Queens, Nueva York
Febrero de 1939
Una tarde de invierno, durante el segundo año de Michael en Columbia, su madre dio minuciosas instrucciones a Lew, que desde hacía años tenía a su cargo sus tratamientos de belleza, y él le aplicó unos líquidos malolientes que dieron una tonalidad gris a su cabello. La vida entera de Dorothy experimentó un sutil cambio. Quizás el hecho de que Abe Kind dejara poco después de perseguir a otras mujeres se debiera exclusivamente a que estaba ya dejando atrás su juventud. Michael prefería pensar que se debía a que su madre se había puesto de acuerdo consigo misma. En primer lugar, usaba menos maquillaje. El cabello gris enmarcaba un rostro en vez de una máscara. Aprendió a hacer punto, y toda la familia empezó a llevar jersey de casimir y calcetines de lana escocesa. Tanto Abe como Dorothy comenzaron a acudir con su hijo a los servicios religiosos los viernes por la noche. Por primera vez los Kind se convirtieron en una verdadera familia.
Un domingo por la mañana, mientras sus padres dormían todavía, Michael se levantó de la cama para reunirse con su hermana, que se había echado una bata sobre su pijama y estaba acurrucada en el sofá del cuarto de estar, comiendo una tostada con crema de queso, mientras hacía el crucigrama del New York Times. Él cogió la sección literaria y el resumen de noticias de la semana y se dejó caer en un sillón. Durante diez minutos, permaneció sentado, leyendo y oyendo a Ruthie comer la tostada y el queso. Luego, no puedo aguantar más; se levantó, se limpió los dientes y se preparó también una tostada con queso. Ella le miró mientras él comía sin hacerle caso. Por fin, levantó la mirada. Ruthie tenía los ojos de su madre, pero brillaba en ellos la inteligencia de su padre.
—Por poco me quedo en Palestina —dijo ella.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Michael.
—Conocí allí a un chico. Me pidió que me casara con él. Yo deseaba hacerlo. ¿Me habrías echado mucho en falta si no hubiese vuelto?
Michael dio otro mordisco y la miró fijamente. Estaba diciendo la verdad, decidió. Si hubiera estado gastándole una broma, habría echado más dramatismo al asunto.
—Si querías casarte con él, ¿Por qué no lo hiciste?
—Porque no sirvo. Porque no soy más que una vulgar neoyorquina en vez de una mujer pionera.
El le preguntó cómo era el palestino. Ella se levantó y echó a andar descalza hacia su cuarto. Michael oyó el chasquido de su bolso al abrirse. Cuando volvió, llevaba en la mano la fotografía de un joven de ondulados cabellos castaños y barba del mismo color. Llevaba solamente unos pantalones cortos de color caqui y estaba de pie junto a un tractor, con una mano apoyada en él, la cabeza inclinada a un lado y los ojos entornados para protegerse del sol. No sonreía. Su cuerpo era bronceado y musculoso, tal vez excesivamente delgado. Michael no sabía si le agradaba o no el hombre de la fotografía.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—Saul More. Antes se llamaba Samuel Polansky. Es de Londres. Lleva cuatro años en Palestina.
—Se cambió de nombre. ¿Se dedica a la fabricación de fajas?
Ella no sonrió.
—Es un idealista —dijo—. Quería un nombre que significara algo. Eligió el de Saul porque, a su llegada a Palestina, pasó tres meses luchando contra los guerrilleros árabes. Y More porque significa profesor, y eso es lo que él quería ser, lo que es.
Michael miró al tractor.
—¿No es un campesino?
Ella movió la cabeza.
—Enseña en la escuela
Kibutz
. La colonia se llama Tikveleé Mashar. Está en medio del desierto, con sólo unos cuantos árabes amigos como vecinos. El sol es tan fuerte que hace daño a los ojos. El cielo no tiene apenas nubes. El desierto no es más que blanqueadas arenas y abrasadas rocas, y el aire es muy seco. Lo único verde que allí existe son las zanjas de riego. Si dejan de llevar agua, las plantas se agostan y mueren.
Se produjo un silencio. Él se dio cuenta de lo seria que estaba y no supo qué decirle.
—Hay un teléfono en la oficina del
Kibutz
. A veces funciona.
Deberías ver los lavabos. Parecen algo salido de la vieja historia americana. —Recogió un pedacito de tostada que había caído sobre su bata y le dio vueltas entre los dedos, examinándolo—. Me pidió que me casara con él, y yo lo deseaba con toda mi alma. Pero no podía soportar los lavabos, así que volví a casa. —Le miró y sonrió—. ¿No es una extraña razón para rechazar una propuesta de matrimonio?
—¿Qué vas a hacer?
Ruthie había abandonado los estudios después de seguir durante dos años la carrera de comercio en la Universidad de Nueva York. Ahora estaba trabajando como secretaria en la Columbia Broadcasting System.
—No lo sé. Estoy un poco aturdida. Me escribe desde hace más de un año. Y yo contesto a todas sus cartas. No puedo cortarlo. —Le miró—. Tú eres mi hermano. Dime qué debo hacer.
—Nadie puede decirte lo que debes hacer, Ruthie. Tú lo sabes, —carraspeó—. ¿Qué hay de los chicos con los que sales continuamente? ¿No hay ninguno que…?
La sonrisa de ella era triste.
—Tú conoces a la mayoría de los chicos con los que salgo. Estoy destinada a casarme con alguien que escriba guiones publicitarios. O con alguien cuyo padre posea una agencia de automóviles. Alguien celoso, alguien que pueda darme un lavabo, que interprete a Brahms cuando esté en la iglesia y derrame Chanel al tirar de una cadena dorada.
Michael miró a su hermana y, por un momento, la vio tal como aparecía ante los demás hombres. Una morena de ojos claros, con una bella sonrisa que dejaba al descubierto dientes blancos y regulares. Una muchacha de altos senos con un cuerpo atractivo. Una mujer hermosa. Se sentó junto a ella y, por primera vez desde su niñez, la rodeó con su brazo.
Su propia vida romántica no era mucho más feliz que la de Ruthie. Salía con Mimi Steinmetz porque ella estaba allí, al otro lado del pasillo. De vez en cuando, se enzarzaban en un juego sexual de colegiales, conteniéndole ella con las manos, pero sin demasiada energía, queriendo en el fondo ser vencida. Él no obtenía ninguna victoria, porque se daba cuenta de que lo que ella sentía no era tanto deseo de tenerle como de poseerle. Y él no sentía ningún deseo de poseer ni de ser poseído.
Su energía sexual carecía de válvula de escape, y se tornó agitado y nervioso. A veces, cuando se quedaba estudiando hasta horas avanzadas de la noche, paseaba de un lado a otro en su habitación. Los Friedman, que vivían en el apartamento situado justamente debajo del de los Kind, se quejaron tímidamente a Dorothy. Y, entonces, Michael empezó a dar largos paseos al aire libre. Sus pies recorrían incansablemente el pavimento de Manhattan. Caminaba por Queens. Un día tomó el ferrocarril elevado en Brooklyn, pensando al principio apearse en el parque de Borough pero, en lugar de ello, continuó pegado a su asiento hasta que el tren lo hubo dejado atrás y descendió en Bensonhurst, donde caminó manzana tras manzana ante las viejas casas. El andar se convirtió para él en algo parecido al alcohol; se emborrachaba entregándose a su vicio secreto, mientras sus amigos dormían, escuchaban música, estudiaban o trataban de conquistar a una chica.
Una noche de enero, después de estar estudiando hasta las diez, salió de la Biblioteca Butler y echó a andar hacia el metro. Nevaba con grandes copos blancos que ocultaban el mundo. Pasó por delante del quiosco del metro como un sonámbulo. A los diez minutos, se dio cuenta de que se había extraviado, pero no le importó. Dio la vuelta a una esquina y penetró en una calle oscura y estrecha, demasiado ancha para ser un callejón, carente de toda iluminación y flanqueada de viejas casas. En una isla de luz, bajo una lámpara de un cruce, se hallaba un corpulento policía, con su roja cara vuelta hacia los copos de nieve que caían. Cuando Michael pasó a su lado, le saludó con una inclinación de cabeza.
Hacia la mitad de la manzana, Michael oyó a su espalda unos pasos rápidos y suaves. El corazón le empezó a latir aceleradamente en el pecho y se volvió, lamentando haber sido lo bastante estúpido como para andar solo de noche por Manhattan; luego, el hombre pasó, rápidamente pero lo suficientemente cerca de Michael para que éste le viera fugazmente. Un hombre bajo, de cabeza grande y con una barba a la que se adhería la nieve, nariz larga, ojos entornados, abrigo oscuro desabrochado a pesar del frío, y las manos enlazadas a la espaldas. Murmuraba en voz baja. ¿Rezaba? A Michael le pareció que pronunciaba palabras hebreas.
A los pocos segundos, Michael ya no podía verle. Oyó el ataque más que lo vio: el sonido de golpes, el gemido de aire expulsado al ser pegado en el estómago, el chasquido de puños.
—¡Policía! —gritó Michael—. ¡Policía!
A lo lejos, el guardia que estaba bajo la lámpara se volvió y empezó a correr. Estaba muy gordo y se movía con gran lentitud. Michael sintió deseos de ir hasta él y llevarle de la mano, pero no había tiempo. En lugar de ello, echó a correr hacia delante, dándose de boca con ellos dos, arrodillados sobre una forma inmóvil.
Una de las figuras arrodilladas se levantó silenciosamente y desapareció en la oscuridad. La otra, más próxima, se lanzó contra Michael, cuyo puño derecho rozó la mejilla sin afeitar del hombre. Michael vio unos ojos llenos de odio y de miedo, una nariz aplastada, una boca delgada. Joven, chaqueta negra de piel. Guantes de piel.
Uno de los puñetazos se estrelló contra su boca, y lo, sintió con alivio: no había navaja. En la mano izquierda tenía el libro «Estudio de la civilización americana» de Ferguson y Braun, que pesaba por lo menos dos kilos. Se lo pasó por la mano derecha y lo blandió con toda la fuerza que pudo. El libro produjo un intenso chasquido, y el asaltante cayó sobre la nieve soltando un taco. Se arrastró unos metros apoyándose en las manos y en las rodillas, se levanto y huyo.
El hombre bajo y barbudo se estaba incorporando. Se había quedado sin resuello, y el aliento le silbaba en la garganta al aspirar. Por fin, respiró profundamente y sonrió, señalando con la cabeza al libro.
—El poder de la palabra impresa.
Hablaba con acusado acento.
Michael le ayudó a ponerse en pie. Una oscura burbuja en la blanca nieve resultó ser una gorra, una yarmulka. Estaba llena de nieve. Con nieve y todo, se la metió en el bolsillo del abrigo con un azorado gesto de agradecimiento.
—Estaba recitando la Shema. La oración vespertina —aclaró el agredido.
—La conozco.
Jadeando horriblemente, llegó el agente de policía. Michael le contó lo que había sucedido, sorbiéndose la sangre que manaba de su labio partido. Los tres hombres regresaron al haz de luz que había bajo la lámpara.
—¿les ha visto la cara? —preguntó el policía.
El hombre bajo movió la cabeza.
—No.
Michael había visto unos cuantos rasgos, borrosos a causa del movimiento. El policía preguntó si podría identificar al hombre en una fila de varios.
—Estoy seguro de que no podría.
El policía suspiró.
—En ese caso, será mejor que lo olviden. Ahora, ya estarán lejos. Probablemente, son de otra parte de la ciudad. ¿Se han llevado algo?
El hombre barbudo tenía una moradura debajo del ojo izquierdo. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y cuando la sacó la tenía cerrada. La abrió y mostró en la palma una moneda de medio dólar, otra de un cuarto de dólar y dos níqueles.
—No —dijo.
—¿Eso es todo lo que llevaba? —preguntó con suavidad el policía—. ¿No tiene cartera?
Denegó con la cabeza.
—Le matarían a uno por un centavo —declaró el policía.
—Voy a coger un taxi —dijo Michael al hombre barbudo—. Permítame que le lleve.
—No, no. Vivo a sólo dos manzanas. En Brooklyn.
—Entonces, iré andando con usted y cogeré allí el taxi —concluyó Michael.
Dieron las gracias al policía y caminaron en silencio sobre la nieve, sintiendo el dolor de sus moraduras. Finalmente, el hombre se detuvo delante de un viejo edificio de ladrillos que mostraba en la puerta una ilegible placa de madera.
Cogió la mano de Michael.
—Le estoy muy agradecido. Soy Gross, Max Gross. El rabino Max Gross. ¿No quiere tomar una taza de té conmigo?
Michael sentía curiosidad y accedió, presentándose a su vez. Al entrar, el rabino Gross se puso de puntillas para tocar una
Mezuzá
colocada sobre el dintel, y después se besó las yemas de los dedos. Sacó del bolsillo su yarmulka, empapada ya por la nieve fundida, y se la puso sobre la cabeza. Una pequeña caja de cartón contenía un montón de casquetes y se los señaló a Michael.
—Ésta es la casa de Dios.
Michael se puso uno, pensando que, si era así, Dios necesitaba una limosna. La estancia era pequeña y estrecha, más parecida a un pasillo que a una sala, lo suficientemente ancha para acomodar solamente diez filas de sillas plegables colocadas ante el altar. Un agrietado linóleo cubría el suelo. En un extremo del recinto, una pequeña dependencia contenía una destartalada mesa de despacho y varias sillas de mimbre. Gross se quitó el abrigo y lo echó sobre la mesa. Llevaba un traje azul marino, sin planchar. Michael no podía asegurar si llevaba corbata bajo la barba. El rabino iba muy pulcro, pero a Michael le dio la impresión de que si no tuviera barba estaría todo el tiempo necesitando un afeitado.
Sonó un estruendo que hizo estremecer al edificio entero. La desnuda bombilla que colgaba al extremo de su cordón se bamboleó, haciendo danzar grandes sombras sobre el techo.
—¿Qué es eso? —preguntó sobresaltado Michael.
—El metro.
En el lavabo, llenó de agua un abollado puchero de aluminio y lo puso a hervir en un hornillo eléctrico. Las tazas eran gruesas y estaban resquebrajadas. Coloreó las dos tazas de agua con una sola bolsita de té. Utilizaron azúcar en terrones.
El rabino recitó una brocha. Se sentaron en las sillas de mimbre y bebieron.
La magulladura de la cara del rabino estaba adquiriendo una tonalidad purpúrea. Sus ojos eran grandes y oscuros, y brillaba en ellos la inocencia, como en los de un niño o un animal. Un santo o un necio, se dijo Michael.
—¿lleva mucho tiempo aquí, rabbi?
Él sopló sobre el té. Reflexionó largo rato.
—Dieciséis años. Sí, dieciséis.
—¿Cuántos miembros tiene usted en su congregación?
—No muchos. Unos cuantos. La mayoría, viejos.