Michael pensó mucho en las cosas que había dicho su abuelo antes de morir. Sabía que eran la clase de cosas que podría haberse esperado que dijera el Zaydeh, y que su consejo no tenía nada que ver con Ellen Trowbridge. Pero se sentía afectado por el hecho de que Isaac hubiera fallecido lleno de miedo a la muerte y a los gentiles, aun cuando el primero era inevitable y el segundo ya no volvería a acosarle más.
Trató de decirse a sí mismo que el Zaydeh era un anciano perteneciente a un mundo que ya no existía. La quinta noche, mientras sus padres y sus visitantes se hallaban sentados en el cuarto de estar escuchando la descripción que Ruthie hacía de la recogida de naranjas en Rehovob, entró en la cocina y descolgó el teléfono. Marcó el número de la Central. Sonó dos veces el zumbido de la línea y se oyó luego la voz de la telefonista.
—Quiero poner una conferencia —dijo.
—¿Con qué número quiere hablar?
Su madre entró en la cocina.
—Voy a hacer un poco de té —dijo—. Ah, tengo ganas de que termine todo esto. Gente todos los días y gente todas las noches.
Michael volvió a colgar el aparato.
La noche siguiente al final de la semana de luto, fueron a cenar a un restaurante. Mientras comía el filete, se sintió incapaz de tragar. Se excusó y salió del comedor. Dio tres dólares a la cajera y tomó el cambio en monedas pequeñas.
Luego, se dirigió a la cabina telefónica. Se sentó en la pequeña banqueta y apoyó la cabeza contra el cristal, pero no llegó a hacer la llamada.
Al día siguiente, cuando su madre le pidió que se quedara en casa en vez de volver a Las Arenas, se sintió aliviado.
—Será una gran ayuda para tu padre tenerte cerca —dijo.
Llamó a la agencia de colocación, y le dijeron que le enviarían un cheque. Le debían 426 dólares y 19 centavos.
Su padre reanudó su trabajo, Michael le veía muy poco. Daba largos paseos y empezó a frecuentar pequeños teatros donde proyectaban películas viejas. Cuando llegó el momento, se inscribió en la universidad. En su tercer día de estudiante, fue a su buzón y encontró una carta de Ellen Trowbridge. Era una carta breve, amistosa, pero un poco ceremoniosa. No le preguntaba por qué no se había puesto en contacto con ella. Decía, simplemente, que estaba viviendo en un lugar llamado Whitman Hall, por si quería escribirle, y que lamentaba mucho lo de su abuelo. Se guardó la carta en el bolsillo.
Dos noches después, acudió a una reunión del club estudiantil para considerar su posible ingreso. Se bebió cuatro copas y decidió que no quería ingresar, porque sería vivir en casa y, de todas maneras, los miembros del club no le parecían particularmente interesantes. Salió y estuvo andando hasta llegar a un pequeño bar, en el que entró y pidió un vaso de whisky. Tomó dos más, recordando la botella del Zaydeh en el barril de habichuelas. Luego, caminó hasta que se encontró en los terrenos de la universidad. Rodeó la Biblioteca Butler y se sentó en un banco de piedra, junto a una cantarina fuente.
Todos los edificios estaban a oscuras, excepto la biblioteca, situada a su espalda, y el edificio de la prensa. Debajo de él, la estatua de John May emergía como un
Golem
. Sacó la carta del bolsillo y la rompió cuidadosamente en dos pedazos, luego en cuatro y luego en pequeños trocitos que cayeron a sus pies sobre el cemento. Alguien estaba sollozando. No tardó en darse cuenta de que era él.
Dos muchachas bajaron por las escaleras de la biblioteca. Se detuvieron y se le quedaron mirando.
—¿Estará enfermo? —preguntó una de ellas—. ¿Voy a llamar a un guardia?
La otra se acercó a él.
—Evelyn —dijo la primera—, ten cuidado.
«Qué embarazoso resulta esto», pensó él.
La muchacha acercó su rostro al de él. Llevaba gafas. Tenía los dientes salientes y la cara llena de pecas. Su suéter era azul y de pelusa. Olfateó y, luego, hizo una mueca.
—Está borracho como una cuba —dijo—. La ha cogido llorona.
Sus tacones se alejaron repiqueteando airosamente en la oscuridad.
Sabía que ella tenía razón. No había lágrimas en sus mejillas. No lloraba porque su Zaydeh estuviese bajo tierra, ni porque tuviera miedo de amar a Ellen Trowbridge. Hipaba y sollozaba porque quería que el viento llevara los trocitos de la carta hacia Amsterdam Avenue, y, en vez de ello, los estaba impulsando hacia Brooklyn. Luego, el viento cambió, y los fragmentos revolotearon velozmente en la dirección adecuada. Pero él siguió sollozando. Le venía bien.
ERRANDO POR EL DESIERTO
Woodborough, Massachusetts
Noviembre de 1964
Mary Margaret Sullivan acomodó sus enormes caderas en la silla situada tras la mesa en el despacho de la enfermera jefe y suspiró. Alargó la mano y cogió del archivador una carpeta de tapas metálicas. Durante varios minutos garrapateó con la pluma el papel, registrando un incidente ocurrido en la sala de Templeton y provocado por una tal señora Felicia Serapin, que había pegado a otra mujer en la cara con el tacón de su zapato.
Cuando terminó, miró pensativamente el recipiente del café y el hornillo eléctrico colocados encima de un archivador, al otro lado de la habitación. Había decidido que el café no merecía el esfuerzo necesario para levantar su cuerpo de su lugar de reposo cuando el rabino Kind asomó la cabeza por la puerta.
—Ah, el padre judío —dijo.
—¿Qué está haciendo, Maggie?
Entró en el despacho y se quedó parado con un montón de libros en las manos.
Ella se levantó con gran esfuerzo y se acercó al archivador para coger dos tazas, enchufando el hornillo al pasar. Puso las tazas sobre la mesa y echó en ellas una cucharada de un polvo marrón que sacó de un bote guardado en el primer cajón.
—No puedo tomar café. Quiero darle estos libros a mi mujer.
—Está en la sesión de terapia ocupacional. La mayoría de ellas están. —Volvió a sentarse pesadamente—. Tenemos una nueva paciente judía, a la que usted podría saludar. Se llama Hazer Birnbaum. Señora Birnbaum. La pobrecilla piensa que todas están conspirando contra ella. Esquizofrenia.
—¿Donde está?
—En la diecisiete. ¿No quiere primero un poco de café?
—Gracias, pero voy a visitarla. Si luego hay tiempo, me puede vender una taza.
—Se habrá acabado. Vea al capellán.
Sonriendo, cruzó la semidesierta sala. Todo se hallaba deprimentemente limpio: el resultado del paciente trabajo.
En la habitación 17, una mujer se hallaba tendida en la cama.
Sus negros cabellos estaban desparramados sobre la blanca almohada. «¡Dios mío —pensó—, se parece una barbaridad a mi hermana Ruthie!».
—¿Señora Birnbaum? —dijo, sonriendo—. Soy el rabbi Kind.
Unos grandes ojos azules le contemplaron por un momento y, luego, desviaron la mirada hacia el techo.
—Sólo quería saludarla. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?
—Márchese —dijo ella—. No quiero molestar a nadie.
—De acuerdo. No me quedaré. Suelo venir regularmente por la sala. La volveré a ver.
—Le ha enviado Morty —dijo ella.
—No, no. Ni siquiera le conozco.
—¡Dígales que me deje en paaaz!
«Gritos no —pensó—. Me siento indefenso ante los gritos».
—Volveré a verla pronto, señora Birnbaum.
La mujer estaba descalza y con las piernas descubiertas. En la habitación hacía frío. Cogió la manta gris que estaba a los pies de la cama y la tapó, pero ella se la quitó de una patada como una niña malcriada.
Él se marchó apresuradamente.
La habitación de Leslie estaba a la vuelta del recodo, al final del pasillo. Dejó los libros sobre la cama y, luego, arrancó una página de su libreta de notas y escribió: Volveré esta tarde. Estabas en la terapia ocupacional. Espero que te siente bien, como un par de calcetines sin agujeros.
A la vuelta, echó una ojeada al despacho de Maggie para despedirse, pero la enfermera jefe se había marchado. El agua puesta sobre el hornillo despedía una columna de vapor que estaba humedeciendo el techo.
Desenchufó el hornillo y, decidiendo que tenía tiempo, echó agua en una de las tazas.
Mientras bebía lentamente el café, escribió una lista:
COSAS PARA HACER.
En el Hosp. General:
Susan Wreshinsky en Maternidad (¿Niño? ¿Niña?). Dar la mazal tob.
Lois Gurwitz (nieta de la señora Leibling), apéndice.
Jerry Mendelsohn, pierna.
En la biblioteca pública:
Pedir Biog. de Bialik.
Microfilm de artículos del New York Times sobre vigilantes judíos en los disturbios raciales, para sermón.
Sus ojos vieron el nombre de su mujer en una de las tapas metálicas del archivo, y, sin que interviniera su voluntad, sus manos cogieron la carpeta. Vaciló un momento y, luego, la abrió. Tomó otro trago de café y empezó a leer.
Woodborough State Hospital.
Paciente: Señora Leslie (Rawilings) Kind.
Historia clínica presentada en
sesión médica de
21 de diciembre de 1964.
Diagnóstico: Melancolía involutiva.
La paciente es una atractiva y bien formada mujer de raza blanca, de cuarenta anos de edad, con aspecto de buena salud. Su cabello es rubio oscuro. Mide 1,69 m. Pesa 65Kg.
Fue traída al hospital el 28 de agosto de 1964 por su marido. Los síntomas anteriores a la admisión eran los de un estado «neurasténico», durante el cual se quejaba de que las cosas eran demasiado pesadas para ella, que se cansaba con facilidad, tanto mental como físicamente, que se encontraba irritable, agitada e incapaz de dormir.
Durante las once primeras semanas de hospitalización, la paciente permaneció muda. Con frecuencia, presentaba el aspecto de querer llorar, sin que al hacerlo obtuviera alivio.
Comenzó a hablar al final del segundo de una serie de doce tratamientos electroconvulsivos, nueve de los cuales le han sido ya administrados. La torazina parece haberle proporcionado un buen alivio sintomático. Se está sustituyendo su uso con pirrolazota en dosis gradualmente crecientes hasta 200mg.
La amnesia resultante del tratamiento parece ser mínima. En conversaciones con su psiquiatra durante la semana pasada, la paciente ha dicho que recuerda haber observado silencio a consecuencia de una aversión a compartir con nadie su culpabilidad, dimanante de un desvío hacia su padre y de la suposición de que no era buena madre y esposa debido a una experiencia sexual premarital cuando era estudiante hace más de dos décadas. Su marido tuvo conocimiento de esta experiencia antes de su matrimonio, y la paciente no recuerda haber sido molestada por remordimientos —ni siquiera haber pensado en el incidente— hasta hace varias semanas. Si bien recuerda claramente la reciente aparición de sentimientos de culpabilidad en relación tanto al incidente sexual de su juventud como a la pérdida del amor de su padre, estos sentimientos de culpabilidad no la atormentan ya.
La paciente se muestra ahora tranquila y optimista.
Describió como buenas sus relaciones sexuales con su marido. Su ciclo menstrual ha sido irregular durante casi un ano. Su actual enfermedad parece ser una ansiosa y agitada depresión de la menopausia.
Hija de un ministro congregacional, la paciente se convirtió al judaísmo antes de su matrimonio, hace dieciocho años, con su marido rabino. Su compromiso con la religión judía parece ser fuerte, y sus sentimientos de culpabilidad no parecen centrarse en el abandono de sus creencias cristianas, sino, más bien, en lo que ella consideraba como traición a su padre. La paciente, educada en un hogar en el que la doctrina bíblica formaba parte integrante del medio ambiente, se ha convertido desde su matrimonio en una estudiosa del
Talmud
que, según su marido, goza de la amistad y admiración de reconocidas autoridades de las escuelas rabínicas.
Su vida ha sido la existencia intermitente nómada de la familia de un clérigo con ideas un tanto rígidas respecto al comportamiento de sus fieles. Esto, al parecer, ha impuesto ciertas cargas emocionales, tanto sobre la paciente como sobre su marido.
A pesar de estas cargas, el pronóstico de este caso es favorable.
Yo recomendaría que se relevara a la paciente del internamiento en el hospital después del duodécimo tratamiento electroconvulsivo. Se recomienda la continuación del tratamiento por un psiquiatra del que pueda recibir psicoterapia intermitente, a ser posible con la colaboración de su marido en la terapia.
(Firmado) DANIEL L. BERENSTEIN,
Psiquiatra Decano.
Estaba empezando a leer el siguiente informe psiquiátrico, cuando vio que Maggie estaba en el umbral de la puerta, mirándole.
—Anda usted como si llevara zapatillas de goma —le dijo él.
Ella se acercó pesadamente a la mesa, le quitó de las manos la carpeta de Leslie y volvió a ponerla en el archivador.
—No debe hacerlo, rabbi. Si quiere saber algo acerca del estado de su mujer, pregúnteselo a su psiquiatra.
—Tiene razón, Maggie —respondió.
Ella inclinó silenciosamente la cabeza cuando él se despidió Michael se guardó sus notas en el bolsillo y salió del despacho caminando rápidamente por el corredor demasiado limpio, en el que sus pasos resonaban huecamente.
La carta llegó cuatro días más tarde.
Querido Michael:
Cuando visites de nuevo el despacho del capellán, te darás cuenta de que falta de tu mesa tu ejemplar de la
Cábala
. Le dije al doctor Bernstein que utilizara una llave maestra para abrir la puerta y cogerlo para mi. Él cometió el robo, pero yo fui el cerebro inspirador.
El bueno de Max Gross insistía en que un hombre debía tener por lo menos cuarenta anos antes de intentar asimilar el misticismo cabalístico. ¡Cuánto se sorprendería Max si supiera que yo llevo ya diez anos esforzándome con él, yo, una simple mujer!
He estado reuniéndome regularmente con el doctor Bernstein para lo que tú solías llamar sesiones «psicoquímicas». Ya nunca volveré a caer en la presunción de reírme de la psicoterapia. Es curiosa, pero lo recuerdo casi todo acerca del periodo de enfermedad. Siento grandes deseos de hablarte de ello. Creo que será más fácil hacerlo por carta, no porque no te quiera lo bastante como para hablar de estas cosas mirándote a los ojos, sino porque soy tan cobarde que no sé si llegaría a decir todas las palabras necesarias.
Así, pues, te las escribiré ahora, antes de que pierda el valor.
Como sabes muy bien, me he encontrado mal durante el año pasado. Lo que no sabes, porque yo no podía decírtelo, es que casi un mes antes de que me llevaras al hospital no dormía apenas nada. Tenia miedo de dormir, miedo de los dos sueños que tenia una y otra vez, como si estuviese en alguna Casa de los Horrores de uno de esos parques de atracciones y no pudiera salir de ella.
El primer sueño tenía lugar en el salón de la vieja rectoría de la calle de Elm en Hartford. Veía cada detalle con tanta claridad como si los estuviese contemplando sobre una pantalla de televisión. Veía el raído sofá de pelo escarlata y las dos sillas gemelas de terciopelo, con los frívolos antimacasars que la señora Payton regalaba anualmente. Veía la gastada alfombra oriental y la barnizada mesita de caoba, sobre la que había dos desconchados canarios de porcelana bajo una cúpula de cristal. Veía las cosas que había en las paredes; una fotografía coloreada a mano de un pequeño riachuelo que serpenteaba juguetón a través de un prado, los patines de «Currier Ives», un ramo de flores artificiales de mi primer corte de pelo, y, sobre la gran chimenea de mármol, en la que jamás se encendía fuego, un pequeño letrero: