El sonrió mientras entraba.
—No he llamado. Estaba usted tan bonita trabajando de esa manera que he estado mirándola un rato.
Leslie le miró cansadamente. Sus antenas femeninas captaron ciertas sutiles emanaciones, pero la sonrisa del hombre era amistosa, y la expresión de sus ojos, impersonal.
Se sentaron a la mesa de la cocina.
—Siento no poder ofrecerle un refresco —dijo ella—. Aún no estamos instalados del todo.
Él hizo un pequeño movimiento de protesta con la mano en que sostenía el sombrero.
—Sólo quería darles la bienvenida a Cypress a usted y al rabino. El templo Sinaí es nuevo en estas cosas. Supongo que deberíamos haber nombrado un comité para que se lo prepararan todo. ¿Necesitan algo?
—Unas vacaciones. Desde luego, esta casa necesitaba un repaso. —Y se rió.
—Lo supongo —contestó Schoenfeld—. No he estado en ella desde la guerra. Durante mi permanencia en el Ejército cuidó de ella un agente. No esperaba que viniesen ustedes tan pronto. En otro caso, habría procurado que estuviera dispuesta. —Miró el cuello de Leslie, perlado de sudor—. Tenemos por aquí chicas de color que ayudan a las personas como usted en esta clase de trabajos. Le mandaré una esta tarde.
—No es necesario —dijo ella.
—Insisto. Un servicio gratuito del propietario.
—Se lo agradezco. Pero ya he terminado casi —dijo Leslie con firmeza.
Él desvió primero la mirada, con una sonrisa.
—Bueno —dijo, haciendo rechinar la silla en que estaba sentado—, por lo menos puedo reemplazar estos travesaños. Veré qué más cosas podemos hacer respecto a los muebles.
Se levantó, y Leslie vio que se dirigía hacia la puerta.
—Hay otra cosa, señor Schoenfeld —dijo.
—¿Sí?
—Le agradecería que cambiase el colchón.
Él no sonrió, pero Leslie se sintió aliviada cuando apartó los ojos de su cara.
—Con mucho gusto —dijo, ladeándose el sombrero.
Al día siguiente, el futuro ya no parecía insoportable, ni siquiera en la intimidad de sus pensamientos.
Michael había señalado a Ronnie Levitt la falta de un
Bemá
, y al día siguiente llegó al templo un carpintero para construir una plataforma baja de acuerdo con las instrucciones del rabino. Llegaron sillas plegables para el templo y muebles para el despacho. Michael colgó en la pared sus diplomas y pasó largo rato pensando en cómo dispondría un estudio.
Llegó un camión a la casa, y dos negros sacaron de ella la mayor parte de los viejos muebles, sustituyéndolos con otros más atractivos. Mientras Leslie estaba dirigiendo la colocación de los nuevos muebles, acudió de visita Sally Levitt. Cinco minutos después, estando todavía allí la señora Levitt, llamaron al timbre dos señoras más de la congregación. Las tres llevaban regalos: un pastel de piña, una botella de jerez de California y un ramo de flores.
Esta vez, Leslie estaba preparada para recibir visitas. Ella ofreció el jerez, sirvió té frío y cortó el pastel.
Sally Levitt era menuda y morena, de labios finos y cuerpo juvenil, al que traicionaban las patas de gallo de sus ojos.
—Conozco una fábrica de tejidos donde se pueden encontrar cortinas maravillosas —dijo a Leslie, echando una mirada apreciativa en torno a la habitación—. Esta casa ofrece grandes posibilidades.
—Estoy empezando a creerlo así —dijo Leslie, sonriendo.
Aquella noche, mientras preparaba la cena, llegaron de Nueva York su mesa y sus libros.
—Michael, espero que podamos quedarnos aquí el resto de nuestra vida —exclamó Leslie cuando, tras desembalar los libros, los hubieron colocado en los estantes.
Aquella noche, sobre el nuevo colchón, los Kind hicieron el amor por primera vez en la nueva casa.
El templo Sinaí fue consagrado el domingo siguiente por la mañana. El juez Boswell fue el orador. Disertó larga y elocuentemente acerca de la herencia judeocristiana, sobre la ascendencia común de Moisés y de Jesús y acerca del espíritu de democracia imperante en Cypress, «como un vino delicado en el pacífico aire de Georgia, que permite a los hombres vivir como hermanos, independientemente de la religión que profesen». Mientras, un grupito de chiquillos negros se reunía al otro lado de la calle y señalaba entre risas, o contemplaba con silenciosa curiosidad, a los blancos de la acera opuesta.
—Me siento honrado —concluyó el juez— de haber sido invitado por mis conciudadanos hebreos para participar en el bautizo de su nueva casa de culto.
Hizo una pausa, comprendiendo que aquello no estaba del todo bien; luego, enrojeció de satisfacción al iniciarse los aplausos.
Durante las ceremonias, Michael había empezado a observar una riada de coches que se movían lenta y constantemente por delante del templo.
La cortesía había mantenido sus ojos pegados a los rostros de los oradores. Sin embargo, al terminar la consagración, fue llamado a recitar la bendición. Cuando acabó, parpadeando para protegerse los ojos del ígneo sol, miró por encima de las cabezas de la multitud que se disgregaba ya.
La hilera de coches seguía moviéndose.
Había vehículos de todas las marcas y modelos. Algunos de ellos ostentaban matrículas de Alabama y de Tennessee. Coches grandes, pequeños, furgonetas y, de vez en cuando, un Cadillac o un Buick.
Ronnie Levitt se acercó a él.
—Rabbi —dijo—, las señoras están sirviendo café dentro. El juez se va a agregar a nosotros. Así tendrán ocasión de charlar ustedes dos.
—Esos coches —dijo Michael—, ¿Adónde van?
Ronnie sonrió.
—A la iglesia. En una tienda. Hay un sacerdote que celebra una reunión de oración a unos cinco kilómetros de la ciudad. Atrae a gente de toda la comarca.
Michael contempló cómo los coches continuaban apareciendo por un extremo de la calle y desapareciendo por el otro.
—Tiene que ser muy bueno —dijo, intentando en vano disimular su envidia. Ronnie se encogió de hombros.
—Yo creo que a algunos de ellos sólo les gusta salir en la televisión —dijo.
Aquel viernes por la noche, el templo Sinaí estaba lleno, lo cual le agradaba, pero no le sorprendía.
—Vendrán esta noche por la novedad —había dicho Michael a su esposa—. Lo que ocurra a la larga es lo que cuenta.
Había elegido como su primer texto un fragmento del «Canto de confianza», Salmo 11, 4.
Está Yahve en su sagrado templo,
Tiene Yahve su trono en los cielos;
Sus ojos miran y sus párpados escudriñan
a los hijos de los hombres.
Había preparado cuidadosamente el sermón. Al terminarlo, comprendió que había logrado mantener el interés de su congregación.
Cuando cantaron Ain Kailohainu, pudo oír la voz de su esposa, mezclarse suavemente con las otras. Mientras cantaba, Leslie le sonreía desde la primera fila.
Después de la bendición, se agruparon, a su alrededor, expresándole sus alabanzas y sus felicitaciones. En la cocina, las mujeres prepararon té y café, emparedados y pastelillos; el Oneg
Shabbat
tenía tanto éxito como el servicio.
Ronnie Levitt pronunció un breve discurso, dando las gracias al rabino y a los diversos comités por hacer posible la apertura del templo.
Señaló hacia la sala, donde había una mesa cubierta de ramos de flores.
—Nuestros vecinos cristianos han demostrado su amistad hacia nosotros —dijo—. Creo que sería adecuado que nosotros demostráramos nuestra amistad hacia ellos. Por ello, yo haré donación de cien dólares anuales para la compra de dos placas, que serán entregadas cada año a los hombres elegidos para recibir los Premios de Hermandad del templo Sinaí.
Aplausos.
Dave Schoenfeld se puso en pie.
—Quiero felicitar a Ron por su magnífica idea y su magnánimo gesto. Y quisiera proponer a los primeros receptores de nuestros Premios de Hermandad. El juez Harold Boswell y el reverendo Billie Joe Raye.
Grandes aplausos.
—¿Qué han hecho por la hermandad? —preguntó Michael a Sally Levitt.
Ella cerró sus ojos de largas pestañas.
—¡Oh, rabbi —dijo en un susurro gutural—, son los hombres más brillantes del mundo!
La congregación quería una escuela de hebreo cuyas clases se limitasen a los domingos por la mañana. Cuando Michael insistió en que las clases se celebraran también los lunes y los miércoles, después de las sesiones de la escuela pública, se opusieron débilmente y acabaron transigiendo. Fue la única fricción, y la victoria, aunque pequeña, le hizo sentirse seguro de sí mismo.
Comenzó a desarrollarse la vida social de los Kind. Las noches de Michael eran muy atareadas, y nunca sabía lo que habían de depararle, y trataron de limitarse. Se hicieron socios de tres clubes de bridge, y Leslie empezó a jugar a la canasta con Sally Levitt y otras seis mujeres los miércoles por la noche, en que Michael dirigía en el templo un cursillo sobre judaísmo.
Una noche, en un cóctel ofrecido por los Larry Wolfson en honor de su hermana y cuñado de Chicago, le preguntaron a Leslie a qué se dedicaba antes de casarse, y ella mencionó su empleo en la revista.
—Podríamos tener una buena colaboradora en el News —dijo Dave Schoenfeld, cogiendo hábilmente al paso una copa de la bandeja que llevaba un camarero—. No podemos pagar precios como los de Nueva York, naturalmente, pero me agradaría que lo intentara.
—Ya tiene usted una chica —dijo ella—. ¿Cuáles son sus temas tabúes?
—Puede escribir acerca de cualquier cosa, excepto sobre los embarazos precoces y los negros de las Naciones Unidas.
—Eso es demasiado restrictivo para mí —repuso ella.
—Venga al despacho mañana por la mañana —dijo él, alejándose—. Le prepararemos su primer trabajo.
Aquella noche, mientras Michael y Leslie se disponían a acostarse, ella le habló del asunto.
—Suena bien —dijo Michael—. ¿Aceptarás?
—Supongo que sí —repuso Leslie—. Pero no sé si tendré éxito. Son enormemente quisquillosos en lo que se refiere al color de la piel. El miércoles pasado, durante la partida de bridge, las chicas se pasaron media hora contándose una a otra lo imposibles que se habían vuelto los schwartzen, después de la guerra. Y no se molestaron en bajar la voz a pesar de que la criada de Lena Millman estuviera trabajando en la habitación de al lado. La pobre chica prosiguió su tarea con cara completamente inexpresiva, como si estuviesen hablando en indostaní.
—O en
Yiddish
—suspiró Michael—. La verdad es que algunos de nuestros miembros observan actitudes muy elogiables respecto a la cuestión racial.
—En privado. Muy en privado. Se sienten tan intimidados que tienen miedo a hablar de ello, a menos que estén cerradas todas las ventanas. Querido, ¿No tendrás, tarde o temprano, que enfrentarte con esto desde el púlpito? —dijo ella.
—Más adelante —respondió Michael, cerrando tras de sí la puerta del cuarto de baño.
Había admitido ya su derrota en el campo de las relaciones interraciales.
El shamus, o portero, del templo Sinaí, que en Brooklyn habría sido un piadoso y viejo judío que utilizaría el empleo como excusa para dedicarse a una vida de estudio y oración, era un rollizo negro llamado Joe Williams.
Michael observó desde el principio que el cubo de la basura no era vaciado nunca, que las piezas de metal no brillaban nunca, que los suelos permanecían sin limpiar y sin encerar, a menos que él insistiese repetidamente en que se hiciera. Williams también era poco dado a hacer otras cosas, como lo demostraba el acre olor que exhalaba su cuerpo y que hacía juego con las manchas de blanquecinos bordes que aparecían en los dos sobacos de su camisa.
—Deberíamos despedirle y coger a otra persona —insistió Michael a Saul Abelson, presidente del comité de conservación.
Abelson sonrió con tolerancia.
—Todos son iguales, rabbi —dijo—. El siguiente sería tan malo como éste. Siempre hay que estar encima de ellos.
—¿Pretende decirme que no veo todos los días negros limpios, cuidadosos y esmerados en esta ciudad? ¿Por qué no intentamos contratar a alguien así?
—Aún no comprende —dijo pacientemente Abelson—. Si Joe se ha mostrado perezoso, tendré que hablar con él.
Un día, irritado porque los objetos de plata destinados al culto no habían sido abrillantados, Michael invadió los dominios del shamus.
El sótano era sombrío y olía a humedad y a periódicos mohosos. Encontró a Joe Williams durmiendo borracho sobre un mugriento catre del Ejército. Le sacudió; el hombre murmuró algo y se humedeció los labios con la lengua, pero no se despertó. A su lado, en el suelo, había un cuaderno de notas y un trozo de lápiz. Michael lo recogió.
Leyó solamente la única línea garrapateada en la primera página.
El negro tiene dos metros de estatura. Él mundo es como una habitación con el techo a una altura de metro y medio.
Dejó el cuaderno donde lo había encontrado y no volvió a molestar más a Joe Williams.
En vez de ello, todos los viernes por la tarde se encerraba durante media hora en su estudio. Extendiendo varios periódicos sobre la mesa, utilizaba un trapo y el sistema internacional de pulimento para dejar resplandeciente el cáliz de plata del
Shabbat
que había de usar en el servicio de la noche. Y, a veces, mientras frotaba y sentía dentera al metérsele entre las uñas la arenilla, oía algún ruido o una esporádica maldición, proveniente de los dominios del shamus y que indicaban que Joe Williams continuaba vivo.
Leslie escribía un artículo para cada edición del News. Eran artículos ligeros, humorísticos o históricos, enfocados siempre desde un ángulo de interés humano. Recibía por cada uno de ellos siete dólares y cincuenta centavos y un ejemplar que su marido miraba con cierto temor.
Sus vidas se desarrollaban en medio de una rutina que ambos encontraban agradable. Los días iban cayendo del mismo predecible modo que los patos de metal en una galería de tiro. Ambos sentían la impresión de que siempre habían estado casados el uno con el otro. Ella empezó a hacerle un grueso jersey de punto, como regalo de su primer aniversario de boda, que él no tardó en descubrir escondido en el armario trastero, del cual procuró en lo sucesivo mantenerse alejado.
Al sucederse las estaciones, las hojas fueron adquiriendo nuevos colores, no los brillantes de los árboles que se extendían a lo largo del Hudson y el Charles, sino desvalidos marrones y anémicos amarillos. Luego, en vez de las nieves de inviernos anteriores, llegaron las lluvias, la clase de lluvias a que estaban acostumbrados.