó el teléfono e hizo que le admitieran en el hospital de la Universidad de Emory, en Atlanta, para observación.
—¿la tarde del partido del Alabama? —se quejó Dick.
Pero el médico se limitó a mover la cabeza.
En el hospital, el médico que le atendió observó en la hoja de inscripción que el paciente era un varón de unos veinte años, bien desarrollado, ligeramente pálido, con cierta debilidad facial y una expresión un tanto confusa. Vio, con un estremecimiento de entusiasmo, que había una interesante historia clínica. Los datos registrados mostraban que había sido practicada una laparotomía exploratoria cuando el paciente tenía quince años, la cual había dado como resultado el descubrimiento de un adenocarcinoma de la parte superior del páncreas. Se había practicado la resección del duodeno, la porción distal del conducto biliar, la cabeza del páncreas y un pequeño trozo del yeyuno.
—Te quitaron unas cuantas tripas cuando eras pequeño, ¿Eh? —dijo.
Dick asintió con la cabeza y sonrió.
La mano del paciente ya no estaba entumecida. Había un signo de Babinski en el lado derecho; el examen neurológico, por otra parte, no reveló nada.
—¿Puedo salir de aquí a tiempo para ver el partido? —preguntó Dick.
El médico frunció el ceño.
—No lo sé —respondió.
Su estetoscopio reveló que un suave soplo sistólico era audible sobre la región precordial. Hizo tenderse al paciente y empezó a explorar su abdomen con inquisitivos dedos.
—¿Crees que podemos ganar al Alabama este año? —le preguntó.
—Ese Stebbins los volverá locos —repuso Dick.
Los dedos localizaron una firme masa lobulada que se palpaba en la mitad y a la izquierda de la zona situada entre el ombligo y el cartílago xifoides. Parecía hallarse sobre la aorta. A cada latido del corazón, latía también la masa, hasta que fue como si, bajo las manos del médico, estuvieran latiendo dos corazones en el cuerpo del muchacho.
—No me importaría ver ese partido —dijo el doctor.
Fueron a visitarle Sheldom, varios de los chicos de la residencia y Betty Ann Schwartz, que llevaba un ajustado suéter blanco con largos mechones de lana. Nadie más fue a verle la tarde que ella estuvo allí, así que no podía mirar a ningún otro sitio, y la vista de la muchacha casi le descompuso.