Read El puente de los asesinos Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Alzaron jarras y cubiletes. Alatriste, tras despachar lo suyo de un trago, observó que Baltasar Toledo apenas probaba el vino. Estaba pálido, tenía ojeras grises, y la luz grasienta de la taberna no contribuía a mejorar su aspecto. Demasiada tensión, quizás. Demasiada responsabilidad. Caminar por tales calles con un talego de oro encima no debía de haber sido plato de gusto.
Diego Alatriste sintió la mirada de Lorenzo Faliero. El veneciano lo observaba con curiosidad, puesto un codo sobre la mesa, acariciándose la barbita rubia con aire pensativo.
—¿Don Pedro Tovar, vero? —dijo al fin.
—Vero —respondió Alatriste.
Se volvió el otro a medias hacia su camarada, aunque sin apartar los ojos de Alatriste.
—El capitano Sagodino non parla la lingua de Castilla. Pero me encarga os diga que tuto e' aposto, por su parte... Lugar y hora previstos.
—Me iría bien algún plano o croquis del sitio.
Faliero y Sagodino cambiaron unas palabras en dialecto veneciano.
—Vuesiñoría tendrá eso —confirmó el primero—... Y diche anque il capitano Sagodino que os convendría una visita al lugar.
—Eso parece difícil.
—No tanto. E' sólito, en víspera de Natale, abrir las puertas al público... La oportunitá le pare perfeta.
—¿No es demasiado riesgo tanto ir y venir? —aventuró Baltasar Toledo.
Seguía pálido, ceniciento de ojeras, y a Diego Alatriste le pareció adivinar un leve temblor en las manos que mantenía en el regazo, bajo la mesa. Espero, pensó desazonado, que estos dos marrajos no se percaten. Y que no sean aprensiones de última hora. Puede estar enfermo, o en puertas; pero también tratarse de flojera de ánimo. Eso cuadraba poco con lo que de Baltasar Toledo contaban; pero Alatriste sabía, por experiencia, que hasta los mejores hombres estaban sujetos a humores diversos. En cualquier caso, concluyó, sería desastroso que, a tres días de la encamisada, el responsable militar de los españoles perdiera su sangre fría. Su temple.
—Questo e' Venecia —estaba diciendo Faliero—. Cualunque va y viene... Nosotros corremos nostro perícolo y vuesiñorías il suo.
Seguía mirando a Alatriste con media sonrisa pensativa, y a éste no le gustaron la sonrisa ni la mirada.
—¿Hay algo que llame la atención de vuestra merced? —inquirió sereno, pasándose dos dedos por el mostacho.
Asintió el otro, que ensanchaba el gesto.
—Un amico común parló de vuesiñoría, pocofá.
Alatriste lo miró sorprendido.
—Amigo, ¿de cuándo?
—De cuando ancora no os llamabais Pedro Tovar.
El mundo era un pañizuelo, pensó Alatriste. Y Venecia, más. Gualterio Malatesta silbaba su
tirurí-ta-ta
mediante la sonrisa del capitán Lorenzo Faliero. Se diría que todos, incluido él mismo, hubieran guardado puercos en la misma cochinera.
—Más que amico —aclaró Faliero— e' párente mío. Familiar lontano, cuchino de un cuchino... Y presto a cosas notables.
—Como asistir a misa de gallo. Dicen.
Lo apuntó en voz muy baja, inclinándose hacia Faliero sobre la mesa sin dejar de mirarlo con sus ojos helados y glaucos. Por primera vez, el veneciano pareció incómodo. Miró a Baltasar Toledo antes de dirigir una ojeada recelosa alrededor.
—Mi pariente no tiene desiderio de acabar allí —susurró—. Hay asuntos que arreglar dopo. Piú tarde.
Era fácil pasar inadvertido en semejante sitio...
Todavía observó Faliero un poco más a Alatriste.
—Prima quiere unpó de parla —añadió—. ¿Tenéis inconveniente?
—Ninguno.
—Óptimo. Porque os aspeta en el ponte, ahora.
Vi levantarse al capitán Alatriste. Al hacerlo echó un vistazo alrededor con aire casual hasta posar los ojos en mí, como al descuido. El gesto que advertí fue casi imperceptible: quédate donde estás, ordenaba. Luego caminó entre las mesas llenas de gente, hendiendo el humo y el rumor de conversaciones, pasó por mi lado sin prestarme atención y desapareció por la puerta de la calle. Me quedé donde estaba, obediente, observando. Había identificado a don Baltasar Toledo por las señas que me había dado el capitán, pero ignoraba quiénes eran los otros dos. Al cabo se levantaron al mismo tiempo: Toledo se fue por la puerta del canal, donde posiblemente lo esperase una barca, y la pareja se encaminó a la principal, como antes había hecho mi antiguo amo. Ninguno de sus rostros me era familiar, como digo; pero yo llevaba cinco años junto a mi antiguo amo. Eso me licenciaba por Salamanca en conocer al puerco por el gruñido y al jabalí por el colmillo: hecho a la milicia como a la chanfaina, era capaz de olfatear como perro de caza a soldados y espadachines. Aquellos dos eran lo uno o lo otro, o ambas cosas a la vez, tan seguro como que el sol saldría por Levante. De manera que, por si su marcha tuviese que ver con la salud del capitán, propensa a resfriarse en Venecia, me puse en pie, acomodé la capa y les fui detrás a ojo de lince, tentándome con disimulo el mango del puñal y la culata de la pistola.
No tomaron a la derecha, hacia el puente, sino que anduvieron camino por la zurda, alejándose calle adelante hasta perderse de vista en las tinieblas. Me quedé en la puerta de la taberna viéndolos irse, desconcertado. Al cabo hice de la necesidad virtud y resolví tomar por la derecha, repasando a la inversa el corredor de pechos desnudos por el que había desfilado a mi llegada. De nuevo pasé crujía, y eso me hizo acreedor a otra sucesión de chasquidos de lengua, susurros y variopintas sugerencias carnales que dejé atrás con cuanta presteza pude; pues no tenía el ánimo para requiebros de cantonera, ni estaba el horno para pasteles de a cuatro.
Era noche cerrada. Oscura. A esa hora debía de haber salido ya la luna, pero el cielo cubierto y espeso velaba su claridad sobre los tejados. Reconocí la silueta del capitán Alatriste a la luz resinosa de la antorcha que se consumía en la embocadura de la calleja. Estaba parado sobre el puente, en compañía de otro hombre embozado como él. Hablaban en voz muy baja, hasta el punto de que apenas pude escuchar el murmullo de conversación cuando pasé por su lado, anduve una veintena de pasos y me detuve más allá, previniendo la pistola al resguardo de un portal. Observaba inquieto el contraluz de las dos siluetas sobre el puente. Sobre todo, porque en la otra creí reconocer la sombra de Gualterio Malatesta.
—Tres días —dijo el sicario—. Después podremos volver a nuestros asuntos.
Parecía la simple expresión en voz alta de un pensamiento. O quizá la intención de una amenaza, más que la amenaza misma. La apariencia de Malatesta era tan siniestra como de costumbre: la luz moribunda de la antorcha cercana silueteaba en negro rojizo la capa sobre los hombros y el ala ancha del sombrero, dejando sus facciones en la oscuridad.
—Os veo muy seguro de salir con bien de esa misa de gallo —dijo Diego Alatriste.
Sonó la risa chirriante del italiano. El viejo crujido seco, gutural.
—No es tan difícil... En realidad es asombrosamente fácil. De esas cosas que, por simples, a nadie se le ocurre que puedan hacerse. Hasta que llega alguien y las hace.
Calló un instante, moviéndose un poco. Inclinaba ahora la cabeza, y la luz bermeja resbaló hacia su rostro iluminando la parte inferior, el bigote recortado y el trazo blanco de la boca, que seguía sonriendo.
—¿Conocéis San Marcos?... Bello sitio.
—Eché un vistazo ayer por la tarde —admitió Alatriste.
—Curiosidad de oficio, imagino... Os preguntabais cómo pienso hacerlo, ¿no es cierto?
—Algo así.
Rechinó de nuevo la risa de Malatesta: parecía complacido por el interés profesional de su interlocutor. Luego se lo contó todo en voz baja y pocas palabras, sin énfasis ninguno, cual si charlase de lo más natural del mundo. Estaba arreglado, dijo, el acceso desde la calle a la sacristía. Él y su cómplice, el cura uscoque, entrarían desde la puerta lateral que daba a la Canónica, junto a los dos leones de piedra: el cura vestido de lo suyo, y él con uniforme de la guardia ducal. Una vez dentro estarían a veinte pasos del dogo Giovanni Cornari, en ese momento arrodillado en su reclinatorio, a un lado del altar mayor; y, por razón del protocolo, alejado de todos los demás.
—La idea es entrar por una capilla lateral —prosiguió—. Allí sólo sitúan un guardia ante la puerta que comunica con el altar, cerrada durante la misa. Yo degüello al guardia, abro la puerta, y el uscoque, que se llama Pulo Bijela, llega hasta el altar y apuñala al viejo Cornari... Con setenta años largos que tiene, no creo que se resista mucho.
Calló bruscamente, pues pasaban cerca tres hombres camino de la taberna. El puente no tenía protección a los lados, como la mayor parte de los que había en Venecia, y Alatriste se alegró de llevar cota de malla bajo el jubón. Sería muy fácil para Malatesta darle una cuchillada y hacerlo caer de un empujón al canal que tenían debajo. Aunque también podía ocurrir a la inversa. Que la cuchillada y el empujón los diese él.
—¿Y qué pasará con el tal Bijela? —preguntó.
—Yo cumplo con lo de la puerta, y el resto será cosa suya. El fanático es él. Mártir de su pueblo y demás... Para cuando se le echen encima espero estar en la calle, poniéndome en cobro.
Lo dijo con mucha frialdad. Indiferente. La antorcha del muro chisporroteaba con la última llama y sus facciones quedaban de nuevo en sombras.
—A esa misma hora —continuó—, se supone que nuestros amigos Faliero y Toledo estarán haciéndose con el palacio ducal, vuestra merced ocupándose de lo suyo, y el resto de gente cumpliendo lo que debe.
Hizo una pausa corta. Parecida a un suspiro, advirtió Alatriste.
—Una noche inolvidable, si todo sale bien.
Alatriste miró la franja de agua oleosa, negra, que se extendía a sus pies. Lejos, al extremo del canal, había una ventana iluminada que se reflejaba en la superficie inmóvil. Un cuadrado de luz arriba y otro gemelo, idéntico, abajo. Ni una sola ondulación alteraba el reflejo.
—Tendrá vuestra merced al uscoque a buen recaudo, imagino.
—Imagináis bien.
Era un tipo raro, explicó Malatesta. El tal Pulo Bijela. A esos fanáticos de ojos febriles nunca acababa uno de tomarles la medida. Estaba escondido en una casa segura, sin asomar la cabeza a la calle, y seguiría así hasta que llegase el momento. Concentrándose a base de ayuno y oraciones.
—Sólo discrepamos en un punto. Su idea es matar al dogo durante la consagración, mientras el cura levanta la hostia. En ese momento estarán todos desprevenidos, por lo solemne de la cosa.
—¿Y cuál es la discrepancia?
El sicario pareció dudar un instante.
—Bueno... No soy precisamente un hombre religioso, como sabéis. Todos esos latines de frailes y viejas se me dan una higa. Como a vuestra merced, imagino... Pero cada cual tiene sus... No sé. Sus cosas.
Miró Alatriste la sombra vecina, estupefacto.
—No me diréis —aventuró— que os importa matar con la hostia arriba o abajo.
Malatesta parecía removerse, incómodo.
—No es eso. Aunque precisamente por lo descreído, hay detalles que uno recuerda. Soy siciliano, tenedlo en cuenta.
—¿Vuestra merced con escrúpulos?... Imposible. Eso no me lo creo.
—La palabra
escrúpulos
es excesiva —opuso el sicario, en tono picado—. Y absurda.
Reía ahora Alatriste con mala intención, entre dientes. Sin disimulo. Todo aquello resultaba pintoresca novedad.
—Pues nadie lo diría. Vuestra merced...
Lo interrumpió el otro con un juramento: algo muy cerrado, en dialecto siciliano, que mezclaba a Cristo y a su madre.
—Cada cual —dijo al cabo de un instante— tiene sus... En fin. Sus cosas en la cabeza.
Ahora la pausa fue más larga. Y desconcertante. A su pesar, Alatriste llegó a la conclusión de que empezaba a divertirse de veras con la insólita charla. Que lo lardearan como a un negro si alguna vez había imaginado situación como aquélla: Gualterio Malatesta de confidencias.
—De niño fui un tiempo monaguillo, en Palermo.
—No jodáis.
Ahora el silencio fue brusco y significativo. El sicario volvía a removerse, incómodo. Sin poder contenerse, Alatriste siguió riendo entre dientes.
—Pardiez. ¿Habláis en serio?... ¿Vuestra merced con sotanilla y roquete, vaciando a escondidas las vinajeras?
—Porca Madonna.
Dejaos de chanzas.
—Os hacéis viejo, Malatesta.
—Sí. Es posible. Quizá me haga viejo, como decís. Igual que vos.
Callaron de nuevo. Se oyó el ruido de un remo al golpear contra un muro, en el canal. A poco se destacó de la oscuridad el perfil del hierro de proa de una góndola, acercándose.
—Qué extrañas coincidencias —murmuró el italiano—. El puente de los Asesinos. Y aquí estamos los dos... Parece que haya una armonía en las cosas, después de todo. Una lectura oculta de lo que somos.
—Se trata de ganarse el pan, supongo.
—Sí. Y algo más, a ser posible.
El contorno de la góndola, parecido al de un ataúd, pasó silencioso bajo el puente. A la luz de un fanalito colgado en la popa se distinguían dos bultos cobijados con mantas bajo el toldo que cubría a los pasajeros, y la figura del gondolero que remaba detrás.
—¿No os sentís cansado a veces, señor capitán?
—Siempre.
La góndola había vuelto a hundirse en la oscuridad. En la superficie negra del canal, el rectángulo de luz de la ventana reflejada fue dejando de ondular poco a poco hasta quedar de nuevo inmóvil.
—Ese chico, Íñigo —dijo Malatesta—. Ha crecido.
—Más de lo que imagináis.
—Dijo que me mataría.
—Guardaos de él, entonces. No es de los que hablan por hablar.
Ahora el silencio fue largo. Diferente.
—Aquella mujer... ¿Os acordáis?... La de la calle de la Primavera.
No precisó hacer memoria Alatriste. Recordaba muy bien la antigua posada del Lansquenete, en Madrid. La casa miserable en la que dos veces había estado a punto de matar a Gualterio Malatesta.
—¿La que vivía allí con vuestra merced?
—Esa misma.
—Por dos veces os salvó la vida... ¿Qué tal se encuentra?
—Murió. Estando yo en la cárcel.
—Lo siento.
—La molestaron bastante —el tono del italiano era otra vez el de siempre: desapasionado y frío—. La Justicia, ya sabéis. Alguaciles, corchetes y gente así... Quisieron averiguar cuánto sabía de mí.
Alatriste cerró los ojos. Imaginarlo no requería esfuerzo alguno.