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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (15 page)

BOOK: El puente de los asesinos
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—Depende —opuso—. A estas alturas, conviene saberlo. No quisiera matarlo por error.

La bravata, o impertinencia, hizo fruncir el ceño a Baltasar Toledo.

—No estoy dispuesto...

Alzó una mano Saavedra Fajardo para atajar, mundano.

—Quizá tenga razón el señor Alatriste. A estas alturas, como dice... Y con su responsabilidad.

Seguía poniendo Toledo cara de duda. No parecía convencido de la oportunidad. Pero el secretario de embajada zanjó el asunto. Quizá fuese adecuado, convino, que el señor Alatriste estuviese al tanto, por si había necesidad.

—Se llama Riniero Zeno y es miembro del Consejo de los Diez.

Después añadió pormenores. Enemigo mortal del dogo Giovanni Cornari, Riniero Zeno lo acusaba, con toda razón, de haber creado con su familia y allegados una red de corrupción nunca vista, en una ciudad que ya era corrupta por su propia esencia: injusticia, asesinato, soborno y depravación de costumbres. Antiguo embajador en Turín y Roma, Riniero Zeno era hombre honrado, o al menos todo lo honrado que podía ser un veneciano. Intransigente, portavoz de la aristocracia local menos favorecida, hacía sólo unas semanas había conseguido anular la elección desvergonzada de dos hijos de Cornari, a los que su padre nombró senadores en mayo saltándose todas las reglas del decoro y la decencia. Por otra parte, Riniero Zeno simpatizaba con España y detestaba a los franceses y a los cortesanos del papa. En el pasado había hecho ruido su enfrentamiento con el cardenal Dolfin, pariente del anterior dogo, a quien acusó públicamente de estar a sueldo de Richelieu, gracias —dicho fuera de paso— a pruebas documentales que le proporcionó la embajada de España.

—En caso de desaparición del dogo —concluyó Saavedra Fajardo—, lo que incluye ciertas medidas con su familia que no son cuidado nuestro sino de los propios venecianos, todo está dispuesto para que sea Riniero Zeno el elegido para sucederle. Calcule vuestra merced lo que España ganaría con ese cambio. El golpe mortal a luteranos y flamencos... Por no hablar de Francia y su buen amigo el papa Urbano.

Asintió Alatriste. No eran difíciles de calcular las consecuencias. Hasta él mismo, carne de cañón en todo aquello, podía hacerse idea de las ventajas del tal Zeno en el sillón ducal.

—Gentil faena —se limitó a decir.

Baltasar Toledo se pasaba una mano por el rostro afeitado, como si echara de menos el bigote desaparecido. En todo caso, añadió a lo expuesto por el secretario de embajada, cuanto decidiera luego el senador Zeno, convertido en dogo, ya no era asunto de Alatriste ni suyo: gente cualificada se ocuparía de ello.

—Nosotros tenemos otras preocupaciones inmediatas —añadió—. Por ejemplo, los dos principales capitanes implicados en la conjura quieren vernos las caras a vuestra merced y a mí.

Acercó una mano a la frasca de vino puesta cerca del brasero, ofreciéndole más a Alatriste. Parecía que pretendiera borrar así los restos de su anterior sequedad; pero éste negó con la cabeza. Le apetecía un tercer vaso y los que hicieran falta, pero no era momento. Necesitaba la cabeza serena para digerir todo aquello.

—¿Por qué nuestras caras? —inquirió.

—Uno es Lorenzo Faliero, que estará de guardia con su compañía tudesca en el palacio del dogo... El otro es un tal Maffio Sagodino, que manda a los dálmatas del castillo Olívolo. El debe facilitaros entrada y respaldo en el Arsenal.

Aquello pareció lógico a Alatriste.

—Es natural que procuren conocernos... Se la juegan más que nosotros.

—No es tan simple —opuso Toledo—. En primer lugar, quieren que entreguemos por adelantado una cantidad de dinero que no estaba prevista. Tienen muchos gastos, dicen.

—Eso también parece razonable. Ni los ciegos cantan gratis.

—No en este caso —apuntó Saavedra Fajardo—. Ya se les han adelantado fondos para comprar media Venecia... Y piden más.

—Lo inquietante —dijo Toledo— es que nos han dado cita para entregar el dinero en un lugar que no me gusta... Eché un vistazo esta mañana, y es perfecto para una trampa.

Calló un momento, dejando que la última palabra calase en el espíritu de Alatriste. Luego hizo un movimiento de impotencia, cual si pretendiera aprisionar algo en el vacío.

—Esto lleva tiempo cociéndose —añadió—. Y los espías de la Serenísima son eficaces. A medida que se acerca el día, hay más gente al corriente... Existe la posibilidad de que la conjura haya sido descubierta.

Diego Alatriste le sostenía la mirada, impasible.

—¿En tal caso?

—Bueno —el otro le dirigió un vistazo a Saavedra Fajardo y encogió los hombros—... Puestos en lo peor, podría ser un intento de sacarnos más dinero antes de entregarnos al verdugo.

—Hay que tener cuidado con eso —dijo el secretario de embajada—. Aquí se traiciona como se respira.

—¿Cuál es el sitio?

—Una taberna de las que llaman bacaros. Esta es de mala nota, cerca del campo de San Ángelo: putas, rufianes y vino malo bajo un soportal, junto al puente de los Asesinos.

—Bonito nombre.

Baltasar Toledo cogió de la mesa una cuartilla de papel y una pluma que mojó en el tintero. Con breves trazos dibujó un plano elemental: un canal, un puente, un pasaje estrecho.

—Está al extremo de una calle que se llama igual. Allí solían contratarse sicarios, a la manera de nuestro patio de los Naranjos sevillano, o el arco de San Ginés de Madrid... En otro tiempo abundaba en matachines paseándose a la espera de trabajo. Ahora hay menos, pero todavía pasean.

Alatriste se había levantado a ver el dibujo.

—¿Iremos solos? —preguntó.

—Con escolta llamaríamos la atención. Y si nos la juegan, tampoco iba a servir de gran cosa. Encajonado entre el puente y una calle estrecha, el sitio es una ratonera.

—Toda esta isla lo es... Una ratonera dentro de otra.

Baltasar Toledo lo observaba desde su silla con vaga impaciencia, jugueteando con la pluma entre los dedos.

—¿Eso significa que me acompaña vuestra merced, o que no?

La pregunta no gustó a Alatriste. Y mucho menos el tono. Traslucía el pique condescendiente, superior, de quien estima ha dado excesivas explicaciones. Así que se limitó a mirar al otro sin decir palabra.

—Disculpad —dijo Toledo con un despego que desmentía la excusa—. Pero no os conozco lo suficiente.

—Tampoco yo a vuestra merced —puntualizó Alatriste.

Mal camino llevas, pensaba. Llevamos. Con un mohín de disgusto, Toledo acusó la ironía. Luego dejó la pluma, alargó una mano y se puso más vino.

—En Milán, don Gonzalo Fernández de Córdoba os elogió mucho... Por lo de Fleurus.

Lo dijo mirando a Alatriste por encima del vidrio, con mucha intención.

—Eso iba de oficio —respondió éste—. Pero don Gonzalo no se acordaba un carajo de mí, como es natural.

—Sois hombre singular... ¿Es cierto que os hacéis llamar capitán, sin serlo?

Aquel
Os
hacéis llamar
tampoco gustó a Alatriste. Maquinalmente, muy despacio, alzó una mano y se pasó dos dedos por el mostacho. Luego, a medio mogate, miró hacia la ventana emplomada que daba al jardín.

—Lo que sí es cierto, señor Toledo, es que una estocada en ese patio la da igual un capitán que un soldado.

Se levantó el otro, casi de un salto. El vino se derramó en el suelo antes de que dejara el vaso sobre la mesa, manchando los papeles.

—A fe mía —dijo.

—O del Dios que nos menea.

Miraba a Baltasar Toledo muy fijo y sereno, desde la escarcha glauca de sus ojos, consciente del peso de la daga que llevaba al cinto, sobre los riñones. Ninguno de los dos cargaba espada —fraile uno, comerciante el otro—, pero aquello podía arreglarse. No faltarían aceros en aquella casa.

—Por caridad, señores —terció Saavedra Fajardo, levantándose a su vez—. No es momento... Sosiéguense vuestras mercedes.

Hubo un silencio espeso y muy largo. Al cabo, Baltasar Toledo asintió levemente, como al término de un largo razonamiento interior. A poco, Alatriste le dio la satisfacción de hacer lo mismo.

—¿Llevaréis el dinero? —preguntó Saavedra Fajardo, práctico como el funcionario eficiente que era.

—No queda otra —confirmó Toledo—. A estas alturas dependemos de Faliero y de Sagodino... Si sus soldados se echan atrás, será un desastre. Contemplaba con preocupación el mapa enrollado sobre la mesa. Cuando alzó los ojos hacia Alatriste, la hostilidad parecía haberse atemperado en ellos.

—No habrá tiempo ni de llegar a esa maldita isla.

V. Confidencias de lobos viejos

Q
uien tiene la cocina cerca, come la sopa caliente. Eso dice un proverbio veneciano, y nada más cierto. Al tercer día de estar con el capitán Alatriste en casa de Livia Tagliapiera, que como sabe el avisado lector era casa de todo rumbo, lance y manejo, yo había intimado con la criada Luzietta. No lo cuento por vanagloriarme —sirvienta de casa de conversación no es empresa difícil para un mozo de buena planta—, sino por ciertas consecuencias que esto acabó trayendo. Ella era bonita y descarada, sin los afeites y bellaquerías que otras mujeres usaban: de esas hembras en las que a lo natural se ve la manufactura de Dios. Aunque era muy joven, su virtud se perdía en las tinieblas de un pasado remoto, y el tiempo que llevaba allí la había apicarado lo suficiente para inclinarla a congeniar conmigo; que a fin de cuentas era español, aseado, no mal parecido y con la sangre fogosa y en sazón, como a mi edad cuadraba. También me suponían criado del comerciante Pedro Tovar, al que calculaban, y a mí de rebote o migajas, buenos escudos en la faltriquera. Que si lo primero que hace el hombre es mirarle el escote a una mujer, no es menos cierto que los ojos de algunas suelen ir derechos al bulto de la bolsa. Así, no necesité que donna Livia me enviase, como a mi postizo amo, alguna de sus pupilas —tampoco correspondían esas delicadezas a un supuesto criado como yo—, ni tampoco tuve que procurarme compañía mercenaria; que en aquel lugar, por bien surtido, afamado y discreto, no era precisamente barata. Supe ingeniármelas por mi cuenta, como digo, sin otro gasto que las sonrisas adecuadas, la parla oportuna —muy salpimentada de español e italiano— y el ardor casi militar que puse en el desempeño de mis funciones, ternuras y acometimientos. De manera que las noches se me iban en centinela perdida, y las tardes, cuando Luzietta podía desembarazarse un rato de sus obligaciones, en rebato general, dando a sus encantos saco. Como en aquella vieja copla castellana:

Tiempo, lugar y ventura
,

muchos hay que lo han tenido
;

pero pocos han sabido

gozar de la coyuntura.

Diré en este punto que el mundo conoce putas de toda suerte: hay putas de celosía, putas de ventana, putas de cantón, putas de natura, putas con virgo, putas antes de su madre, putas reputas y putas de toda laya, lo mismo que hay putas que de ningún modo parece que lo fueran, hasta que se desnudan y lo son. Mi gentil Luzietta era de estas últimas, y pasados los primeros pudores, que nunca eran muchos ni largos, la lengua se le soltaba con los arrebatos, muy desenvuelta y a lo pícaro. De manera que, para que no alborotase la casa toda, a veces tenía yo que taparle la boca con una mano, que ella mordía sin curarse de mí, mientras publicaba sus sentimientos. Que, aun dichos en dialecto véneto, tenían traducción universal: pasico, quedico, ahincad ahora, valiente, sabéis el camino y que no se os olvide, tened firme que por ahí seréis maestro, moved garrocha que no se quiebra, agarraos a las crines, jinete mío, galopad firme que el coso aguanta, allá va mi honra y quitaos la camisa, que sudáis. Etcétera.

Menguaba la luz cuando, roto de la cabalgada e hidalgo como gavilán, salía yo de mi cuarto para reponer fuerzas con algo que Luzietta, que se había ido descalza y de puntillas, prometía prepararme en la cocina. Y en el pasillo, donde ya habían puesto un candil de garabato encendido, encontré al capitán Alatriste. Me sorprendió verlo con espada: una de Solingen corta, con guarnición de lazo y buenos filos, que traía en el equipaje —las nuestras habían quedado en Milán— y que nunca hasta ese momento se había ceñido para ir por la calle en Venecia. La llevaba bajo la capa de paño pardo, todavía abierta, de la que también asomaba el mango de su daga y la culata de una pistola. No vestía su viejo coleto de piel de búfalo —habría llamado la atención por lo demasiado militar—, pero observé que, oculto por el jubón que se abrochaba en ese momento, llevaba puesto un jaco de los que llamábamos once mil: una fina cota de malla de acero, algo pesada e incómoda —sobre todo en verano, aunque no era el caso—, pero buena para repararse el torso de cuchilladas inoportunas por delante y por detrás. Tanto fue mi asombro al ver así precavido a mi antiguo amo, que me quedé inmóvil contra la pared, mirándolo con la boca abierta y un escalofrío de incertidumbre corriéndome por el espinazo.

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