Lefcowitz se rascó el pie con la mano libre. Sus pies eran largos y huesudos, con hirsutos pelos negros en las articulaciones de los dedos.
Michael le miró a los ojos.
—Todo esto es un tanto falso, señor Lefcowitz. ¿Por qué iba usted a querer hacerme daño? Yo sólo quiero ser su amigo. Y todavía sería peor que se causara daño a sí mismo. —Trató de sonreír—. Yo creo que esto es una especie de broma. Que la pistola ni siquiera esta cargada.
El hombre levantó el arma y, en el mismo instante en que el estampido resonaba con monstruoso estruendo en la pequeña habitación, su mano se estremeció con una ligera sacudida y un pequeño agujero negro apareció en el blanco techo sobre sus cabezas.
—Había siete —dijo Lefcowitz—. Ahora hay seis. Más que suficientes. Así que no piense cosas. Quédese quieto y mantenga cerrada la boca.
Permanecieron largo tiempo en silencio. Era una noche tranquila. A los oídos de Michael llegaba de vez en cuando el bocinazo de algún automóvil y el pausado y persistente sonido de los rompientes en la cercana playa. «Alguien tiene que haber oído el disparo —se dijo a sí mismo para tranquilizarse». Tienen que venir pronto.
—¿Se ha sentido solo alguna vez? —preguntó de pronto Lefcowitz.
—Constantemente.
—A veces yo me siento tan solo que me dan ganas de gritar.
—A todos nos pasa eso, a veces, señor Lefcowitz.
—¿Sí? Entonces, ¿Por qué no? —Miró a la pistola y la sacudió—. ¿Por qué no voy a hacerlo? —sonrió sin alegría—. Ahora tiene su oportunidad de hablar de Dios.
—No. Hay una razón más sencilla. —Michael tocó la pistola con la yema de los dedos, apartándola ligeramente para que dejara de apuntarle—. Que es definitivo, irreversible. No habría posibilidad de decidir que se había equivocado. Y, aunque exista sobrada fealdad en el mundo, hay ocasiones en que es maravilloso estar vivo. El simple hecho de beber un vaso de agua cuando se tiene mucha sed, o el ver algo hermoso, cualquier cosa que sea bella. Los buenos ratos compensan los malos.
Por un momento Lefcowitz pareció dudar. Pero de nuevo apuntó a Michael con el arma.
—No suelo tener sed muy a menudo —dijo.
Permaneció silencioso largo rato, y Michael no trató de hacerle hablar. Dos chiquillos pasaron corriendo, entre risas y gritos, junto a la casa, y en el rostro del hombre se dibujó la curiosidad.
—¿Es usted aficionado a la pesca?
—No mucho —respondió Michael.
—Estaba pensando que he pasado buenos ratos, como decía usted, mientras pescaba. Con el agua y el sol y todo eso.
—Si.
—Por eso vine aquí, sobre todo. Cuando yo era chico trabajaba en una zapatería de Erie, Pensilvania. Bajé a Hialeah con una pandilla de amigos y gané 4.800 dólares. El dinero era estupendo, pero en aquella época yo no tenía responsabilidades. Lo que me gustaba era pescar. Me pasaba todo el día pescando truchas. Aquellos amigos se figuraron que yo estaba loco cuando vieron que no me volvía con ellos. Obtuve empleo como camarero en un bar de la playa. Tenía pesca, sol y gente en traje de baño, y sabía que estaba en el paraíso.
—¿Trabajaba en el bar cuando le movilizaron?
—Tenía mi propio establecimiento. Estaba allí el tipo aquel que trabajaba conmigo, Nick Mangano. Él había ido guardando las propinas, y, con lo que yo tenía, adquirimos un bar con licencia para expender licores en ese espigón de pesca que llaman el Muelle de Murphie. ¿lo conoce?
—No.
—Ahorramos dinero y, unos años después, adquirimos un establecimiento mayor, con varias cabinas y un pianista. El negocio resultó muy bien. Para entonces yo estaba casado y me encargué del turno de día. El público estaba formado por pescadores, la mayoría viejos. Hay mucha gente de edad por aquí. Son buenos clientes. Un par de tragos todos los días, y nunca dan molestias. Por las noches, Nick atendía el local, ayudado por un chico que habíamos contratado.
—Parece un buen negocio.
—¿Está usted casado?
—No.
Lefcowitz guardó silencio unos instantes.
—Yo me casé con una shickseh —dijo—. Una chica irlandesa.
—¿Está usted todavía en el Ejército?
—Sí, me concedieron un período de descanso y rehabilitación y, luego, otro de licencia. —Sus labios se movieron sin emitir ningún sonido—. Cuando me movilizaron, nombré a Nick apoderado mío en el negocio. Es un hombre animoso y durante cuatro años ha estado llevando él solo el establecimiento, manteniéndolo abierto las veinticuatro horas del día.
Empezó a desanimarse. Su voz se tornó ligeramente temblorosa.
—Yo esperaba que, a mi regreso, mi compañero Nick me ofreciera por lo menos una fiestecita de bienvenida. Es curioso; en Nápoles, yo trataba a los chicos con respeto. Imaginaba que a Nick le gustaría cuando se lo contase. Y me encuentro con el local cerrado a cal y canto. Los fondos de la cuenta corriente han desaparecido. —Miró a Michael y sonrió. Tenía los labios temblorosos y los ojos llenos de lágrimas—. Pero eso es la parte divertida. Todo el tiempo que yo pasé en ultramar, él estuvo viviendo aquí mismo, en esta casa.
—¿Está seguro?
—Me lo han dicho. En una ocasión como ésta, se sorprendería usted del gran número de amigos comunicativos que tiene. Salían hasta de debajo de las piedras.
—¿Dónde están ahora?
—El chico ha desaparecido. Ella ha desaparecido. Él ha desaparecido. No han dejado dirección. Lo han dejado todo tan limpio como un hueso roído por un perro.
Michael luchó por encontrar palabras que le pudieran servir de consuelo, pero no se le ocurrió nada.
—Verá, yo ya sabía que era un pendón cuando me casé, pero imaginé que, al fin y al cabo, ninguno somos ángeles. Yo también había vivido mi vida y quizá pudiéramos salir juntos adelante. Bueno, pues no resultó, así es la vida. No me importa por ella. Pero el chico se llamaba Samuel. Shemuel, como mi padre, que en paz descanse. Los dos son católicos. Ése es un chico que nunca será
Bar misvá
.
Gimió, y fue como si se derrumbara una presa.
—Dios mío, no volveré a ver más a ese muchacho.
Se echó hacia delante, golpeando con su cabeza el hombro de Michael y haciéndole caerse casi de la cama. Michael le sostuvo con fuerza y le meció sin decir nada. Al cabo de un rato, alargó la mano y, con gran suavidad, retiró la pistola de entre los laxos dedos.
Nunca hasta entonces había cogido una pistola. Era sorprendentemente pesada. Por encima de la cabeza del hombre, leyó las letras grabadas en el cañón: «Sauer U. Sohn, Suhl, Cal. 7’65». La dejó sobre la cama, a su lado. Continuó meciendo al hombre. Con la mano derecha, apretaba contra su pecho la cabeza del hombre, acariciando los desgreñados cabellos.
—Llore —dijo—. Llore, señor Lefcowitz.
Era todavía de noche cuando la Policía Militar le dejó en el templo. Descubrió que se había marchado sin cerrar la puerta ni apagar las luces, y se alegró de haber vuelto en lugar de haber ido directamente a la casa en que se alojaba. El rabino Flagerman podría haberse enfadado. En su despacho, el aire acondicionado continuaba funcionando a toda potencia. El aire nocturno era frío, y la temperatura de la habitación era desagradablemente baja. Apagó el aire acondicionado.
Se quedó dormido sentado a su mesa, con la cabeza sobre los brazos.
Cuando le despertó el timbre del teléfono, el reloj que había sobre la mesa señalaba las nueve menos cinco. Le dolían los huesos y tenía la boca seca. Afuera, el sol era cálido y luminoso. La humedad resultaba ya desagradable. Conectó el aire acondicionado antes de descolgar el teléfono.
Era una mujer.
—¿Puedo hablar con el rabino? —preguntó.
Contuvo un bostezo y se enderezó.
—¿Con cuál? —dijo.
No había transcurrido un año desde su ida a Miami, cuando Michael fue a Nueva York para ayudar al rabino Joshua Greenberg, de la sinagoga Hijos de Jacob, en la ceremonia nupcial de Mimi Steinmetz y un contable público que acababa de convertirse en socio de la firma comercial de su padre. Cuando la ceremonia terminó y los novios se besaron, sintió una punzada de tristeza y de deseo, no de la muchacha, sino de una esposa, de alguien a quien amar. Bailó el kezatski con la novia y, luego, bebió demasiado champaña.
Uno de sus antiguos profesores del Instituto, el rabino David Sher formaba parte a la sazón de la Asociación de Congregaciones Hebreas Americanas. Dos días después de la boda, Michael fue a visitarle.
—¡Kind! —exclamó el rabino Sher, frotándose vigorosamente las palmas de las manos—. Precisamente el hombre que estaba buscando. Tengo un trabajo para usted.
—¿Un buen trabajo?
—Un trabajo piojoso. Miserable.
«¡Qué diablos! —pensó Michael—. Estoy terriblemente cansado de Miami».
—Lo aceptaré —dijo.
Él había imaginado que los ministros religiosos ambulantes eran una curiosidad propia del pasado protestante.
—¿Montañeros hebreos? —preguntó.
—Judíos en los Ozarks —dijo el rabino Sher—. Setenta y seis familias en las montañas de Missouri y Arkansas.
—Hay templos en Missouri y Arkansas.
—En las tierras bajas y en las grandes comunidades. Pero ninguno en la región a que me refiero. Las tierras salvajes, donde un judío solitario posee un almacén o dirige una pesquería.
—Pero usted dijo «piojoso». Parece maravilloso.
—Realizará usted un sinuoso circuito de ochocientos kilómetros a través de las montañas. No habrá hoteles donde los necesite. Tendrá que hacer la vida al aire libre. La mayor parte de los miembros de su congregación le recibirán con los brazos abiertos, pero algunos le echarán con cajas destempladas. Estará usted continuamente en la carretera.
—Un rabino nómada.
—Un vagabundo rabínico. —David Sher se acercó a un armario y sacó una hoja de papel—. Aquí tiene una lista de las cosas que necesita comprar; puede cargarlas en la cuenta de la Asociación. Le hará falta una furgoneta. Necesitará un saco de dormir y otros materiales de campamento. —Sonrió abiertamente—. Y, cuando le den el coche, procure que le pongan las ballestas más resistentes que tengan.
Cuatro semanas más tarde, se encontraba en las montañas, después de haber recorrido en dos días los dos mil quinientos kilómetros que había desde Miami. La furgoneta había sido comprada hacía un año, pero era una resistente Oldsmobile verde y había sido equipada con ballestas de gran resistencia que parecían lo suficientemente fuertes como para sostener un tanque. Las sombrías predicciones del rabino Sher no se habían materializado hasta el momento; las carreteras eran buenas y bastante fáciles de seguir sobre su mapa, y el clima era tan benigno que continuaba llevando las mismas ropas que en Florida, haciendo caso omiso de los montones de prendas de invierno apiladas en la trasera del vehículo. El primer nombre que figuraba en su lista era el de George Lilienthal, un maderero cuya dirección era Spring Hollow, Arkansas. Al adentrarse en las montañas e ir acentuándose el ángulo de elevación, se sintió más animado. Viajaba lentamente, disfrutando con la contemplación del paisaje: tierras de labor con cabañas de madera, casas de plateadas tablas, cercas, algún poblado minero o el edificio de una fábrica.
A las cuatro de la tarde, empezó a nevar ligeramente, y sintió frío. Se detuvo en un puesto de gasolina —un granero con dos surtidores— y se puso ropas de más abrigo. Mientras, un hombre de arrugado rostro le llenaba el depósito de gasolina. Las notas que Michael había tomado en la oficina de la Asociación indicaban que Spring Hollow se hallaba a veinticinco kilómetros por carretera más allá de Harrison.
Pero el hombre movió la cabeza cuando Michael trató de obtener confirmación a sus datos.
—No. Tiene que recorrer casi cien kilómetros hasta pasar Rogers y, luego, atravesar hacia el este unos cuantos kilómetros más allá del monte Ne. Carretera de guijarros. Si se pierde, pregunte a cualquiera.
Cuando, después de haber dejado atrás Rogers, se separó de la carretera principal, sólo podía suponer que la carretera estaba cubierta de guijarros, ya que su superficie se hallaba oculta por la nieve. El viento soplaba a ráfagas que sacudían la furgoneta y hacían penetrar gélidas bocanadas de aire por la parte superior de las ventanillas. Observó, con una sensación de agradecimiento, que las ropas que figuraban en la lista del rabino Sher eran adecuadas. Llevaba pesadas botas, pantalones de pana, camisa de lana, un jersey, chaqueta de gamuza, guantes y una gorra con orejeras.
La nevada se intensificó al caer la noche. A veces, en las curvas, veía la luz de los faros proyectarse largamente en el oscuro vacío. Se daba cuenta de que no sabía nada acerca de las montañas, ni de cómo conducir por ellas de noche. Al principio, se arrimó a un lado de la carretera y detuvo allí el coche, en espera de que pasase la tormenta. Pero empezó a hacer mucho frío, Puso en marcha el motor y conectó el sistema de calefacción, sólo para encontrarse preguntándose a sí mismo si habría suficiente ventilación, si no sería descubierto su cuerpo rígido a la mañana siguiente («con el motor todavía en marcha, ha declarado la policía»). Se le ocurrió que, en todo caso, el coche aparcado suponía un obstáculo para cualquier vehículo que se acercara a través de la nieve y la oscuridad. Por ello, reanudó la marcha, muy lentamente, hasta que remontó una loma y vio a lo lejos un cuadrado de luz amarilla que resultó ser la ventana de una casa. Detuvo el coche bajo un frondoso árbol y llamó con los nudillos a la puerta.
El hombre que le abrió no se parecía en nada a Liél Abner Llevaba pantalones ajustados y una camisa de trabajo de color os curo. Cuando Michael le expuso su situación, el hombre le invitó a entrar.
—¡Jane! —llamó, dirigiéndose al interior—. Aquí hay un hombre que necesita una cama para pasar la noche. ¿Podemos ayudarle?
La mujer entró lentamente en la habitación delantera de la cabaña. Detrás de ella, Michael vio brillar una luz amarillenta a través de las rendijas de una panzuda estufa que había en la cocina. La casa estaba muy fría. Había una linterna colgada de un clavo.
—¿Trae usted una baraja? —preguntó, ajustándose con las manos la chaqueta de lana sin botones que llevaba.
—No —respondió—. Lo siento, no tengo naipes.
El rictus de su boca era de severidad.
—Éste es un buen hogar cristiano. No permitimos naipes ni whisky.
—Sí, señora.
En la cocina, se sentó a una desvencijada mesa que parecía construida a mano. La mujer le calentó un plato de guisado. La carne tenía un sabor extraño y fuerte, pero no se sintió con valor para preguntar qué era. Cuando hubo comido, el hombre cogió la linterna y le condujo a un cuarto trasero sumido en la oscuridad.