—¿Sabe a pollo?
—Un poco. Pero, en realidad, no.
—¿Sabe a pescado?
—Un poco.
—¿A qué sabe en realidad?
Finalmente, un sábado por la tarde llegó a casa llevando una bolsa de papel grande y húmeda.
—Toma —dijo a Dorothy—. Ess gezunteh hait.
Ella cogió la bolsa y, al instante, lanzó un chillido, mientras la dejaba caer sobre la mesa de la cocina.
—Hay algo vivo ahí dentro —dijo.
Él abrió la bolsa y se echó a reír a carcajadas al ver la cara de su mujer cuando miró a las langostas. Había tres de estas criaturas, grandes y verdosas, con pequeños y abultados ojos oscuros, que le pusieron a Dorothy la carne de gallina. Cuando llegó el momento de echarlas en el puchero de agua hirviendo, se vio claramente que Abe estaba más que asustado de los ondulantes tentáculos y las crueles garras, y entonces le tocó a ella reírse. Ni siquiera quiso probar la langosta. Aunque se había rebelado contra la severidad de su suegro e iniciado la insurrección de la familia contra las cosas que él defendía, era mucha la diferencia entre mezclar platos en el aparador y masticar y tragar carne que, según había oído decir toda la vida, era prohibida y repugnante. Estremeciéndose, salió corriendo de la habitación. Pero llegó a gustarle el tocino fresco cuando Abe lo llevó a casa y se lo frió, y no tardó en servirlo con huevos como desayuno varias veces a la semana.
El padre de Michael fue uno de los primeros fabricantes de fajas que presentó su mercancía en estrechos tubos llenos de colorines. El entusiasmo con que sus clientes recibieron la innovación le hizo pensar en una expansión en línea rápidamente ascendente. Un día, llegó a casa e indicó a Dorothy que se quitase el delantal y se sentara.
—Dorothy, ¿Qué te parecería si te cambiara el apellido?
—Mishugineh, ya lo hiciste hace catorce años.
—Hablo en serio, Dorothy. Me propongo cambiar el apellido Rivkind. Legalmente.
Ella le miró alarmada.
—¿Por cuál? ¿Y por qué?
—Por la empresa Fajas y Sostenes Rivkind. Por eso. Suena simplemente como lo que es. Un taller de confección que nunca se pondrá a la cabeza de la industria corsetera. La nueva presentación de los productos exige un nombre distinguido.
—Pues cambia el nombre de la compañía. ¿Qué tiene eso que ver con nuestro apellido?
—Mira. Todo lo que hay que hacer es cortar nuestro apellido por la mitad. —Le enseñó el eslogan mecanografiado en un trozo de papel—. «Pórtese bien con su silueta».
Ella le miró y se encogió de hombros. Así, porque la palabra iba bien a un slogan sobre un delgado tubo, pero, sobre todo, porque algo en el interior del padre de Michael le exigía imperativamente ser el señor Kind, de Fajas Kind, el apellido familiar Rivkind iba a ser cambiado legalmente por los tribunales.
La reforma, aun en cuestiones personales, es difícil de mantener dentro de estrechos límites. Varios de sus vecinos se habían trasladado al nuevo barrio de Queens. Por fin, Abe hizo caso a las insistentes peticiones de Dorothy, y compraron un apartamento en un edificio de ladrillo amarillo que acababa de ser levantado en Forest Hills.
Isaac no pareció afectarse cuando supo que se habían trasladado de Brooklyn a un barrio situado a varios kilómetros de distancia del asilo Hijos de David. Las visitas habían ido haciéndose cada vez menos frecuentes, y cuando Abe, impulsado por un repentino remordimiento de conciencia, llevó a Michael a ver a su Zaydeh, los tres se encontraron con que tenían poco de qué hablar. El Zaydeh había conseguido que el hijo del señor Melnick le examinara y le hiciera una prescripción médica, y Abe pagó de buena gana la botella de whisky canadiense medicinal, que pasó a ocupar un puesto de honor en la cómoda de su padre. El whisky de centeno y el estudio profundo de la
Torá
llenaban ahora la vida de Isaac Rivkind, y los visitantes agotaron pronto la conversación sobre estos dos temas.
Sin embargo, una visita que hicieron al asilo poco después de su éxodo a Queens suministró al Zaydeh un tema del que hablar. Se acercaba
Sukkot
, y, como siempre en ese tiempo, Michael pensaba mucho en su abuelo. Durante varias semanas había estado rogándole a su padre que le llevara a ver al Zaydeh, y cuando llegó el día, tenía un montón de dibujos hechos a lápiz, que eran su regalo especial para el anciano.
Cuando Isaac se sentó en su cama y miró los dibujos, uno de ellos le llamó particularmente la atención.
—¿Qué es esto, Micheleh? —preguntó.
—Eso es la casa en que vivimos —repuso Michael, señalando una mancha de color—. Y eso es un árbol que tiene castañas y una ardilla. Y eso es la iglesia de la esquina.
Era esta última, adornada con una cruz, lo más fielmente reproducido de todo el dibujo, lo que había captado el interés de Isaac. La cruz y la nueva firma, cuidadosamente escrita, de Michael.
—¿No sabes cómo se escribe tu apellido? —preguntó.
—Lo ha escrito bien, papá —intervino rápidamente Abe—. Lo he cambiado legalmente.
Esperaba el estampido de los viejos truenos, pero Isaac apenas si parpadeó.
—¿Ya no te apellidas Rivkind?
Escuchó, sin el menor comentario, la larga explicación de su hijo acerca de las razones comerciales que justificaban el cambio y, luego, una entusiástica descripción de la nueva línea de fajas y sostenes. Cuando llegó el momento de despedirse, Isaac besó a Michael en la mejilla y estrechó la mano de su hijo.
—Gracias por haber venido, Abraham —se calló bruscamente—. ¿Te llamas todavía Abraham?
—Claro que sí —respondió Abe.
Durante todo el camino de regreso a casa, le soltó un gruñido a Michael cada vez que éste abría la boca.
Dos días después, Abe recibió una carta de su padre. Había sido escrita en papel rayado, a lápiz y en
Yiddish
, por una mano que la edad y el alcohol habían dejado temblorosa. Abe tardó varias horas en traducir la carta, gran parte de la cual resultó estar formada por referencias talmúdicas que no significaban nada para él. Pero entendió perfectamente el mensaje principal de la carta. Isaac indicaba a su hijo que había renunciado a la esperanza de que los miembros de la familia salvaran a su nieto. Las dos terceras partes de la carta eran una ferviente súplica de que Michael recibiera educación judía.
Dorothy se echó a reír y movió la cabeza cuando su marido le leyó todo lo que pudo traducir al inglés de la carta. Pero, con desagradable sorpresa por parte de Michael, su padre pareció tomar muy en serio la petición.
—Es el momento. Está en la edad adecuada para el
Jéder
—dijo.
Y, así, Michael empezó a asistir a la escuela hebrea todas las tardes después de salir de la escuela pública. Estaba ya en el tercer grado y no tenía absolutamente ningún deseo de aprender hebreo. No obstante, fue matriculado en la
Talmud Torá
: de la congregación de la sinagoga Hijos de Jacob. Hijos de Jacob estaba situada a unos ochocientos metros de la escuela pública. Era una sinagoga ortodoxa, pero esto no había desempeñado ningún papel en la elección de la escuela. Habría sido matriculado aunque hubiera sido conservadora o
Reformista
. Sucedía que era la única escuela hebrea a la que podía ir andando todos los días desde la escuela pública. El hecho de que el camino hasta la escuela hebrea pasara a través de uno de los barrios más acentuadamente polacos de Nueva York, no había sido tenido en cuenta por los adultos que regían su destino.
Al tercer día de su asistencia a la escuela hebrea, se encontró con Stash Kwiatkowski cuando se dirigía a casa. Stash estaba en su misma clase en la escuela pública. Era el tercer año que repetía el tercer grado. Por lo menos dos años mayor que Michael, era un muchacho rubio, de cara ancha, grandes ojos azules y una medio avergonzada sonrisa que llevaba como una máscara. Michael le conocía en clase como chico que cometía un montón de divertidas equivocaciones durante el recitado de las lecciones. Cuando vio a Stash, le sonrió.
—Hola, Stash —dijo.
—Hola, muchacho. ¿Qué llevas ahí?
Lo que tenía allí eran sus tres libros, un Alefbet, en el que estaba aprendiendo el alfabeto hebreo, un cuaderno y un libro de historia de los judíos.
—Unos libros —repuso.
—¿De dónde los has sacado?
—De la escuela hebrea.
—¿Y eso qué es?
Se dio cuenta de que la idea intrigaba a Stash, así que le explicó que era un sitio adonde él iba cuando todos los demás de la clase salían de la escuela pública.
—Déjame verlos.
Miró las manos de Stash, que estaban mugrientas después de tres horas de jugar a la salida de la escuela. Sus libros estaban nuevos e inmaculados.
—Prefiero no dejártelos.
La sonrisa de Stash se amplió mientras aferraba con su mano la muñeca de Michael.
—Vamos, déjame verlos.
Era por lo menos diez centímetros más bajo que Stash, pero éste era de movimientos tardos. Michael se soltó y echó a correr. Stash le siguió durante un corto trecho y luego abandonó la persecución.
Pero, la noche siguiente, cuando Michael se dirigía a casa, apareció de pronto, saliendo de detrás de una cartelera de anuncios, en la que había tendido su emboscada.
Michael trató de sonreírle.
—Hola, Stash.
Esta vez, Stash no hizo ninguna simulación de amistad. Echó mano a los libros, y el Alefbet cayó al suelo. Una de las cosas que habían impresionado a Michael pocos días antes, fue ver a un joven rabino que había dejado caer al suelo un montón de libros de oración besar reverentemente cada uno de ellos a medida que los recogía. Poco después, había de enterarse, para confusión suya, que la práctica estaba reservada a los libros que contenían la palabra de Dios, pero a la sazón creía que se trataba de algo que hacían los judíos con todo volumen impreso en hebreo. Alguna perversa obstinación le hizo coger el libro del alfabeto y oprimir contra él sus labios mientras Stash le miraba.
—¿Por qué haces eso?
Esperando que el vislumbre de otra forma de vida apaciguara la beligerancia de Stash, le explicó que el libro estaba escrito en hebreo, y que, por eso, había que besarlo siempre que cayera al suelo. Fue un error. Descubriendo una fuente de inagotable diversión, Stash dejó caer el libro al suelo tan rápidamente como él podía cogerlo y besarlo. Cuando su mano se cerró, Stash se la volvió a la espalda y la retorció hasta hacerle gritar.
—Di «soy un puerco judío».
Guardó silencio hasta que creyó que Stash le iba a romper el brazo, y entonces lo dijo. Dijo que los judíos comían mierda, que los judíos mataron a Nuestro Salvador, que los judíos se cortaban la punta del pito y se la comían asada el sábado por la noche.
Luego, Stash arrancó la primera página de su libro de alfabeto e hizo con ella una pelota. Cuando se agachó para coger el arrugado papel, Stash le dio con toda su fuerza una patada en el trasero que le hizo gemir de dolor mientras se alejaba corriendo. Aquella noche, en la intimidad de su habitación, alisó la página lo mejor que pudo y la volvió a colocar en el libro.
Durante los días siguientes, la inquisición en Queens se convirtió en una rutina. Stash no hacía el menor caso de él en la escuela, y Michael era libre de reírse tan estrepitosamente como cualquiera de los demás cuando el muchacho balbuceaba torpemente durante el recitado de la lección. Cuando sonaba la campanilla, Michael salía a toda prisa para cruzar el barrio de Stash antes de que él llegara. Y, al volver a casa desde la escuela hebrea, trató de variar el camino en un esfuerzo por escapar a su torturador. Pero si durante un par de días Stash no le encontraba, el muchacho avanzaba una o dos manzanas probando una posición diferente cada tarde, hasta que, inevitablemente, Michael caía en una de sus emboscadas. Luego, añadía alguna tortura adicional para compensar la diversión que Michael le había hecho perderse con sus tácticas evasivas.
Sin embargo, tenía otros problemas, además de Stash. La escuela hebrea había resultado ser un lugar nada divertido y de rígida disciplina. Los profesores eran seglares que recibían el título honorario de reb, palabra que les daba una categoría aproximadamente intermedia entre la de rabino y la de bedel. El reb que estaba al frente de su clase era un hombre joven y delgado, con gafas y barba oscura, llamado Hyman Horowitz. Pero nunca se le llamaba otra cosa que Reb Jaim. La j gutural de su nombre
Yiddish
fascinaba a Michael, que mentalmente le apodaba Jaim Joroqejitz el Jazador, porque solía estar sentado detrás del pupitre, con los ojos cerrados y los dedos hurgando entre su espesa barba, como si continuamente estuviese jazando, jazando, jazando piojos.
En la clase había veinte chicos. Como alumno nuevo, a Michael se le asignó un puesto situado delante de Reb Jaim, y pronto se dio cuenta de que aquél era el puesto peor de la clase. Ningún alumno permanecía en él mucho tiempo, a menos que fuese estúpido o archicriminal. Era el único puesto de la clase en que la victima podía ser alcanzada por la vara de Reb Jaim. Delgada y flexible, intermedia entre junco y bastón, yacía ante él sobre el pupitre. Cualquier infracción del buen comportamiento, desde un simple cuchicheo hasta un defectuoso recitado, la hacía hender el aire con un silbido hasta aterrizar —¡zas!— sobre los hombros del culpable. A pesar de que la ropa interior, la camisa y el jersey podían amortiguar el efecto del golpe, la vara era el arma más perversa que los alumnos habían conocido jamás, y le profesaban un justificado temor.
Jaim el Jazador le hizo probar a Michael el sabor de la vara al final de la primera clase, cuando vio que el muchacho paseaba la mirada por la destartalada aula en vez de prestar atención a sus estudios. El profesor se hallaba recostado en su silla, a punto de dormirse al parecer, con los ojos cerrados y los dedos hurgando entre la barba. Y, al instante, un breve silbido como el de una bomba al caer por el aire y… ¡zas! Ni siquiera abrió los ojos, pero la vara golpeó a Michael exactamente en el centro del hombro izquierdo. Se sintió demasiado admirado por la demostración del reb para gritar, y el ahogado murmullo de las risas de sus compañeros disipó de su castigo el carácter de tragedia personal.
El golpe había sido una operación de rutina, y Michael no fue catalogado como Enemigo Público hasta su quinto día en la escuela hebrea. Reb Jaim estaba encargado de enseñar religión a sus alumnos, además de hebreo, y aquel día acababa de contarles la historia de Moisés y la zarza ardiente. Dios, les informó solemnemente, era todopoderoso.