El puente de los asesinos (19 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: El puente de los asesinos
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Ahora sí que gritó, el malandro. Y de qué manera. Aaaaah, hizo. El alarido resonó en mis oídos, ensordeciéndome. Y tanta energía insufló a mi enemigo el repentino dolor, que arqueando el cuerpo logró descabalgarme a un lado. Me revolví cauto, hacia atrás, procurando hurtar el cuerpo a la cuchillada que estaba seguro vendría a continuación; pero, en vez de acometerme, el otro se incorporó a medias, gimiendo, y de un salto franqueó los peldaños para caer en la góndola: un golpe en el fondo y el sonido de un remo. Dudé entre quedarme donde estaba, satisfecho de mi suerte, o irle detrás para impedir su fuga. Pero el dilema lo resolvió el enemigo mismo, que con pasmosa celeridad soltó, o cortó de un tajo, el amarre de la embarcación, y la impulsó en la oscuridad, desapareciendo en ella.

Sentado en el suelo, la espalda contra la jamba de la puerta, escupí el trozo de oreja al canal. Luego recobré como pude el resuello, tranquilizándome mientras el aire de la noche helaba el sudor en mi camisa. El grito del gondolero había removido la casa, y por el pasillo llegaban voces y luz de velas. Con esa primera claridad alcancé a distinguir a Luzietta. Estaba acurrucada en un rincón y temblaba de frío, o de miedo.

Donna Livia Tagliapiera salió del cuarto, cerrando la puerta con llave a su espalda. Se veía hermosa aunque había cumplido los cuarenta, andaba desvelada a las cinco de la madrugada e iba a rostro limpio, sin adobos ni afeites. Llevaba el cabello recogido en una cofia de randas, babuchas de piel fina y una bata de brocado de columbina, abierta por delante sobre la camisa de dormir larga hasta los pies, que moldeaba las formas, todavía rotundas, que en otro tiempo habían labrado su fortuna. El bello rostro veneciano estaba sombrío.

—Diche que e' suo inamorato.

Hice un gesto de ignorancia. Sentía fijos en mí los ojos del capitán Alatriste.

—Es posible —admití— Peleó como si lo fuera.

—¿Tanta saña por unos simples celos? —inquirió el capitán.

—No tan simples. Luzietta es bonita moza.

—¿Y se lo contó a su novio?... ¿Le dijo que batía el cobre con otro?

Me seguía estudiando con mucho detenimiento. Sostuve su mirada un instante y luego desvié la mía, incómodo.

—El rufián pudo sospecharlo. Quizá vino con la mosca tras la oreja.

—La serva á paura —apuntó Livia Tagliapiera—. Tropo.

La habitación tenía alfombras en el suelo, tapices en las paredes, una mesa taraceada, un diván otomano y una estufa también turca, de porcelana, que estaba apagada. Por la gran ventana ojival se insinuaban las sombras de los tejados y chimeneas que orillaban el canal grande. Aún era noche espesa.

—Hay un antico proverbio de Venecia —añadió la cortesana—. Forse e' un poco sporco:
Non so se é merda, ma Va cacato il cane.

Lo dijo con mucha naturalidad. Había cogido una jarra de metal dorado y de ella sirvió vino en dos vasos de vidrio rojo: uno para el capitán y otro para mí. Luego los puso en una bandeja de plata, sobre la mesa.

—Es natural que Luzietta tenga miedo —opuse—. Teme perder su trabajo.

Movía la cabeza el capitán, escéptico. Era mastín viejo.

—Es otra clase de miedo. Lo huelo... Y de oler miedos sé algo.

—¿Qué otra explicación hay?

Me froté el cuello, resentido de la pelea. También dolía horrores la articulación del codo. Me había vestido con dificultad, maltrecho por los golpes y forcejeos recientes: calzón, camisa y jubón. El capitán Alatriste llevaba unos valones desabrochados en las boquillas, sobre las medias, y estaba en mangas de camisa, con la daga que había cogido al rebato metida en el cinturón de cuero. Advertí que miraba a donna Livia, y que ésta, como si le entendiese la intención, asentía levemente. Mi antiguo amo estuvo un momento pensativo y al cabo se volvió despacio a mí.

—Nunca fue novedad que durmiese paje con puta... Pero podías habérmelo dicho.

Miré de reojo a donna Livia y volví a frotarme el codo, menos alterado por el dolor que por el reproche.

—Ni soy paje, ni la moza es lo otro —protesté—. Además, no son cosas de pregonar.

Lo dejé en ese punto. Me estudiaba el capitán con sus ojos fríos, cual si nada hubiera oído.

—Espero que tuvieras la lengua quieta.

Aquello me molestó. Mucho.

—Según para qué —repuse, picado.

—Piénsalo bien —seguía mirándome igual, indiferente a mi irritación—. ¿Le hiciste alguna confidencia?

—No, que yo recuerde.

—¿Te hizo preguntas? ¿Se interesó por algo? ¿Por mí?... ¿Por lo que hacemos aquí?

—No sé. No creo... Lo normal, supongo.

—¿Qué es lo normal?

Lo miré franco, a la cara. Con toda la serenidad que pude manifestar.

—No dije nada.

De nuevo parecía no haberme oído, pues siguió contemplándome sin mudar de expresión. Al fin alzó despacio una mano, me señaló y luego se tocó el pecho.

—Nos va la cabeza —amplió el ademán incluyendo a donna Livia, que se había sentado en el diván y escuchaba en silencio—. También la de ella.

Tanta desconfianza me entristeció de veras. Yo no merecía eso.

—Llevo muchos años —protesté— metido en trabajos con vuestra merced.

Esta vez pareció convencido, pues al cabo hizo un leve movimiento de cabeza. Después miró a la Tagliapiera, solicitándole otros caminos.

—Forse n'era gondolero —dijo ésta—. O non solamente.

El capitán se pasó dos dedos por el mostacho. Había ido hasta la mesa y sostenía un vaso de vino. Reflexivo.

—Puede —concedió tras un instante.

—¿S'a sentito sorvellato vuesiñoría?

—¿Vigilado?... No lo sé —bebió un sorbo, pareció apreciar el contenido del vaso y volvió a beber—. Desconfío de todo, pero no lo sé.

—Ni yo tampoco —admití.

El capitán Alatriste contempló la puerta cerrada con llave. Imaginé a Luzietta al otro lado, bañada en lágrimas, aterrada por su suerte. Muy a mi pesar, la idea de que el gondolero podía no ser un pretendiente celoso fue abriéndose paso.

—Quizá era una vigilancia —opinó el capitán.

Donna Livia estuvo de acuerdo. Entraba en lo posible, dijo. De vigilar a posibles espías en la ciudad, añadió, se encargaba la Inquisición, directamente subordinada al Consejo de los Diez, que manejaba tanto a senadores como a mercaderes, tenderos, criados y picaros de cocina. Escuchándola, decidí que la antigua cortesana poseía una voz ligeramente ronca, muy agradable, que habría apreciado en otras circunstancias; pero mi imaginación estaba ocupada por los calabozos de San Marcos, junto al puente que llamaban de los Suspiros. La sola idea de acabar allí me erizaba la piel, y yo no era de los pusilánimes. Miré mi vaso de vino en la bandeja, sin tocarlo. El pensamiento me secaba la boca, pero no quería beber delante del capitán. No aquella noche. Ya era él muy capaz de hacerlo por los dos, esa noche y cualquier otra.

—Venecia e' una ísola pícola —concluyó donna Livia—. Un pesche in una rete de confidenti, asasini e delatori.

El capitán apuró el vaso de vino, chasqueando la lengua. Luego se pasó los dedos por el bigote húmedo.

—Si han mordido un hueso, no lo soltarán —opinó.

—Puo'esere sólo rutina... Vuesiñorías son de nazione spañuola. Eso iustifica chertas pesquiciones naturales, adeso.

—Lo que nos lleva de nuevo a Luzietta.

Hubo un silencio mientras mi antiguo amo iba hasta la jarra y se servía más vino.

—Si se trata de la Inquisición de los Diez —dijo después de otro sorbo, mirándome—, ella tiene que saber qué es lo que le han pedido que averigüe... Si se encamó contigo de buen grado o por encargo de otros.

—No parecía de mal grado.

—Habría que interrogarla.

—Ya lo hemos hecho —opuse, incómodo.

—Más a fondo.

Lo dijo con mucha frialdad, y al hacerlo miró a la Tagliapiera. Ella parpadeó un instante, y ese parpadeo me alarmó lo indecible. La serenidad de aquella mujer inquietaba más que el tono del capitán.

—Hay mucho en juego —mi antiguo amo se dirigía a mí, pero continuaba mirándola a ella—. Una empresa y muchas vidas... Incluida la de la señora.

—La serva lavora en casa mezzo año fá.

Donna Livia lo dijo lentamente, al modo de quien hace una reflexión en voz alta. Como asumiendo despacio una idea poco grata.

—¿Hay más gente aquí? —quiso saber el capitán.

—Non. Tuti sono fuora. Todos.

—¿Tiene familia?

—E' órfana. Di Mazorbo.

—¿Nadie la echará en falta?

Hubo otro silencio. Corto, supongo, aunque a mí se me antojó eterno.

—Nesuno.

Estallé, indignado. No daba crédito a lo que oía.

—¿Y luego? Si nos espiaba, ¿qué hacemos después de interrogarla?... No estarán pensando vuestras mercedes en un cuerpo flotando en los canales, ¿verdad?

Comprendí que esa posibilidad había pasado por la cabeza del capitán Alatriste cuando lo vi mirar de nuevo a la Tagliapiera. Bebió un sorbo de vino, luego otro, y la siguió mirando. Como si ella tuviese la última palabra.

—Sólo mancan tré giorni —dijo la mujer con mucha calma—. Potemo tenerla rinquiusa.

—¿Encerrada?

—Eco. En lugar sicuro.

—¿Y después?

—Alora, acada lo que acada, dará eguale.

Dejó el capitán su vaso en la bandeja. Me pregunté si se pondría vino por tercera vez. Movió la mano como de intención, pero no lo hizo.

—Si algo sale mal —dijo pensativo—, delatará a vuestra merced.

Sonrió la cortesana, distante. Había un desdén singular en su todavía hermosa boca.

—Arribado el caso, si non é Luzietta serán altri... Es ormai, ahora, cuando me preocupa que sea una minachia para nostri afari.

Aquel
nuestros asuntos
me dio que pensar. Me pregunté cuánto sabía la Tagliapiera de la conjuración, y por qué motivo se arriesgaba de esa manera. Qué ganaba y qué podía perder con todo ello.

—Bien —murmuró el capitán Alatriste.

Miraba otra vez la puerta del cuarto sin ventanas donde Luzietta estaba encerrada. Alargó la mano y se puso más vino de la jarra.

—Ve a tu cama y espera allí —me dijo.

Apreté dientes y puños, decidido. Tenso.

—Ni hablar. Pienso quedarme... Estar presente, quiero decir.

Los ojos glaucos me estudiaron de arriba abajo. Esta vez el vaso quedó vacío de un solo, lento y largo trago.

—¿Puede excusarnos un momento, donna Livia?

Me puso una mano en el hombro y con la otra señaló el pasillo.

—Ven.

Salimos, y el capitán cerró la puerta. Allí me detuvo, cogiéndome por el jubón. Estaba muy cerca, y aún aproximó más su rostro al mío. Casi me rozaba con el mostacho.

—Escucha... Si nos van a la huella, todo puede irse al diablo. Caeremos como ratas. Un centenar de vidas, entre ellas las de Sebastián, el moro y los camaradas, dependen de esto —abrí la boca para protestar, pero me acalló negando con la cabeza—... No quiero que el barrachel de la Inquisición me caiga encima con veinte corchetes, sin tiempo a defenderme, y acabar comiendo el pan de San Marcos antes de que me estrangule en secreto el verdugo, como acostumbran aquí.

Me dejó un instante de silencio, para que calase la idea. Después miró hacia la puerta del cuarto donde aguardaba donna Livia.

—No tenemos elección —bajó la voz hasta un susurro—. Es la muchacha contra todo lo demás.

Aquello me subió la pólvora al campanario. Con movimiento brusco, le aparté la mano que aferraba mi jubón.

—Me da igual. No pienso consentir...

—¿No piensas, qué?

Me agarró de pronto, empujándome sin miramientos contra la pared. Y cuando me tuvo allí, rápido como un relámpago, desenvainó la daga y me la puso en el cuello.

—Lo tenemos ya. ¿Comprendes?... El filo en la gorja. Tú, yo y los otros.

Su tono era tan frío como el acero que apoyaba en mi garganta. Más desconcertado que furioso, más desmayado de sentimiento que movido de cólera, intenté liberarme. Pero me sujetó con fuerza.

—Aquí ya nadie puede elegir nada, te digo. Sólo ir adelante, hasta el final.

Me miraba muy de cerca. Apretó más la hoja de la daga, como si en ese momento mi vida le fuese por completo indiferente. Su aliento olía fuerte, a vino trasegado con demasiada rapidez.

—Es una orden lo que te estoy dando —casi escupió—. Una orden militar.

La escarcha glauca de sus ojos me helaba los huesos hasta la médula. Y por el Dios que me crió, tuve miedo.

—Así que quítate de en medio, o te mato.

Diego Alatriste había torturado antes: burgueses flamencos o tudescos, durante saqueos, para averiguar dónde escondían su riqueza; turcos capturados en desembarcos, tomados como rehenes con sus familias; soldados enemigos prisioneros, para tomar lengua o descubrir en qué doblez del coleto llevaban oro oculto. No le gustaba, pero lo había hecho. Con hierro, cuerda y fuego. Hijo de su tiempo y de su mundo, sabía a costa propia que no era fácil sobrevivir con escrúpulos. Que una cosa eran los reyes en sus palacios, los teólogos en sus púlpitos y los filósofos en sus libros, y otra ganarse la vida con cinco cuartas de acero en una mano. Sin contar con que, cuando las cosas se torcían, reyes, teólogos y filósofos echaban mano de gente como él para desbrozar los caminos de la virtud. Todos ellos —incluidos los filósofos— mataban y torturaban de lejos, por mano interpuesta. Sin jugarse nada al as ni a la sota. Tiempo atrás, en Madrid, Alatriste había leído una antigua hoja manuscrita que circulaba, clandestina, con la copia de la carta que un guipuzcoano llamado Lope de Aguirre, que anduvo por el río Marañón con la triste expedición de Ursúa hasta rebelarse con su gente, había escrito al rey Felipe II —tuteándolo sin empacho, de igual a igual— cuando, por su cuenta, resolvió romper los lazos con el monarca y vivir sin amo en las Indias. Aquella carta arrogante y otros crímenes habían costado al tal Aguirre la cabeza, pero Alatriste no olvidaba algunos de sus párrafos:

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