El puente de los asesinos (13 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: El puente de los asesinos
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—Gracias, Luzietta.

Diego Alatriste dejó capa y sombrero en manos de una sirvienta que era joven, graciosa, descarada y nada fea. Luego subió despacio por la escalera, pasó un momento por su habitación para lavarse la cara en una jofaina con agua, dejó la daga sobre la cama y se encaminó al salón principal de esa misma planta, por un pasillo de tarima encerada que crujía bajo sus pasos. Al otro lado de la puerta doble, abierta en una de sus hojas, había una hermosa alfombra persa puesta en el suelo, una araña de cristal con las velas apagadas y una chimenea de mármol donde ardía un fuego generoso.

—Staga cómodo —dijo una voz femenina.

La luz grisácea que entraba por la ventana ojival iluminaba, en medio escorzo, a una mujer sentada en un sillón tapizado con brocado de plata alejandrina. Vestía una bata doméstica cortada a modo de dolmán oriental, chinelas afelpadas que permitían ver sus tobillos desnudos, y se cubría los hombros con un peinador ribeteado de randas. La cofia, que también era de encaje, recogía un cabello abundante, demasiado negro para ser natural.

—Buenos días —dijo Alatriste, no del todo a sus anchas.

Asintió la mujer, volviéndose mientras indicaba un escabel situado cerca, pero él declinó con una seca sonrisa. Prefería quedarse de pie junto al fuego, calentando sus miembros ateridos.

—Salió vuesiñoría de buon'ora —dijo ella.

Se aplicaba a la parla castellana con desparpajo y fuerte acento véneto. Un detalle gentil, pensó Alatriste mientras se acercaba más al calor de la chimenea. De mujer acostumbrada a complacer a los hombres.

—Sí. Unos fardos retenidos en la Aduana.

—¿Cosa grave?

—No.

La observó con detenimiento. Donna Livia Tagliapiera era una de las más asentadas meretrices de Venecia. Morena y de buena cara, hermosa todavía, con maneras y educación útiles a su oficio, tenía origen español —los Tajapiedra eran judíos expulsados más de un siglo atrás—. De pie, sin chapines de tacón, era tan alta como él. Podían calculársele cuarenta años donosamente llevados, en un talle que, según era universal, en otro tiempo nunca desabrigaba ante un marqués por menos de cincuenta ducados. Retirada hacía tiempo del ejercicio propio, oficiaba de tercera en su casa, frecuentada tardes y noches por pupilas selectas y por clientes de calidad y bolsa escotada. En ocasiones alojaba a viajeros de mucha recomendación, que preferían las ventajas de esa casa a una simple posada desprovista de otros alicientes. Tal era el caso de Alatriste, instalado allí por indicación del secretario de embajada Saavedra Fajardo, que había llegado a Venecia un día antes desde Milán y se alojaba en la legación española. A pocos sorprendería que un comerciante acomodado, de espadas toledanas o de lo que fuera, morase donde la Tagliapiera. Mujer segura y de toda confianza, había añadido el funcionario con el aire hermético de quien calla mucho más de lo que dice. Pese, acabó rematando tras una corta pausa, a su sangre hebrea.

—Vostro doméstico ha uscito. Dejó recado que tornaría a la hora del pranzo.

—¿Algún otro mensaje para mí?

La mujer le sostuvo la mirada un instante. Alatriste ignoraba de cuánto estaba al tanto. Su grado de implicación en la conjura. Pero era mejor que, sobre ese particular, todos supieran lo menos posible de los demás. Ni siquiera en las ansias del potro, estirado de cuerdas como guitarra, uno podía contar lo que ignoraba.

—Aspetan a vuesiñoría en la embajada, a las cuatro.

Asintió Alatriste. El resto de la gente estaba alojado en otros lugares discretos de la ciudad, con instrucciones para verse en un punto y hora determinados, dar novedades y recibir instrucciones. En lo que a su casera se refería, él ignoraba las razones por las que se había implicado en el golpe de mano, arriesgando cuanto arriesgaba. La linde entre dinero, lealtades y oscuros motivos personales era siempre difícil de establecer, sobre todo en la tornadiza Italia. Saavedra Fajardo la había descrito como probada en otras ocasiones con servicios a la causa del rey católico. Bien situada, hecha al trato de clientes de calidad y relacionada con miembros destacados de la sociedad veneciana, de la que dominaba no pocos secretos, donna Livia era una buena fuente de información y una eficaz cómplice en la conjura.

—¿Ha colazionado vuesiñoría?

—Sí. Gracias.

—Poco, me han deto.

Era cierto. Frugal como acostumbraba, Alatriste había tomado un vaso de vino y un trozo de pan antes de ir a la Aduana del mar, dejando intacto el resto del desayuno que le fue ofrecido por la criada jovencita. Ahora advirtió que la Tagliapiera lo observaba con curiosidad. Acostumbrada al trato y conversación de los hombres, era obvio que llevaba un par de días intentando situarlo en alguna categoría de éstos. No debía de parecerle común a la antigua meretriz que quienes se alojaban en su casa declinaran las ventajas disponibles: buenos manjares sobre manteles limpios y placeres carnales de pregonada fama. Sin embargo, aquel taciturno español no limitaba su frugalidad a los desayunos. La noche anterior, sin otra excusa que un movimiento negativo de cabeza y una sonrisa cortés bajo el mostacho, había rechazado los servicios de una mujer de linda cara y mejor talle que la patrona había enviado a su cuarto con el mensaje expreso, verbal, de que cuanto había debajo del camisón, el cordón de cuyo escote venía prometedoramente suelto, era gentil cortesía de la casa.

—Pecato. Me dicen que Gasparina no satisfizo a vuesiñoría. Forse vostro gosto...

Dejó la última palabra en el aire, dando a su interlocutor ocasión de expresar sus gustos, fueran cuales fueren. Alatriste, que seguía calentándose junto a la chimenea —el húmedo frío veneciano se resistía atrincherado en su ropa—, compuso una sonrisa idéntica a la de la noche anterior: cortés, un punto fatigada.

—Tengo la cabeza en otras cosas, señora. Aunque agradezco el detalle.

Decía la verdad. No era de quienes hacían ascos a una mujer hermosa, y la de la noche anterior entraba en esa categoría. Pero Venecia era peligrosa, y la tensión lo volvía desconfiado y cauto. Bajar allí la guardia, incluso entre unos muslos cálidos, disminuía las probabilidades de supervivencia para alguien obligado a dormir con un ojo abierto y la daga bajo la almohada. Él mismo había matado a un hombre en Madrid, tiempo atrás, sorprendiéndolo en la cama con una mujer: trabajo pagado según tarifa al uso, por encargo de un marido cornudo. Había sido absurdamente fácil entrar en la casa señalada, abrir la puerta de la alcoba, sorprender al infeliz desnudo en plena faena, y darle justo el tiempo de volverse y alargar la mano hacia la espada antes de clavarlo en el colchón de una estocada en el pecho, con la mujer chillando como si se la llevara el diablo.

—Quizá en otra ocasión —añadió.

Lo miró la cortesana con mucha fijeza. Un destello de rápida curiosidad. Después hizo una mueca fría, que sólo a la ligera podía tomarse por sonrisa.

—Purqué no —la boca, generosa, descubría dientes regulares y blancos—... Alora chercaremos a vuesiñoría cosa más contundente.

Hablando de contundencias, pensó Alatriste observándola a su vez con detenimiento, la de Livia Tagliapiera no era desdeñable en absoluto, pese a que sus mejores años hubiesen quedado atrás. Grande de cuerpo pero bien proporcionada, su rostro sin apenas afeites era todavía atractivo, con ojos castaños grandes, almendrados. La nariz larga, atrevida, le daba una arrogancia especial. Por lo demás, bata y peinador dejaban adivinar formas rotundas y firmes, y sus tobillos eran blancos hasta el empeine de los pies. Sin duda había sido mujer muy hermosa. Lo seguía siendo: a punto de madurez, aunque todavía en sazón.

—¿Bisoña algo dipiú, don Pedro?

Seguía mirándolo cual si le penetrase el pensamiento. O lo intentara. El negó suavemente con la cabeza. Tras estudiarlo un poco más, la cortesana giró de nuevo el rostro hacia la ventana, de vuelta al escorzo de luz grisácea. Considerándolo por lo menudo, se dijo Alatriste con melancolía, si en otras circunstancias hubiera podido elegir a una mujer, la habría tomado a ella. Siempre y cuando aún ejerciera de su cuerpo, que no era el caso. Saavedra Fajardo había dicho que la Tagliapiera ya no se ocupaba con clientes, por selectos que fueran. Se limitaba a suministrar la carne fresca de sus pupilas.

—Duro de roer —dijo entre dientes Sebastián Copons, lacónico.

No pude menos que estar de acuerdo, aunque procuré no abrir la boca. A mí también me parecía impresionante el Arsenal, con sus altos muros de ladrillo, torres y fosos recortándose en el cielo plomizo. Había ido con el aragonés y el moro Gurriato a reconocer el terreno, aprovechando que a esa hora hormigueaba mucha gente entre la que pasar inadvertidos. La entrada a las famosas atarazanas de Venecia estaba al extremo de un canal ancho que venía desde los muelles fronteros a la laguna, llenos de embarcaciones abarloadas unas a otras. Dos torres altas y cuadradas flanqueaban una enorme verja doble de bronce y madera que daba paso acuático al recinto —al otro lado se distinguían galeras amarradas o puestas en seco—, y a la izquierda se hallaba la entrada terrestre, en un edificio sobre el que campeaba, enorme y arrogante, un relieve de mármol con el león de San Marcos. Todo mostraba una apariencia sólida, de poder y firmeza, y los soldados que estaban de guardia tenían aspecto disciplinado y alerta.

—Mercenarios dálmatas —murmuró Copons en el mismo tono que antes.

Se pasó una mano por la barba, pensativo, y luego escupió a sus pies, en el agua verdegrís del canal. Entornaba los párpados circundados de arrugas con una expresión muy de soldado viejo, hecho a combatir primero con los ojos y luego con las manos, semejante a la del capitán Alatriste cuando se ponía a calcular riesgos y posibilidades. Seguí la dirección de su mirada, esforzándome por ver lo que él era capaz de ver, mientras recordaba algo que años atrás me había dicho mi antiguo amo con una sonrisa irónica, como respuesta a alguna bravata infantil que yo ya había olvidado:

Sólo el necio veo ser

en quien remedio no cabe
,

porque pensando que sabe

no cuida de más saber.

Los centinelas me parecieron gente fornida, de más que regular estatura, como solía ser la gente de su tierra. Seguramente eran parte de la tropa que guarnecía el castillo cercano, y se relevaban para el servicio en torno al tarazanal. Algo me consoló pensar que, de cumplirse lo previsto, la noche de la encamisada estarían de nuestra parte. Imposible forzar de otra forma, por las bravas, cuatro gatos como éramos, aquella impresionante entrada para hacer dentro el mucho estrago que se maquinaba. Miré al moro Gurriato, que a mi lado lo observaba todo en silencio, y en su rostro atezado e indiferente fui incapaz de adivinar si admiraba el majestuoso poderío de aquella ciudad anfibia, representado en su obra y símbolo principal, o calculaba los peligros de nuestra empresa. Estábamos los tres acodados en la barandilla del puente levadizo de madera que comunicaba ambos lados del canal, envueltos en capas, con el amparo y disimulo, como dije, de la mucha gente que iba allí de un lado para otro.

—¿Qué piensas, moro?

Aixa Ben Gurriat movió apenas la cabeza, como si sus pensamientos no valieran un cobre. A esas alturas de nuestro conocimiento yo no era capaz de adivinarlos; pero había tratado al mogataz lo bastante para saber que era la suya una fe ingenua en nosotros, en nuestras banderas, en las posibilidades de cuanto acometíamos. A fin de cuentas, si Venecia era una ciudad soberbia, él servía a una nación que era maestra del orbe. Para alguien de su casta, soldado perdido con una cruz tatuada en la cara, que había pasado la vida buscando una causa que diera sentido a su lealtad, el poderío de España y la fe en hombres como el capitán Alatriste lo habían llevado a unir su suerte a la nuestra. En guerrero como él, de la tribu azuaga de los Beni Barraní —hijos de extranjero, significaba el nombre—, cristianos desde el tiempo en que los godos habitaban el norte de África, ése sólo era camino de ida, sin vuelta atrás. Tomado el paso, dada su palabra, nos seguía ciegamente hasta el final, como había hecho en las bocas de Escanderlu, y lo haría en Venecia y allí donde el oficio y el azar de las armas nos condujesen. Sin plantearse preguntas ni esperar otra cosa que ser fiel a su destino, junto a compañeros de vida y muerte que él mismo, libremente, había elegido.

—De aquí salen todas —dije—. Esas galeras que nos disputan el Adriático... ¿Qué te parece el sitio?

—Mekran
—se condensaba el aliento en su boca—. Grande.

Me reí.

—Y que lo digas.

—Dejaos de parla —dijo Copons.

Miré alrededor, sobre las cabezas de la gente que llenaba los muelles a uno y otro lado del canal: barcarolos y marineros, vecinos de las casas próximas, vendedores de las embarcaciones cargadas con frutas y hortalizas que amarraban en la orilla izquierda, pescadores con cestas de ondulantes anguilas, y mendigos —había más que en Madrid o Nápoles— que pedían sentados en los escalones húmedos del puente. Inesperadamente, entre el gentío, distinguí una figura familiar: un hombre inmóvil, con sombrero y capa negros, situado entre el mástil con la gran bandera roja de Venecia que colgaba fláccida ante el cuerpo de guardia y un bodegón marinero de los que, a partir de la esquina, se daban en torno a la iglesia de San Martín. Parecía observarnos de lejos. Estaba a más de cincuenta pasos, pero lo habría reconocido entre la muchedumbre de condenados en el mismo infierno. Así que dije a mis camaradas que aguardasen, palpé con disimulo el puñal que llevaba bajo la capa, y fui a su encuentro.

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